Deja locuras. ¿Sin mí ir solo, señor, procuras? ¿Quién dice tal? Tú. ¿Yo? Sí, que si he de dejar locuras, es fuerza dejarte a ti. Y para que el argumento veas cuánta fuerza esconde, mientras de noche y a tiento vamos, sin saber adónde, haz cuenta que va de cuento. En Madrid, patria de todos —pues en su mundo pequeño son hijos de igual cariño naturales y extranjeros—, noble naciste, si bien al antiguo odio sujeto con que, al repartir sus dones, se miran de mal aspecto naturaleza y fortuna; conque he dicho que te dieron la sangre sin el caudal; y aunque es lo mejor, no veo que jamás le llegue el día en que se le luzga el serlo. Pero esto ahora no es del caso. Ilustre y noble, en efeto, bienquisto con tus iguales, con tus mayores atento, cortés con tus inferiores, en blanda paz vivías, dentro de tu esfera, tolerando lo no rico con lo cuerdo, cuando, porque este atributo aún no gozaras, el ceño de tu fortuna al azar le barajó de un encuentro. Viste una dama, sobrina de un anciano caballero, que enfrente de nuestra casa vino a vivir, y tan ciego quedaste, que Lazarillo desde aquel punto te adiestro. Informado de quién era el bellísimo portento, supiste, como ya dije, que era sobrina del viejo, hija de un hermano suyo que en Indias en un gobierno estaba, y que por ser ella embarazo para el riesgo de tantos mares, la había dejado, con buen acuerdo, a la tutela del tío. A este informe sucedieron las edades de un amor, que nace niño pequeño, con el uso de la vida, sin el del entendimiento; crece, sin saber hablar, explicándose indiscreto por señas, hasta que empieza torpe a pronunciar; y, puesto a andar, no hay cosa en que no caiga; tras cuyos tropiezos se sigue el ponerle a leer y escribir; conque sospecho que en poco tiempo te he dicho lo que pasó en mucho tiempo; pues tu amor correspondido, fluctuando los inquietos golfos suyos, arribó de buena esperanza al puerto. Ya ni amigos, ni visitas, conversaciones, ni juegos cursabas, siendo un balcón acomodado terreno, donde en coche de ladrillo, puesto al estribo de hierro, tenías para todo el año tus estanques en invierno, tu río en verano, tu prado en primavera, tu ameno camino del Pardo y Fuente de Reina en otoño, siendo las orillas de tu casa, salvo el arroyo de en medio, tus estanques y tus ríos, prados, fuentes y paseos. La seña para poder de noche hablar poco y necio, era cuando tú a deshora tocabas un instrumento, como acaso, en el balcón, que aunque no eres nada diestro, para que ella te entendiese bastaba, y para que oyendo alguien folías de arriba, dijera: «El primer barbero es éste que vive en lo alto». En fin, a la seña, en viendo que el tío dormía, y que tú esperabas, entreabierto el marco de su ventana, hablabais lo que el silencio de la noche permitió. «¿Qué diérades, majaderos,» decía yo, «porque esta calle fuera barrio de Toledo, adonde no peligrara el temor del hablar recio?» A este tiempo, cuando más alegre, ufano y contento creíste acabara tu amor, como farsa, en casamiento, vino la flota, y en ella su padre; conque, en habiendo dado cuenta de sus cargos, y sus caudales compuesto, a descansar y gozar la última edad en sosiego, a Valencia, patria suya, se vino a vivir, trayendo su hija consigo. Aquí entra el «¿cómo quedaste?»; pero ausente y enamorado y favorecido, ello se está dicho; y de no estarlo, lo habrá de decir su efecto. Pues sacando de tu poca hacienda algún caudalejo, tras ella habemos venido en alas de aquel proverbio: «¡Ved con quién, y sin quién!» Pues aplicado al viaje nuestro, es con muchísimo amor, y poquísimo dinero. Y esto a ciudad donde no tienes ni amigo, ni deudo, ni conocido ninguno, pues aun el padre sospecho que no te conozca, a causa del recato con que cuerdo siempre de él te recelaste aquel no largo intermedio que se detuvo en Madrid, por no entrarle en los recelos que ya el tío se tenía. Aquí se añade, sobre ello, que apenas te has apeado en ese mesón primero, y dejado las maletas en mal seguro aposento, cuando, sin saber las calles, de noche, a escuras y a tiento, vas buscando la del Mar, donde te avisó en el pliego último que era su casa. Mira, pues, si razón tengo, cuando locuras me mandas dejar, en dejarte, puesto que, con dejarte a ti, en ti todas las locuras dejo de Esplandián y Belianís, Amadís y Beltenebros, que, a pesar de don Quijote, oy a revivir han vuelto. Aunque debiera no haber oído discurso tan necio, te perdono la molestia por el gusto del acuerdo. «¿Cómo enseñaría yo a hablar a mi hijo?», un extranjero preguntó, porque entreoía que era pesado y molesto. «Enseñadle», respondió un cortesano discreto, «a que hable a cada uno siempre en su amor, que con eso hablará a gusto de todos.» Y volviendo al argumento de que es locura mi amor, la consecuencia concedo; pero locura tan puesta en razón, que al mismo tiempo que me está acusando loco, me está acreditando cuerdo, no tanto por la hermosura de Leonor, por el ingenio, cordura y nobleza, cuanto por las finezas que debo a su amor. Y así no culpes pasos que sin tino pierdo, que a mí me basta pensar que a sus umbrales me acerco, para engañarme este rato. Hacia esta parte dijeron que era de la Mar la calle. ¿No reparas, por lo menos… ¿Qué? …que es hablar del amar, por el tal rato, tu intento? Pero vamos. ¡Ay, Chacón, que si la oyeras, al tiempo de despedirse, decir con mil lágrimas…! ¡Los cielos me valgan! ¡Muere, tirana! No hará, que yo la defiendo. ¿Qué es aquello? Cuchilladas y voces se escuchan dentro desta casa. Huye, que yo, de cien mil vidas a riesgo, sabré defender la tuya. En vano será el intento, que en ti y ella he de vengarme. ¿Dónde vas? A ver si puedo estorbar una desdicha, ya que la puerta han abierto, y sale el ruido a la calle. El onceno mandamiento es: «no estorbarás». Bajad las luces, y acudid presto. Hombre, quienquiera que seas, pues basta a cualquiera serlo para que a una desdichada mujer ampares, corriendo fortunas de amor y honor, que el más favorable efecto, a tan riguroso embate, ha de ser por fuerza adverso; y pues ya a impedirle (¡ay triste!) de aquesa casa de juego, como ves, con luces y armas otros acuden, te ruego que a estas horas, afligida y sola, en manos del riesgo de ser quien me dé la muerte el que me venga siguiendo, no me dejes, hasta que, si no me falta el aliento, en la casa de una amiga tomen mis desdichas puerto. Palabra de no dejaros doy, señora, hasta poneros dónde vos queráis. Chacón, ven conmigo. Sólo esto le faltaba a tu fortuna, para ser hecho y derecho caballero andante. Allí es el ruido. Deteneos, pues basta haber yo llegado. (Ya en salvo Beatriz, supuesto que tomó la calle, mal haré si aquí me detengo, habiendo llegado gente y luz. Testigos los cielos sean de que no es huir, sino retirarme esto; pues el no ser conocido y el seguirla, sólo es medio de que pueda restaurarse tan gran desdicha.) Ha estado embozado riñendo. Teneos, pues ya huyó el hombre con quien reñíais. Señor don Diego, a mí me importa seguirle, y así os suplico que en medio no os pongáis. ¿Qué ha de importaros seguir a hombre que va huyendo? Más que pensáis. (¡Ay de mí!, ¿qué he dicho?) Ya es vano intento, no tanto porque he llegado yo, que, en vez de deteneros, señor don Juan, si os importa, como encarecéis, a vuestro lado estaré siempre, cuanto por la ventaja; pues cierto es que ya será imposible alcanzarle. Dadme, os ruego, paso, que yo podrá ser le alcance. Importándoos eso tanto como a entender dais, vamos los dos. Solo tengo de ir, quedaos. Eso no. ¿Cómo, siendo quien soy, puedo dejaros ya? (¡Ay infelice! Que si conmigo los llevo, y no le encuentro, no hago más que ruido; y si le encuentro, van a sólo ser testigos que me agravia, y no me vengo, pues no he de poder matarle, puesta tanta gente en medio. ¿Qué debo hacer? ¡Ay de mí!) ¿Qué, os detenéis? Vamos presto. Por no empeñaros a todos, he mudado de consejo. Ya yo me quedo, id con Dios. Pues ¿no sabré yo qué es esto? Reportaos, y decidnos qué ha sido. Si haré. Viniendo a mi casa, que es aquésta,… Ya lo sé. …antes que (¡Ea, esfuerzo, da viso al dolor!) llamase, a traición (¡Qué mal me aliento!) un hombre llegó, sacando la espada. Permitió el cielo que le sentí, con que pude ponerme en defensa; y siendo así que yo declarado ningún enemigo tengo, encarecí lo que importa conocer al que encubierto lo es tanto que, a no volver la cara, me hubiera muerto, según me embistió furioso, desesperado y resuelto. (Cuanto te ha dicho, señor, es engaño, porque dentro de su casa fue el disgusto; por señas que salió huyendo de ella una mujer, que yo, esperando a que del juego salieses, lo vi.) (No más. Don Juan tiene entendimiento, espera y valor, y si él disimula, ¿cómo puedo darme yo por entendido? Éste es el mejor acuerdo.) No dudo que la ocasión es grande, y no hay otro medio que vivir, don Juan, desde hoy, sobre aviso; y pues el cielo restauró una alevosía, dejad el cuidado al tiempo, y venid, que he de dejaros en vuestra casa, primero que de vos, don Juan, me aparte, seguro, acostado y quieto. Antes, señor, os suplico, pues que ya en ella me quedo, no, con verme acompañado de vos y esos caballeros, mi hermana, que ya estará recogida, oiga el estruendo y sepa que fue conmigo el disgusto; que no quiero darla ese cuidado. Es justo. Quedaos, pues, y sea advirtiendo que a todo trance, don Juan, me hallaréis al lado vuestro; porque antes que a Indias pasase, amigos muy verdaderos fuimos vuestro padre y yo. Adiós, pues. Guárdeos el cielo. (Por si hubiere novedad, está con cuidado, Celio, para avisarme.) (Sí haré.) Volvamos a nuestro juego nosotros. (Fortuna mía, ¿aún no perdonarás esto de que don Diego llegara, de quien más recatar debo mi desdicha, por Leonor, a quien…? Mas, ¿cómo me acuerdo de nada, que honor no sea? Y pues ya aquí no hay más medio que saber de las criadas quién es el agresor fiero de mi fama y de mi vida, temblando a buscarlas entro. ¡Ah, fiera hermana! ¡Ah, tirana! ¡Ah, cruel! ¡Ah, falsa!) El tiento de la casa que buscando voy, con el susto y el miedo perdí, o con el poco curso que yo de las calles tengo. Ponedme vos, ya (¡ay de mí!) que generoso y atento me acompañáis, en la plaza de la Olivera; con eso podré cobrarme, y llegar adónde voy. ¡Eso es bueno! ¡Querer que os guiemos, cuando para los dos es lo mesmo la plaza de la Olivera que las coplas de Oliveros! Tan forastero, señora, os sigo, que los primeros pasos que en Valencia doy son los del servicio vuestro, y tanto, que aunque yo quiera, en fe de ser caballero de quien pudierais fiaros, por esta noche ofreceros mi posada, a ella tampoco no sabré… «Con el sereno de la luna de Valencia» debió decirse por esto, y estrellas errantes sois; ser toda la noche habremos serenísimos señores. Pero creed que aunque, ciego más que vos, dónde estoy dudo, no dudo que por mí tengo obligación de asistiros, serviros y defenderos, hasta que quedéis segura. (Sola esa ventura el cielo ha dejado a mis desdichas, cuando de tantas dependo, que entre mi amante y mi hermano, cualquiera que sea el suceso, siempre ha de ser contra mí.) Pues nos importa el saberlo, ¿no daremos un pregón, aunque algún hallazgo demos, a quien sepa de nosotros, que estamos perdidos? Necio, ¿agora de humor estás? Por aquesta calle pienso que vamos mejor. Guiad vos. La justicia, caballeros. (¡Ay infelice de mí!) Albricias, que ya tenemos adónde pasar la noche, pues estos señores creo nos harán el hospedaje. ¿Quién va? Un hombre forastero, que ahora acaba de llegar. ¿Vos quién sois? Otro y el mesmo. ¿Cómo el mesmo y otro? Como soy otro, pues fuerza es serlo, y el mesmo, porque también forastero soy. De en medio os quitad, apartad. Esa mujer,… (¡Hoy sin duda muero!) …decid, ¿quién es? La comadre. Vamos a un parto secreto, y ¿no ven que la justicia aun no puede detenernos? Vamos, señora, que está en gran peligro. Teneos, que hemos de saber quién sois, y quién es ella. Si el ruego de un hombre de bien, que os pide que no os empeñéis en eso, algo merece, mirad en lo que serviros puedo, y no me impidáis el paso. Más sospechoso os ha hecho ya ese estilo. ¿Cuándo fue sospechoso el rendimiento? Cuando pretende afectado disimularse, y habemos de saber quién sois. Ya he dicho… ¿Qué? …que soy un forastero; esto sólo sé de mí. Pues lo demás que queremos saber, diréis en la cárcel. Ved… Venid… (Malo va esto.) …los tres. Aquesta señora no sólo irá con vos, pero ni saber quién es, ni verla el rostro habéis. Defenderlo, ¿cómo podréis? Desta suerte. (Echó mi fortuna el resto.) ¡Favor al rey! (¡Ay de mí!) Hoy se verá por lo menos la novedad de un lacayo que no huye y tira recio. Huid, señora, pues ya veis que en nada serviros puedo más que en hacer que no os sigan. (¿Dónde he de ampararme, cielos, si dondequiera que voy, conmigo mi estrella llevo, que es mi mayor enemigo?) ¡Ay infeliz, que me han muerto! Ya va uno, y voy por otro. Por dondequiera que intento ir, encuentro con mil sustos, y con un gusto no encuentro. En alcance de Beatriz una y mil calles revuelvo, y cuando, sin que haya hallado luz de ella, a mi casa vengo, por si acaso algún aviso de dónde fue la merezco —pues claro está que de mí se ha de valer—, nuevo estruendo hay en mi calle. Mezclar no quiero con los ajenos propios disgustos, y así en casa me entraré. Pero hacia ella se acerca el ruido. A vista estaré. Supuesto que ya la dama, Chacón, habrá la calle traspuesto, retirémonos nosotros. ¡Buena hacienda habemos hecho! Muerto uno y descalabrados dos o tres quedan. Yo vengo herido también, mas no de cuidado, que un pequeño piquete es no más. ¡Seguidlos! ¡Por aquí van! Peor es esto: la calle nos han tomado. Allí, a escasa luz, abierto se mira un portal; en él ocultarnos procuremos. (En mi casa se han entrado los de la pendencia. ¡Cielos! Si es resulta de la mía, y a mí me buscan, no tengo de huir el rostro.) ¿Quién así en mi casa…? Caballero, un infeliz, que este umbral le dio aquesa luz por puerto. Honrada ocasión ha sido la que en un trance me ha puesto tal, que sea la justicia la que me venga siguiendo. Por forastero, por noble os pido… ¡Por aquí fueron! No prosigáis, que no da la prisa a noticias tiempo; y ya que esta casa ha sido casual amparo vuestro, lo que pueda haré por vos, no lo que quisiera, puesto que, de haberos visto entrar alguno, impedir no puedo, siendo resistencia, el que la allanen, que es contra fuero, por noble que sea, en tal caso defenderla; y así ofrezco sólo dar paso a otras casas, que aunque seáis forastero, no ignoraréis que se van unos a otros sucediendo los terrados de Valencia. Subid, pues, mientras yo cierro la puerta, y corred fortuna donde quiera el hado vuestro. ¡Por aquí, por aquí van! La gente acude, entrad presto. De cualquier suerte, señor, la piedad os agradezco. ¿Qué piedad, cuando en-terrados es donde nos lleva a vernos? No me consueles, pues ves que en el continuo desvelo de un mal, el mayor consuelo es no haber consuelo, Inés. Razón tiene tu pasión, no lo dudo; mas, señora, contra una razón mejora discursos otra razón. Si otra que tú me dijera cortesanía que está tan puesta en uso, quizá algún crédito la diera. Pero, oyéndola de ti, ¿cómo puede, Inés, dejar de ser segundo pesar, siendo (¡ay infeliz!) así, que nadie sabe mejor que tú la razón que tengo de sentir y llorar? Vengo en que es grande tu dolor, pues, de don Enrique amada, y él de ti favorecido, forzosa la ausencia ha sido; pero, señora, porfiada la imaginación no sea tanto, que ni aun un momento dé treguas al sentimiento. ¿Es bien que tu padre vea cuán disgustada has venido, y que entiendan tus guardadas penas las nuevas criadas que en Valencia has recibido? Sólo a este fin, procurando que alivio a tus ansias des, mira el discurso. ¡Ay, Inés!, que nada aprovecha, cuando tan apoderado vi de mí al llanto, que sospecho que sólo del labio al pecho pronunciar sepa… ¡Ay de mí! ¿Quién del acento me hurtó, al ver que con él respiro, el alivio del suspiro? Hacia la parte se oyó de la escalera; que estando, hasta venir, entreabierta, mi amo, del zaguán la puerta, alguien se habrá entrado. Cuando lloro mi suerte tirana, ¿otro se queja por mí? En todo mi vida vi pena igual. ¿Qué es eso, Juana? Ruido sentí en la escalera, el oído a ella apliqué, y el tierno llanto escuché de una mujer. Ver quién era quise, tomé luz y abrí, y en el descanso primero, rendida a un desmayo fiero, una hermosa dama vi, cuyo traje da a entender, bien que de paso notado, que en lo rico y aliñado es más que común mujer. ¿Y qué hiciste? Sin que a ti lo diga, ¿qué he de hacer yo? Mujer y afligida, no es justo dejarla así. Id, y si está desmayada, en el cuarto entre las dos la entrad. ¡Oh, válgame Dios! ¿Que cuando de desdichada me quejo al cielo, ha querido traerme quizá quien lo sea más que yo, para que vea la razón que no ha tenido el que presume que él es el más infelice? Aquí la tenemos. ¡Ay de mí! Trae un vidro de agua, Inés. Triste, infelice hermosura, cobra el sentido, y alienta, que ya hay quien tus penas sienta, que es la última ventura del más triste desconsuelo. Ya al agua siguió el suspiro. ¡Ay de mí! Pero ¿qué miro? ¿Dónde estoy? ¡Válgame el cielo! Cobraos, señora, y pensad que a casa os ha derrotado de vuestra fortuna el hado donde hay nobleza y piedad. Perdonad no responder, que como es ventura mía, y la primera, no había llegádola a conocer. Y aun después de conocida, a excusas del sentimiento, anda el agradecimiento preguntándole a una vida, que está pendiente de un hilo, qué gracias mis ansias den, porque en materias del bien nunca ha estudiado el estilo; y así callando consagro alma y vida a vuestros pies, como a quien conozco que es la deidad deste milagro. Alzad del suelo, y cobrad el aliento, asegurada de que, como dije, en nada os faltará mi piedad. Y para que desde luego en más confianza entréis, de la casa donde habéis tomado puerto, don Diego de Rocamora es su dueño, yo su hija; agora pensad si estáis con seguridad de cualquier lance o empeño que hasta aquí os pueda seguir; y tan sin costa ha de ser, que no tengo de saber lo que no queráis decir. En fortuna tan deshecha, como veis, señora, ya reconozco cuánto está hoy contra mí la sospecha, para que tengáis razón de no quererla saber; pero eso mismo ha de ser lo que aliente mi pasión para sanear la disculpa de la presunción, en fe de que hay acasos en que lo que es desdicha no es culpa. Y así decirlos intenta mi voz, pues tales (¡ay Dios!) son que podéis oírlos vos. ¿Qué esperáis, pues? Oíd atenta: los más heroicos blasones del reino a mi sangre dieron lustre, pues ser merecieron… ¡Ladrones, cielos, ladrones! ¿Qué voces aquéstas son? No prosigáis. Isabel, ¿qué es eso? Una ansia cruel. Hoy puse —la turbación no me deja hablar—, señora, ropa al sol en el terrado, y habiéndoseme olvidado quitarla, por ella agora iba, y apenas abrí la buhardilla, cuando, al vella con luz, dos hombres por ella se entraron, y aun hasta aquí vienen. Tu sospecha es vana, mujer. (Sólo a mis pasiones falta, en pena tan tirana, que hoy nos prendan por ladrones, y nos ahorquen mañana.) No alborotes, que no es la que presumes la causa. Oye, escucha… ¿Cómo así (esfuerzos el valor haga, a pesar del susto) osáis, hombres, en aquesta casa entrar, sin ver que es…? Señora, no os ofenda la ignorancia de no saber cúya sea, que en las fortunas contrarias no elige veredas quien sólo toma las que halla, porque van las atenciones al orden de las desgracias. La presunción que ha tenido con razón esa criada, dirá esta herida en el rostro si es verdadera o es falsa, pues viniendo herido… (¡Cielos! ¿Qué veo?) (¿Qué mira el alma?) ¡Enrique! ¡Leonor! (Prosigue, que hay muchos testigos, hasta que hablar puedas.) (¡Vive Cristo, que es ella!) Oye, señor. Calla. ¿No proseguís? Sí, señora, pero el aliento me falta. Pues, viniendo herido, digo que es la consecuencia clara de que fue otra la ocasión que me obligó a que me valga del sagrado que primero abierto encontré. Las plantas puse apenas en Valencia, cuando me empeñó una dama… (¡Mas que tengo yo la culpa!) ¡Maldita fuese su alma! …en su defensa, de que resultó obligarme a que haga resistencia a la justicia. (¡Que tras mí mis penas andan!) ¡Era una grande embustera! Huyendo, pues… ¿En mi casa gente y ruido, y todo el cuarto abierto? Nadie palabra diga, y todos convenid conmigo, que pienso que haya razón para que los dos aquí estéis; y, oída la causa, tú quedes conmigo, y él sin escándalo se vaya. Mucho intentas. Mucho emprendes. ¿Leonor? Pues ¿qué es lo que pasa? ¿Qué gente es ésta? Señor, en ese umbral desmayada cayó la dama que miras, que venía acompañada de ese caballero herido. A los ecos de sus ansias, mandé bajar luces; él dijo a una de esas criadas —viendo que ya para huir la cortó el temor las alas— que no menos que el honor, la vida, el ser y la fama iba en que quien la siguiese no la hallase, y que ampararla les tocaba por mujeres. Yo, del suceso informada —como esto de las desdichas trae, para los nobles, cartas tan de favor que no es posible no ejecutallas—, que la recojan mandé. Como sin sentido estaba, fue fuerza entrarla él; y, en fin, vuelta del desmayo, para todo, pues pudo traerla, en que se vuelva a llevarla,… (¿Qué oigo?) (¿Qué escucho?) (¿Qué va, que aún con estotra nos cargan?) …si ya tú, compadecido de su hermosura, su gracia, su llanto, su desconsuelo, su aflicción, su pena, su ansia, no haces por mí una fineza que humilde pido a tus plantas, y es, señor —porque no vuelva al riesgo que la amenaza, y ese hombre de sus heridas trate más que de guardarla—, por esta noche permitas se quede con tus criadas, que no habemos de arrojar, una vez dentro de casa, en la calle a una mujer que, triste y desconsolada expósita de los hados, de tus umbrales se ampara. (Mejoró la petición, enmendó mis esperanzas.) (Conforme lo que ahora el viejo responda a la tal demanda.) (¡Válgame Dios, qué de cosas se eslabonan y se enlazan unas de otras!) (Dime, Celio, si es verdad, o si te engañas, que en casa de don Juan fue la pendencia.) (No es más clara la luz del sol.) (¿Y es verdad que de ella salió una dama huyendo?) (También.) (¿Por cuánto pudiera ser, ser su hermana, y ser ésta, y éste el que volvió tras ella la espalda? Que aunque es así, que desdichas venir suelen duplicadas, y pueden ser dos, a mí pensar que es una me basta para que, acudiendo a una, haya cumplido con ambas. Y poco importa, pudiendo saber la verdad mañana, si no es ella, despedirla, y si es ella, remediarla.) ¿Es posible que mi ruego tan poco contigo valga que aun respuesta no merezca? Sí, Leonor, porque me agravias en pensar que yo faltar pueda a deuda tan hidalga, como no desamparar a una mujer. Lo que extraña mi valor es que yo había de ser quien te lo rogara, y tú quien no había, Leonor, de consentirlo. ¿A qué causa? A que quedando contigo y al abrigo de tu casa, quien la deja en ella no piense que puede buscarla, ni verla en ella, ni oírla, hasta que… Yo os doy palabra de que no vuelva por ella, ni a oírla, ni a verla, ni hablarla. Forastero soy: el traje salga por mí a la fianza de que yo no la conozco. Acaso la encontré (valga lo que con la otra pasó con ésta), y en la demanda de estorbar que la justicia la conociese, la espada saqué, y con ella esta herida. (Di que es así.) (Poco mandas.) Ésa es tan verdad, señor, que aunque estoy de él obligada, puedo jurar a los cielos y a todas sus luces santas que no le conozco. (Bien finge.) (De manera habla que parece ella.) En efeto, otra y mil veces palabra vuelvo a dar de que por ella no vuelva, y que… Basta, basta, que no me estimo en tan poco que otra cosa imaginara. En casa os quedad, señora, en hora buena. Llevadla a vuestro cuarto vosotras. Humilde beso tus plantas. (Ya por lo menos segura estoy, donde espero que haya ocasión para saber en qué los empeños paran de don Juan y de don Félix, y donde, si los restaura el cielo, pueda saber cuán noble amparo me guarda.) Idos vos; pero primero es bien que a la calle salga a ver yo si hay gente en ella, y alguien acaso os aguarda. ¡Leonor mía! ¡Enrique mío! ¡Chacón mío! ¡Inés ingrata! ¿Qué venida es ésta? ¿Eso preguntas? Pues ¿puede el alma vivir sin verte? A eso sólo vengo, donde ajena patria huésped me admita, a merced de servidumbres, de ansias, necesidades y penas, que todas bien empleadas serán por verte, Leonor; que no traigo otra esperanza. Bien, Enrique, a mis finezas lo que les debes les pagas; pero a mucha costa, pues porque de balde no salga el gozo de verte, ha sido a pensión de la desgracia de esa herida. No la sientas, que no es cosa de importancia, que haber tenido del lienzo siempre cubierta la cara, ha sido porque tu padre, si otra vez aquí me halla, no me conozca. Con todo, no se aseguran mis ansias. Sepa yo de tu salud, que Inés estará avisada, si viere a Chacón. Sí haré. ¿Y estarás tú a la ventana, Leonor? Sí, Enrique. Señor vuelve ya. Al paso le salga, porque no te halle conmigo, y está, Leonor, avisada de que mañana te vea. Tú, de que mi amor te aguarda. Pues hasta mañana, adiós. Pues adiós, hasta mañana. ¿Qué te ha dicho esa mujer? En peligrosas materias, que a ella está mal el decirlas, y a mí no bien el saberlas, no he querido apurar más de lo que ha querido ella decir. ¿Qué ha sido? Que el lance que tantos riesgos la cuesta es más desdicha que culpa, dándome a entender discreta que aunque es delito de amor, es delito con enmienda, como quien dice que no toca en marido la ofensa, sino en padre o en hermano, en quien, aunque ahora la queja tenga razón, cesará el día que ella parezca casada con igual suyo. Pues siendo de esa manera, ¿qué resta para la paz? Algo presumo que resta. Y aunque sólo es conjetura, no deja de hacerme fuerza. El amante que en su cuarto anoche estaba con ella —quizá porque una criada se le abrió sin su licencia— debe de ser muy amigo del ofendido, y recela que en la parte de traición a la confianza, quiera más una venganza loca que una satisfación cuerda. Y así, hasta que haya quien tome en esto la mano, y… Cesa, Leonor, que ya te he entendido; y aunque desvelarme quieras, para un informe hecho acaso, muy por extenso lo cuentas. Hablemos, pues, claro, y dime —porque importa a la fineza que haga por ella, si es la que por ciertas sospechas presumo— si quién es dice. Mujeres que a solas quedan, curiosa una, otra afligida, siendo la aflicción parlera, sagaz la curiosidad… Saca tú la consecuencia. Beatriz César es, señor, hermana de don Juan César. No mintió mi presunción, cuando a Celio oí. (Ni mi estrella, en que sea desdichado quien, siguiendo su influencia, puso los ojos en mí.) ¿Y el galán? Si se me acuerda, don Félix de Lara dijo, que el que aquí vino con ella fue un hombre que encontró acaso. ¿Qué hace ahora? Esperando queda —viendo que a hablarte a tu cuarto paso aun antes que amanezca— la resolución, señor, que lleve de tu respuesta en que se quede o se vaya. Leonor, aunque estas materias estuvieran bien de ti ignoradas, lo que es fuerza no es elección. Esa dama rica, principal y bella… veslo ahí todo aventurado por una vanidad necia. Pero esto no habla contigo, claro está. En efeto, esa dama tiene contra mí la obligación de una deuda, que en la amistad de su padre la ha tocado por herencia. Darme al partido de que contigo esté, es dar licencia a que sepa yo que sabes lo que no quiero que sepas. Dejarla desamparada al daño que la acontezca, es también darme al partido de que se imagine o crea que, huyendo el riesgo en mi casa, mi casa al riesgo la vuelva. Sacar la cara al ajuste, sin saber antes cuál sea la razón de uno y de otro, es resolución muy necia, que no ha de empeñarse un hombre sin saber en qué se empeña. Y así, entre tantos extremos, hasta que mañoso inquiera qué hay aquí, y qué puedo hacer, partamos la diferencia. Yo he de decir que se vaya, sin que imagine ni entienda que sé quién es; tú podrás, en quedándote con ella, decir que se quede en casa, sin saber yo que se queda; con que ni a quien es me obligo con la cara descubierta, ni desamparo a quien es, ni aventuro la decencia de que la tuve conmigo; pues siempre es mejor que tenga este género de culpa tu piedad, que mi imprudencia. Conque quedamos los tres… Mas disimula, que ella tras ti a mi cuarto ha pasado. Perdonadme esta licencia, que hasta ser agradecida a ninguna se le niega; y dadme, señor, las plantas, donde postrada merezca saber si merezco ser, no criada, esclava vuestra, en tanto que… No, no más, señora (¡oh, cuánto me quiebra el corazón!), que ya he dicho a Leonor lo que convenga, que es que, pues pasó la noche, podréis iros encubierta donde fortunas de amor inconvenientes no tengan, que tiene mi casa. El cielo os guarde. (Leonor, deténla, y de ningún modo que falte de casa consientas.) ¿Hasle dicho quién soy? No, porque le vi de manera resuelto a esto, que no quise que al nombre el decoro pierda. ¡Que aun una esperanza sola, que en fortuna tan deshecha me dio el acaso, me falte! ¿Qué esperanza? Leonor bella, la de haberme persuadido el día que ya a tus puertas el hado me encomendó, que se dijese en Valencia que un disgusto con mi hermano me trujo a casa como ésta, de donde salí casada con gusto, y con conveniencia de él mismo, y de los parientes; pero arrojándome de ella, donde, ofendidos, no habrá ninguno que me defienda, será fuerza que se diga, pues me he de valer por fuerza de don Félix, que liviana me salí con él; y tenga esa razón más mi hermano para que irritado quiera acabarlo con la espada antes que con la prudencia; si ya no es que lo esté (¡ay triste!), pues en reñida pendencia dejé a los dos, y no sé qué resultó, de manera que puede ser que a buscar vaya, locamente ciega, a quien, o ha muerto a mi hermano, o mi hermano a él, expuesta de un peligro a otro peligro. Manda a alguna criada de ésas que me dé, Leonor, un manto, como limosna siquiera, y adiós. No te desconsueles, ni tan presto te resuelvas; que compadecida yo, he de hacer una fineza por ti. Mi padre en mi cuarto pocas veces sale ni entra, y sin que él lo sepa, puedes en una pequeña pieza, que sirve de tocador, estar, mientras yo pretenda saber lo que ha sucedido; con que, en teniendo más ciertas noticias, resolveremos qué debemos hacer. Deja que humilde bese tus plantas. Juana. ¿Qué me mandas? Lleva al tocador a Beatriz, donde de cuanto se ofrezca has de cuidar, previniendo a las demás que no entienda mi padre que quedó en casa. Así lo haré. (Pues ya presa voy por el delito, cielo, ten piedad en la sentencia.) Aunque mi primer agrado me han debido las finezas de don Juan, estimo que haya ocasión de mirar cuerda por su honor, que no hay quien, ya que no ame, no agradezca. Mandaste que con cuidado fuese, y viniese a la reja, por si pasaba Chacón; pasó, y echóme por ella este papel. Muestra, Inés, que aunque cosas tan diversas como esta noche han pasado en casa ocupar debieran la imaginación, ninguna se atrevió al lugar de aquella guardada estancia del alma, que al cuidado se reserva de las heridas de Enrique. Pues para que no le tengas, él también queda en la calle, a la esquina de la vuelta. «Aunque sea vanidad darme por entendido de que pueda mi salud merecer alguna lástima, que no me atrevo a decir cuidado, no sólo me he de dejar incurrir en ella, pero adelantarla hasta pedir, en albricias de mi poco riesgo, la mucha piedad de que te vea. Dios te guarde.» ¿Cómo haríamos, Inés, que hablar con Enrique pueda, sin dar nota, en la ventana? Entrándole por la puerta. ¿Y si viniese mi padre? Echarle por la azotea, pues ya se sabe el camino. ¿Que en casa hay, no consideras, un testigo más que esotras, de quien fiarnos es fuerza, pues Beatriz se queda en casa? Si nos hemos de fiar de ellas, dar a una oficio de guarda de vista, que la detenga. ¿Y si oye hablar en el cuarto a un hombre, estando tan cerca de la sala el tocador? Para eso habrá otra deshecha. Yo cantaré a la guitarra, como que acaso divierta tus penas, con cuyas altas voces, las bajas se pierdan en que los dos habléis. Tú lo dispones de manera, que aun cuando no lo deseara, la facilidad hiciera que lo ejecutase. Hazle por esa reja una seña. Hay gente en la calle agora. Pues guárdame, Inés, suspensa la industria para después. No hayas miedo que se pierda. Harto hará, si es dicha mía. ¡Oh tirana ley severa de que el más honrado, culpas que no comete, padezca! ¡Quién te borrara del mundo, o, ya que aquesto no pueda, al honor y a la malicia les trocara las materias del vidro y el bronce, haciendo que el honor de bronce fuera, y la malicia de vidro! Mas ¡ay, qué loca propuesta, que aun de bronce se quebrara al golpe de tanta ofensa! Entré en mi casa, y no hallé ya criada ninguna en ella, que, cómplices de mi injuria, se valieron de su ausencia; con que saber no es posible el agresor que me afrenta, ni dónde puede tener a una ingrata en salvo puesta. Preguntarlo será infamia; comunicarlo, bajeza. ¿A quién se le habrá negado hasta el uso de la lengua? Si estoy en casa, presumo que pierdo tiempo; si fuera salgo, no sé dónde voy; y esto, con tanta vergüenza que juzgo que ya entre sí me notan cuantos me encuentran, sabiendo ellos lo que ignoro. ¡Oh, pundonor, cuánto cuestas, para que un hombre te halle, y cualquier mujer te pierda! (¿Adónde, fortuna mía, siempre a mis dichas opuesta, iría Beatriz, que de mí ni se vale ni se acuerda? Después que escapé a aquel hombre, la noche pasé a la puerta sin resolverme ni a entrar ni a salir, para que en vela me hallase cualquiera aviso. Mas fue inútil advertencia, pues ni ella me da noticias, ni yo sé dónde tenerlas. ¡Qué fuera, ay de mí, que hubiese dado su hermano con ella, pues mejor que yo sabría dónde ir pudo! Vaga idea de un triste, ¿cuándo sabrás hacia lo mejor la senda?) (No sé qué hacer en mis dudas.) (No sé qué haga en mis sospechas.) (¡Qué asombro!) (¡Qué confusión!) (¡Qué dolor!) (¡Qué ansia!) (¡Qué pena!) ¡Don Juan! ¡Don Félix! ¿Adónde vais? (Mal el alma se esfuerza, que al delincuente, aun la sombra de la vara le amedrenta.) A un negocio que me importa (¡Qué mal el valor se alienta!) iba. ¿Y vos? Con el cuidado voy de no sé qué encomienda que me ha encargado un amigo (esto es temer que me lea el delito en el semblante), y así me importa la ausencia. Yo os buscaré en vuestra casa después. Hallaréis en ella un gran disgusto. (Esto es prevenir, cuando no vea a Beatriz, como otras veces, que no la eche menos.) Sepa yo el disgusto. (¿Si conmigo declararse, ¡ay de mí!, intenta?) Anoche en mi calle (¡cielos, favor!) tuve una pendencia de un hombre que me embistió. Hablad bajo, porque llega gente pasando la calle. En fin, ¿damos otra vuelta? Y otras mil, hasta la dicha de estar Leonor a la reja. ¿No bastan siete, que es el número de las bestias el día de San Antón? Mas su padre… No nos vea; volvamos por esta parte. (¿Quién en el mundo creyera que hallara en conversación el ofendido y la ofensa? ¡Don Juan y don Félix, cielos, en plática tan secreta, y tan sin recato el uno del otro! ¿Si es conveniencia la que tratan, declarados ya los dos? Mas eso fuera la boda hacer sin la novia, pues ninguno sabe de ella. ¿Cómo, a dar el primer paso en restauración de aquella pobre, afligida señora, con los dos me introdujera, por si algo rastrease?) En fin, de la casa donde juegan llegó con gente don Diego Rocamora… Y ahora llega también, en fe de que viene de buscaros de la vuestra, señor don Juan. ¿Qué tenéis que mandarme? La respuesta os dé lo mismo en que habláis, pues dejándoos con la pena que os dejé anoche, es preciso el que cuidadoso vuelva a saber qué ha resultado. ¿Habéis sabido quién sea quien tan cauteloso os busca? Agradezco la fineza, y con deciros a vos lo que a don Félix dijera, habré cumplido con ambos. Huyó, sin saber quién era, el hombre; quise seguirle, y viendo ser diligencia perdida, me entré en mi casa, donde hallé, ¡desdicha fiera!, segundo mayor pesar:… ¿Qué fue? …a Beatriz medio muerta, que, conociendo mi voz y que la pendencia era conmigo, desalentada bajar quiso; y de manera la trabó la turbación, que se cayó en la escalera desmayada —tanto debo a su amor—, cuya violencia fue tal, que a esta hora no hay esperanzas de que vuelva. (¿Qué escucho?) Ella volverá. No desahuciéis tan apriesa esperanzas, que los cielos de un instante a otro remedian. Podrá ser; pero el pesar tan arrastrado me lleva, que siendo fuerza salir de casa a una diligencia, no veo la hora de volver. Perdonad, y dad licencia de no quedaros sirviendo. (Ya, por lo menos, con esta prevención no la echarán menos los que no la vean, usando, mientras no puedo del valor, de la prudencia.) (Cuerdo procede don Juan, don Félix suspenso queda, y yo, leyendo uno y otro corazón, no sé qué deba hacer.) (¡Ay de mí! ¿Qué he oído? Beatriz, al tomar la puerta, sin duda que desmayada cayó, y yo pensé que era haber salido. ¡Qué mucho, que si a mí, las luces muertas, no me conoció don Juan, que tampoco conociera yo que Beatriz se quedaba! Esto pide grande enmienda; pues vuelva o no vuelva en sí, está en gran peligro puesta.) Perdonadme a mí también (No sé a lo que me resuelva.) el que no pueda serviros. ¿Quién creerá, ¡cielos!, que sea el mentir un hombre honrado la cosa más torpe y fea, y que haya trance en que agrade ver que un hombre honrado mienta? Don Juan lo diga, supuesto que es prevenir con cautela el que no se vea su hermana: acción a dos luces cuerda, pues calla a un tiempo el que agravie, y salva el que no parezca. ¿Cómo yo por entendido me daré? Que es cosa recia decirle a un hombre en su cara: «Yo sé las desdichas vuestras», mayormente cuando él me está cerrando la puerta. Dejárselo de decir, es dar con el tiempo fuerza al escándalo. Un camino solo se ofrece. ¡Oh, si hubiera sido antes que don Félix se fuese con tanta priesa! Mas, con alcanzarle, poco hay perdido. El viejo no entra en su casa. Antes parece que la calle abajo echa con acelerado paso, más que suele. ¡En hora buena vaya, y más si de ahí resulta que Leonor salga a la reja, y que el dar vueltas dejemos nosotros a la cuaresma! Pasemos esta vez sola. ¿Es Enrique? ¿Quién llama? Entra en ese primero cuarto, que ya está la puerta abierta. ¿Tengo yo de entrar contigo? Para nada que acontezca es malo el hallarnos juntos. Cuidado con la deshecha de que has de cantar, Inés, porque aun los ecos no pueda oír de nuestra voz Beatriz. Para todo estoy alerta. Sólo a tanto atrevimiento pudiera dar osadía, tras la corta dicha mía, el no corto sentimiento de tu salud; y así, a intento de que crédito no dé amor a lo que no ve, el riesgo al cuidado iguala. Guarda corderos, zagala; zagala, no guardes fe;… ¿Qué es aquesto? Es que hay ahí de quien fiarme no puedo; y porque, aunque hablemos quedo, no nos oiga, discurrí en disimular así nuestras voces. ¿Qué temer queda en la vida a quien ser dueño del alma no ignora? …que quien te hizo pastora no te libró de mujer. Aunque del alma lo fuera, diera cuidado la vida. ¿Qué fue aquello de la herida, y entrar de aquella manera en mi casa? Una embustera, que tras dos horas o tres de andar a ciegas, después nos dejó en gentil aliño. La pureza del armiño, que tan celebrada es,… Calla, loco. Una afligida mujer, que de mí llegó a valerse, por quien yo, de la ronda defendida, saqué la pequeña herida, y, escapando del tropel de un terrado en otro, a aquel que vi luz la fuga aplico. …vístela con el pellico, y desnúdala con él. Luego ¿la que a aquella hora huyendo también venía, fue esa dama? Sí sería; pero eso, ¿qué importa agora para malograr, señora, de otra estrella en la esquivez, el breve rato que, juez de mi amor, puedes decirme… Deja a las piedras lo firme, advirtiendo que, tal vez,… …qué piensas hacer de un hado tan neutralmente dudoso, que sólo se ve dichoso para verse desdichado? Dígalo, Leonor, tu agrado, y dígalo tu cruel temor, pues, atenta al fiel decoro de tu belleza,… …a pesar de su dureza, obedecen al cincel. …pendiente me traes de suerte que, piadosa y homicida, ni acabas de darme vida, ni acabas de darme muerte. Ya que en extremos advierte tales tu pena, bien hoy disculpada, Enrique, estoy, pues me acobardo y me animo: osada, porque te estimo; remisa, por ser quien soy. ¿Cómo puedo…? Pero espera, aseguraré un cuidado. Inés, ¿por qué lo has dejado? La guitarra de manera destemplada está, que fuera dar más sospecha, si ve… De cualquier suerte que esté, no lo dejes un instante. Si tanto importa que cante, muestra, yo la templaré. ¡Ay, desdichada de mí! Cuando entraste, Enrique, en casa, ¿cerraste la puerta? No. Pues contigo descuidada, pensando que nadie fuera tan necio que la dejara abierta, no cuidé de ella; con que dentro de la sala ya señor está, y te ha visto. El demonio imaginara hallar tocando al galán. ¡Qué descuido! ¡Qué ignorancia! (En vez de guitarras, pienso que habemos de templar gaitas.) ¿Quién es este caballero, que, tan hallado en mi casa, viene a divertirse a ella? ¿De qué de verle te espantas? Como en la corte, señor, se usan tan poco las danzas, no aprendí esa agilidad, y, hallándome desairada en Valencia —donde están tan en uso, que no hay dama que no luzga en sus primores, pues cuando juntas se hallan, todos sus divertimientos son saragüetes que llaman, sin los públicos saraos, en que suele caerse en falta de grave u de descortés, mayormente si la saca persona de autoridad—, dije ayer a doña Juana, mi prima, enviase al maestro. Preguntó si había guitarra en casa, o si la traería, que el hombre que le acompaña iría volando por ella; sacóle ésa esta criada, y apenas la tomó cuando entraste. Si esto te cansa, ¿habrá más de que no vuelva? (¡Mentira más adecuada al caso no vi en mi vida, pues dio papel en su farsa a la guitarra, a él, y a mí!) Una cosa es que me haga novedad, y otra, Leonor, que yo me canse de nada que tú gustes, cuando todas has de hacer, y me pesara que no entrases en los usos de la tierra, y que te hallaras corta en ninguna ocasión. Y para ver si me agrada o no el que tú te diviertas, por vida del maestro, vaya de lición, que aunque cuidados por agora no me faltan, para ellos se hizo el alivio, mayormente cuando paran en ajenos. Vaya, pues, de lición. (Lo que me saca de un riesgo me pone en otro, que ha de conocer la falta, que poco o nada sé desto.) (Tirar coces, dar patadas, y ¡cátate ahí, danzarín!) La primera vez turbada he de estar, y así, señor, hasta que tomado haya algunas liciones, no lo has de ver. No temas nada. Si no tengo otro galán, y ése presente se halla, ¿no he de temer el desaire? Tampoco tengo otra dama yo, y, en fe de enamorado, aun el desaire hará gracia. Vaya, por vida del maestro. Volveré a templar. ¡Mal haya la prima! ¿Qué fue? Saltó. Ello está de Dios que no haya de tomar hoy lición. Todas las cuerdas están rozadas, y aun la guitarra está rota. Fue trasto olvidado en casa. Llévela el maestro, haga que la aderecen, y mañana o a la tarde volver puede. Sí haré, de muy buena gana. Mire, maestro, que no deje de volver, y fíe la paga de mí. Aunque muchas liciones tengo, en ésta no haré falta. Vaya con Dios. (La primera vez es ésta que una dama dio guitarras de favores.) (¿Quién creerá que a aprender vaya, queriendo firme a Leonor, el cómo he de hacer mudanzas?) Pues siempre el pesar al gusto pisando la sombra anda, y éste aún no intentara ayer a saber lo que hoy en casa había de pasar, te ruego me digas, ¿qué es lo que alcanzas desto a saber? Que su hermano tiene valor y constancia para recatar sus penas. A mí me dijo que mala en su casa está Beatriz, con que cortó la esperanza de que yo pudiese darme por entendido de nada, sin aventurarme a mucho. ¿Tú, señor? ¿Es circunstancia no creer a uno para menos? En fin, está en ignorancia de quién es el agresor; tanto, que con él hablaba en este mismo sentido. Yo, atento a una y otra ansia, como quien estaba dueño de los corazones de ambas, resolví que era más fácil —ya que hubiese de tratarlas— que con don Juan, con don Félix, por lo mejor que se hablan materias de amor que honor. Mas tan aprisa la espalda volvió, que no le alcancé, y viendo que ni la dama corre riesgo, ni tampoco los dos, me he venido a casa para buscarle, después que deje escrita una carta a mi hermano, en que le diga no dilate la jornada a Valencia; que no puedo, después de ausencia tan larga, como gobernó la hacienda, ni entenderla ni ajustarla sin él. Será para mí el verle gran dicha, a causa que por padre tantos días le tuve. (Mejor desgracia dijera, si, viendo a Enrique, resucita las pasadas sospechas que ya de él tuvo en Madrid.) Beatriz. ¿Qué mandas? Que sepas que entre don Félix y don Juan no hubo desgracia, y tan desimaginado está en pensar que le agravia, que se acompaña con él. Ha fingido que en la cama estás, porque nadie te eche menos; con que el día que haya quien tome la mano, pienso que airosa de todo salgas. ¡Plega al cielo, Leonor bella, que en premio de piedad tanta, o no tengas amor,… (Tarde esa bendición me alcanza.) …o le tengas con ventura! Y permíteme, a tus plantas una y mil veces rendida, usar de la confianza con que el beneficio de hoy consecuencia al de mañana hace, siendo el que se goza víspera del que se aguarda. Toda mi dicha, Leonor, está en que don Juan no haga duelo de ver ofendida su amistad; y ya que falta quien saque la cara a esto, pues tu padre, cuyas canas y autoridad ser pudieran medio, no sólo me ampara, pero me deja que tú, sin que él lo sepa, me valgas, fuerza es que yo busque otro, y no pienso que le haya, si no es que le dé don Félix, a que es forzoso que añadas que no sabiendo de mí, ¿qué sé yo si se persuada a una indignidad? Con que honor, ser, vida, honra y fama está en tu mano, Leonor, con sólo que por mí hagas la última fineza. ¿Qué es? Que sepa que tú me amparas, y para discurrir medios, yo le hable una palabra delante de ti. ¿No ves cuánto en eso aventurara, si mi padre…? Ya lo veo; pero quien necesitada pide, no pide discreta. Tienes razón, no lo hagas; que yo me dejaré estar a don Juan con su ignorancia, y a mí con el desconsuelo de no haber otra esperanza. (¡Que no la pueda decir que mi padre en esto anda, por no obligarme a decirla que sabe que se está en casa! Pero si los dos se ven, ¿no podrá ser que den traza que a mi padre desempeñe y que ellos allá se valgan de medios que a él no aventuren?) ¿Qué es lo que a tus solas hablas? No sé, Beatriz, qué te diga. Siento no hacer lo que mandas, y temo hacerlo. (Ahora bien: yo tengo de ver si saca a mi padre del empeño esta resolución.) Juana, pues que tú eres de Valencia, di si a don Félix de Lara conoces. Muy bien, señora. ¿Sabes su calle? Y su casa, por señas de que es tan cerca, que cae de aquésta a la espalda, por cuyos terrados suelo hablarme con sus criadas. Pues búscale, y sin decirle quién es, dile que una dama le quiere hablar; que a esa reja espere una seña blanca, que será cuando mi padre, en habiendo escrito, salga. ¿Qué puedo decir, Leonor, sino con mil vidas y almas ser tu esclava eternamente? Beatriz, los extremos bastan; que fortunas de amor tienen tanto imperio en las humanas penas, que lo que nos ruegan parece que nos lo mandan. (Y añade, sepolturera de amor: «Hagan bien a esta alma, porque nos depare Dios quien por nosotros lo haga.») Aunque en casa de Beatriz gente a inquirir he enviado, ninguna razón me ha dado, no sólo de su infeliz accidente, mas la puerta no abren, ni nadie responde. Y pues su hermano la esconde con tanto recato, cierta cosa es que, para vengarse a salvo, fingiendo va que tan de peligro está; y aunque mi pena restarse quiera a todo trance, el ser… ¡Señor don Félix! ¿A mí? A vos. Ved si soy yo. Sí. ¿Qué mandáis? Obedecer a las damas es forzoso; una envía a suplicaros vengáis donde pueda hablaros. ¿Dama a mí? Dificultoso se me hace que haya dama que de mí se acuerde. Quién es me decid. No está bien ni a su estado ni a su fama el nombralla antes de vella; porque la que os llama no la que os llama es. Con que yo no puedo de ésta ni aquélla decir más de que sigáis mis huellas, donde hallaréis una seña que veréis a una reja, en que sepáis cuál os llama de las dos. Seguidme, pues, esperad, y, donde yo entrare, entrad, que a vos os importa. Adiós. ¡Oíd, esperad! (¿Qué será novedad tan grande? Pero aunque ningún bien espero, fuerza es el seguirla ya, que no me ha de acobardar que don Juan sepa quién era, y que así vengarse quiera. La casa en que la veo entrar es la de don Diego, ¡cielos!, y el ser tan noble y segura del peligro me asegura, pero no de los recelos del llamarme deste modo. Mas ¿para qué es discurrir? Pues con esperar, y ir, habré cumplido con todo.) Y en fin, ¿qué piensas hacer? Repasar desde este día lo poco que yo sabía desta habilidad, y ser su maestro de danzar, puesto que en la casa de Leonor entrada tendrá mi amor a todas horas con esto. ¡Oh, si tanto repasaras eso poco que sabías, que maestro en breves días hecho y derecho te hallaras! Que no fuera mal socorro enseñar, para aprender los compases del comer. ¡De imaginarlo me corro! ¿Yo había de ser maestro, di, de quien no fuera Leonor? ¿Había más de andar, señor, preguntando: «¿Vive aquí alguna Leonor que quiera saber danzar con primores?», y, maese-danza Leonores, no enseñar a quien no fuera Leonor? Con que comerías, sin ajar el pundonor de enseñar, sin ser Leonor. Deja necias boberías; no el juicio y el tiempo pierdas. ¿Traes la guitarra? Ella es juez de que es la primera vez que habemos tratado en cuerdas. Pues volvamos allá. Pero espera. ¿En la reja, di, no hacen una seña? Sí. (Avisan.) Un caballero que estaba en la calle, ¿no le ves —¡oh, tirana estrella!— que se va acercando a ella? Así me acercara yo. ¡Entró dentro! Y recatado más que tú, no dejó abierta, como tú hiciste, la puerta, pues al punto la han cerrado. ¡Seña en la reja, ay de mí! ¡Hombre que la seña espera, y, en viéndola —¡pena fiera!— entrar tras ella! ¿Qué vi? Lo que yo, y no me asusté. Haz tú lo mismo, y verás lo poco que importa. ¿Estás borracho, infame? ¿De qué lo he de estar, si ya no hay vino que tenga esa utilidad, pues no le habla en puridad ningún hijo de vecino? Pero ¿dónde vas? No sé: a llamar, abrir, entrar, y qué hombre es éste apurar. Eso yo te lo diré: uno que en la calle estaba, esperando a que le hizieran seña, y la puerta le abrieran por donde entró. Hoy acaba mi amor, si mi agravio empieza. Ven tras mí. Si ello hay pesar, por Dios que le he de quebrar la guitarra en la cabeza. Tendréis a gran novedad el que yo os llame. Sucesos que imaginados aún no los hallara el pensamiento, ¿qué mucho que acontecidos hagan novedad? Pues presto saldréis de la duda, que si decir suele el proverbio que el tiempo es precioso, aquí es más que precioso el tiempo. ¿Conocéis aquesta dama? Débame vuestro respeto decir que sí, tan remiso, que al ver su prodigio bello, enviándola la voz me quede con el afecto. Sí, señora, otra vez digo, turbado, absorto y suspenso de ver aquí a quien juzgaba en otra parte, a más riesgo. Pues en albricias, don Félix, de ese desengaño, quiero me deis —¡ved cuán poco os pido!— lo que os debéis a vos mesmo. Ella es mi amiga; de mí se ha favorecido, y menos que honrada, airosa y casada con gusto de hermano y deudos, no ha de salir de mi lado. Los medios que para esto faltan, habéis de dar vos. Pero ¿quién con tanto estruendo llama? Por aquesa reja mira, Inés. ¿Quién es? El maestro de danzar. (¡Ay infelice! Don Enrique es.) (El pequeño rato de una conveniencia aun no me permite el cielo.) Aunque quien llama no es persona de cumplimiento, por lo mismo no es razón que tenga parte en secreto tan reservado que aun no le sabe mi padre, y puesto que el fin a que os he llamado es sólo a tratar los medios que más convengan, don Félix, al desenojo o al duelo de don Juan, y con Beatriz se han de hablar, mientras yo intento —porque ni a vos ni a ella vean al primer recibimiento— salir al paso a quien llama, en esa sala de ahí dentro esperad a que yo vuelva. ¡Juana! ¿Señora? Esté abierto. Entra tú con ellos, Juana. En todo he de obedeceros. ¡Ay, Félix, cuánto me debes de penas y desconsuelos! No hago, Beatriz, porque todos los pagan mis sentimientos. Abre tú la puerta, Inés, y está a la mira, advirtiendo si entra mi padre en la calle. Pensarás, Leonor, que vengo a usar de aquella licencia que sutil halló tu ingenio para, restaurando un daño, facilitar un remedio. Pues no, Leonor: otra causa es la que me trae. ¿Qué es esto ¿Tú tan perdido el color, tan fatigado el aliento, tan turbadas las acciones? ¿Hate puesto en otro empeño otra dama? Sí, Leonor, en otro empeño me ha puesto otra dama, y tal, que de él vivo no saldré, si atiendo que mal podrá salir vivo quien entra a buscarle muerto. ¿Qué traes? ¿Qué tienes? ¿Qué miras? Nada y mucho. No te entiendo. Yo sí te entiendo, Leonor, a ti, puesta al paso a efecto de que no pase adelante. ¿Dónde has de pasar? Adentro. ¿A qué? Si lo he de decir, a buscar a un caballero que, esperando en esa calle la seña que le hizo un lienzo en tu reja, entró en tu casa, de ella llamado, y supuesto que abusos del mundo mandan que los hombres ajustemos lo que ofenden las mujeres, con que contigo no tengo más acción que hasta quejarme, deja que pase, resuelto a la que con él me queda. ¡Mi bien, mi señor, mi dueño! ¡A buen tiempo la primera vez te escuché agrados! Pero favores de infeliz, ¿cuándo llegaron a mejor tiempo? Aparta. No has de pasar de aquí sin oírme primero. ¿Qué puedes decirme? Que soy quien soy, y no te ofendo. Aunque fueras la que fueras, me dijeras eso mesmo, y palabras generales que a cualquier predicamento vienen, ¿qué haces tú en decirlas? Y así, pues ya he dicho que esto no se ha de acabar contigo, habiendo con quién, no tengo de oírte. Mira… Suelta. Advierte… Quita. …que yo… Hablad más quedo, y disimulad, que viene mi señor. Aquesto es hecho. Toma la guitarra. ¿Yo había de hacer tal? No quiero. Enrique mío, si algo a tus finezas merezco, disimula con mi padre, valiéndonos del primero engaño; que yo te doy palabra que satisfecho quedes. ¿Quieres que te halle quien ayer te dejó maestro de danzar, maestro hoy de esgrima? De la dama lo primero ha de ser siempre el honor: mira por él. ¿Habrá, cielos, otro, a quien haya obligado tan no imaginado empeño de amor y honor, a que haya de hacer festín a sus celos? Si «mandábanle bailar» por otro dijo el proverbio, ¿qué mucho que por ti diga «mandábanle danzar»? Esto has de hacer: hállenos como dando lición. Y sea presto, que entra ya. A la reverencia, señora, otra vez. (¿No es bueno que, después de haber tenido escrito y cerrado el pliego, se me olvidase? Mas vaya, el descuido me agradezco, pues vengo a buena ocasión.) ¿Qué le ha parecido al maestro? Que el aire luego se deja conocer. Que sabrá presto cuánto hay que saber, porque a la primer lición veo que ha hecho toda una mudanza. Engáñase, que no he hecho. DON ENRIQUE Sí, pero llena de yerros. Yo lo veré, que también algo supe allá en mis tiempos de «lo cierto» y «lo galano». Por ahora basta lo cierto. ¿Y qué es la primer lición? Ser solía «la alta»; pero no es danza que ya está en uso. Ni «la baja», a lo que entiendo. Y así son los cinco pasos los que doy, y los que pierdo, por «la gallarda» empezando. (Cuanto se hablan son floreos.) (Yo pensé que eran pavanas.) Yo no estorbo: vaya, maestro. La reverencia ha de ser, grave el rostro, airoso el cuerpo, sin que desde el medio arriba reconozca el movimiento de la rodilla; los brazos descuidados, como ellos naturalmente cayeren; y siempre el oído atento al compás, señalar todas las cadencias sin afecto. ¡Bien! En habiendo acabado la reverencia, el izquierdo pie delante, pasear la sala, midiendo el cerco en su proporción, de cinco en cinco los pasos. ¡Bueno! (¡Ah, ingrata! ¿Quién sino yo por ti se pusiera a esto?) (¿Y quién sino yo por ti sintiera lo que yo siento?) En cobrando su lugar, hacer cláusula en el puesto con un sustenido, como que está esperando el acento. Romper ahora… De don Juan César te busca… Ya esto es de otro caso. …un criado. (¿De don Juan César? Ya tengo más que temer.) (¿Qué querrá?) Proseguid, pues, que ya vuelvo. ¡Vive Dios, que por mí solo pasara el estar haciendo festín, ingrata, a tu amante! No lo es. ¿Cómo no ha de serlo quien, escondido en tu casa,…? Considerando, advirtiendo que antes de agora te dijo de Inés la voz que hay sujeto dentro, Enrique, de mi casa, de quien recatarme debo. Quizá sería el mismo entonces. No sería, y aunque esto es largo para de paso, ¿dejaste, Enrique, tú mesmo aquí una dama la noche que veniste? Ya eso es viejo de echar la culpa a otra dama. ¿No hubieras, pues hubo tiempo, pensado mejor disculpa? Ésta lo es. Es fingimiento. Ésta es verdad. Es traición. Cuando sea todo eso… Él lo ha de decir, no tú. ¿Qué haces? Entrar a saberlo. Mira que vuelve mi padre. ¡Que haya de ser fuerza esto! ¡Ella danza «la gallarda», y él «el pie gibao»! ¡Silencio! (Don Juan me avisa que en casa le espere. ¿Si sabrá, ¡cielos!, que está aquí Beatriz? Mas no discurro, pues el efeto lo ha de decir tan aprisa.) Maestro, ¿en qué estado está esto? En romper, como quedamos. Y es a lo que yo no acierto. Sí aciertas. Con quebradillo entrar ahora en el paseo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, señalados, y a concierto. Digo que en mi vida vi mejor aire, y me prometo que ha de salir bien con todo. Sí saldrá. Aquel caballero que te avisó viene ya. Dile que me espere dentro de mi cuarto, que ya voy. (Leonor, no sé qué recelo desta visita. A Beatriz di que se esté en su aposento, y a nada que escuche salga.) Váyase con Dios, maestro, que ya por hoy la lición basta. En todo te obedezco. Por acá, no es por ahí la puerta. Ha perdido el tiento de la sala con las vueltas. Venid, pues, ya yo os enseño por dónde habéis de ir. Di, ingrata, a tu amante que le espero en la calle, donde vea que el que, a tu opinión atento, maestro es de danzar en casa, en la calle es caballero. ¿Quién se vio en más confusiones? Vayan todos con el cuento. Beatriz escondida en casa, su galán en su aposento, su hermano con mi señor, mi señor con sus recelos, mi ama con sus sobresaltos, el no aún mi amo con sus celos, yo con mi temor. Señores, ¿en qué ha de parar aquesto, y más en veinticuatro horas que da la trova de tiempo? Consejo muda el más sabio, sagrada sentencia dijo, para enseñarnos que nadie se pague del suyo mismo. Y siendo así que yo tanto de consejo necesito, ¿de quién, como de don Diego, puedo tomarle, si miro que por su sangre, sus canas, sus experiencias, su juicio, y habérseme dado en esta ocasión tan por amigo, nadie le dará mejor? Que aunque es verdad que él ha sido de quien más, por Leonor bella, recatarme solicito, llegando a honor, no hay amor; y no por un requisito lo principal de una esencia ha de torcer los designios. Fuera de que, ¿qué verá en mí, que no sea un testigo de honrado, atento y restado? Que espere en su cuarto dijo, y él viene ya. ¿Quién creerá que, al ver cercano el peligro de haber de hablar desto, cuanto vine osado, estoy remiso? Llega esas sillas, y aguarda allá fuera. En mucho estimo, señor don Juan, este honor. En nada, señor, os sirvo, que habiendo honrado mi casa hoy, como vos me habéis dicho, hiciera mal en faltar a cumplimiento tan digno como pagar la visita. Aunque el cortesano estilo en eso se satisfaga, que me deis licencia os pido a que la puntualidad me haya, don Juan, persuadido que debe de haber segunda causa. ¿Habéis algo entendido de aquel ignorado empeño? Mirad que soy vuestro amigo, que lo fui de vuestro padre, que soy quien soy, y los bríos no están del todo apagados. (Para que él me dé motivo a que en la plática entre, harto se lo facilito.) Señor don Diego, el haberos, como decís, persuadido mi puntualidad a que sea de otra causa indicio, no he de negároslo; pero es tal, que cuando conmigo resolví hablaros en ella, juzgué fácil el camino, que hallo tan dificultoso al pisarle, que os suplico me hagáis merced de que no pase adelante el designio. A pediros un consejo, desconfiado del mío —que en efeto nadie es buen médico de sí mismo—, venía, es verdad, por salvar el acusado capricho de quien no se aconsejó con algún prudente juicio. Para esto os elegí y, como dije, lo que se me hizo tratable allá, aquí es tan otro… Perdonad, si sólo os digo tengáis lástima de un hombre a quien han acontecido sucesos tales, que siendo vos a quien buscando vino para decirlos, no osa, y se vuelve sin decirlos. Oíd, esperad, don Juan, y mirad que, enternecido, más que vos me habéis callado, vuestras lágrimas me han dicho. ¿Para qué queréis que quede vacilando discursivo, y sea lo imaginado aun más que lo sucedido? Yo no me espanto de nada; de nada, don Juan, me admiro; soldado soy de fortuna, mucho mundo es el que he visto, todo me cabe en el pecho; no os embaracéis conmigo, y ved que haberme buscado, hallarme, y arrepentiros, es ofenderme en el fin más que os debí en el principio. Si sólo en duelos de honor al corazón más altivo disculpa el llanto, ¿qué haré yo en callar lo que él ha dicho? Anoche en mi casa entré, en la puerta sentí ruido de un retrete de mi hermana. La luz tomo, el paso aplico, cuando un aleve, apagando luz y rostro a un tiempo mismo, hizo servir el embozo de la capa a dos oficios. «¡Valedme, cielos!», tomando la puerta, la ingrata dijo; conque, porque no escapase, hago a él cara y a ella sigo; de suerte que, embarazado, por acudir indeciso a dos acciones, lugar la doy de abrir el postigo y tomar la calle, donde tras ella (¡ay de mí!) salimos riñendo los dos. Aquí llegasteis, y así no digo que él, en su alcance, veloz corrió sin ser conocido, y yo, de vos estorbado, ser otra la causa finjo, bien como finjo ser otra la del mortal parasismo, por dar visos a su ausencia —bien que trasparentes visos—, siendo así que ya en mi casa no había un tan solo testigo, habiendo faltado todas las cómplices del delito. Conque robada mi hermana, sin presunción, sin indicio de quién sea el agresor, ni dónde hallarla, me miro. Ved vos lo que debo hacer, pues de vos sólo me fío, en fe de quien sois, y en fe de que a esos pies afligido, triste, confuso y… no acierto cómo decir, ofendido, deseando hacer lo mejor, vida, honor, ser y alma rindo. Don Juan, en un hombre honrado la desdicha no es delito, que no aja la virtud el que no comete el vicio. Vos habéis hasta aquí andado cuerdo, valiente, advertido, caballero, honrado, atento; y siendo así, proseguidlo. Que aunque allá la ley del duelo diga que el que fue embestido de un fracaso, y hizo entonces lo que pudo, satisfizo su empeño, sin que por eso de quedar deje en preciso trance de que después haga lo que por entonces no hizo; esto ha de entenderse cuando, el agravio recibido en lo personal, conviene que ello vuelva por sí mismo; mas cuando el agravio es culpa ajena, aunque él sea mío, lo que le resta de hacer al más noble y más altivo, es enmendarle; porque hay sucesos infinitos en que dijo la venganza lo que el agravio no dijo. Hombre a quien dio esa licencia Beatriz, no sujeto indigno ha de ser tanto que vos, domeñándoos al partido de un leve desdén, no hagáis voluntario lo preciso. Y así mi primer consejo es que, cautos y advertidos, sepamos quién es, que a esto yo, don Juan, sin vos me obligo; y siendo noble —que sólo faltando el serlo, permito que no toméis mi consejo—, sin escándalo y sin ruido vuelva Beatriz a su casa, y dadla vos por marido al que eligió, que no es poco logro hacer de un enemigo un obligado: conque —otra vez, y otras mil lo repito— la venganza no dirá lo que el agravio no dijo. ¡Pluguiera al cielo, don Diego, que, ya el caso sucedido, nos volviéramos a hallar en ese primer principio! Que no digo yo su hacienda, pero el patrimonio mío, mi vida, mi alma, mi honor, cuanto soy y cuanto he sido y he de ser, por restaurar un algo de lo perdido, pusiera a los pies de quien noble, ilustre, claro y limpio, antes que fuese memoria mi ofensa, la hiciese olvido. (¡Oh, quién hubiera a don Félix hablado! Pero no ha habido ocasión; que aquí quedara todo el lance concluido. Si yo supiera de qué ánimo está… Mas si digo a don Juan ahora quién es, y él, allá por los motivos que puede tener, no viene en los conciertos, me obligo, habiéndolo dicho yo, a hacer que haya de cumplirlo; y así, hasta hablarle…) ¿De qué tanto os habéis suspendido? ¿He dicho algo mal? Que quiero retractar haberlo dicho. No, don Juan; antes estoy tan admirado de oíros honrado y discreto, que casi el desaire os envidio. Dadme, pues, plazo a que sepa quién es: tan breve os le pido, que a vuestra casa a esperar la respuesta podéis iros. ¿No será mejor que vos no os canséis, y yo, advertido del cuándo, vuelva por ella? Eso o esotro es lo mismo. Volved dentro de una hora. Quedad con Dios. Si es preciso que salga a la diligencia, dejad que vaya a serviros. Salgamos juntos de casa. ¡Leonor! Id vos, que ya os sigo. (¡Dichoso yo, si hallar puedo en tanto pesar alivio!) (¡Que por más medios que demos, en ninguno convenimos!) ¿Qué me mandas? Del cuidado sacarte, que habrás tenido de la visita. Don Juan —que en toda mi vida he visto caballero más atento— a perdonar reducido la ofensa está. A buscar voy a don Félix, y imagino que ha de salir de tu lado honrada Beatriz. Bien fío de tu cordura y consejo su reparo, que no impío el cielo la encomendó a tu sagrado. A decirlo vuelvo a los dos, para que, haciéndose encontradizo, se deje hallar de mi padre. Mas ¿cómo me determino a que salga, si en la calle Enrique está? ¡Buen arbitrio! Váyase por los terrados, con que señor, que habrá ido a su casa, le hallará en ella. No mal has dicho. Pero ¡ay, que ya no es posible, Inés! Habiendo salido tu padre, Leonor, de casa con el que a buscarle vino, bien puedo yo entrar en ella a decir a ese escondido caballero que se deje hablar, que no es buen estilo hacer esperar a un hombre tanto tiempo. Yo te estimo el que hayas, Enrique, vuelto. A aquesta cuadra, que ha sido reservada, por si acaso en casa hay huésped, te pido te retires, y verás si trato verdad o finjo. ¡Bueno es, entrando a buscar un hombre que está escondido, ser el escondido yo! Ésos son los solecismos de amor, dar persona que hace y padece a un tiempo mismo. Ten aquesa razón más, y haz esto que te suplico; que abierta tendrás la puerta, para que, al menor resquicio de sospecha, salir puedas. ¡Mira cuál es el hechizo de tus encantos, Leonor! Que con ser un basilisco el que me está abriendo el pecho, te obedece, adormecido al conjuro de tu voz. Entra, que has de ser testigo tú también de mi verdad. Veamos por lo que se dijo «Mete ruin, y saca bueno». ¿Qué intentas? Hallar arbitrio que a Enrique le satisfaga, a mí me excuse el peligro del secreto de mi amor, Beatriz tenga un buen aviso, y Félix vaya a encontrar con mi padre. En conseguirlo, mucho harás. ¡Félix, Beatriz! Salid, que vengo a pediros albricias. ¿De qué? De que cuantos medios discurrimos, todos sobran. ¿Cómo? Como don Juan está reducido a la conveniencia. A esto mi padre a buscarte ha ido: procura hallarle, y de nada te darás por entendido, hasta que él lo diga. ¿Qué esperáis? A tu retiro, Beatriz. Tú, a buscarle. Deja… …que humilde,… …que agradecido,… …al reparo de mi honor,… …de mi amor al beneficio,… …bella Leonor,… …Leonor bella,… …diga a voces… …diga a gritos… …que eres la deidad hermosa… …que eres el bello prodigio… …por quien vivo cuando muero. …por quien, cuando muero, vivo. Ahora, señor don Enrique, ¿qué haremos de lo reñido? ¿Ve usted cómo aquella dama que usted convoyando vino, hasta que le fue forzoso dejar el convoy, y herido, dando al terrado escalada, entrar por asalto el sitio, fue la que llamó a su amante, con consentimiento mío, porque habiéndose amparado de mi padre, era preciso que de mi lado saliese su honor puro, claro y limpio? Pues si lo ve usted, y ve que tuvieron sus delirios de mí tan baja sospecha, como tener escondido un hombre en mi mismo cuarto, que se vaya le suplico, y no vuelva donde escuche otra vez los desatinos de tan licenciosos celos. (¡Oigan, que ha cobrado bríos de provincial la que antes no hablaba más que un novicio!) (En viéndonos disculpadas, todas hacemos lo mismo; no hay diablo que se averigüe con nosotras.) ¡Dueño mío, mi bien, mi Leonor, señora…! ¡A muy buen tiempo ha venido el halago! Pero, a un triste, ¿cuándo a mejor tiempo vino? ¿No hubiera sido peor que a tanto aparente indicio respondiera el sentimiento perezosamente tibio, y dado a la confianza, que es la ruindad del cariño, sucediera al no extrañarlo el desdén del no sentirlo? No, pues pudo el sentimiento mirar que hablaba conmigo. No está en mano del dolor el nivel de los sentidos. Hasta quejarse cortés, yo perdonara el delito. Celos y consejos, ¿quién en el mundo los ha visto? Nadie, que no ha visto nadie tanto decoro ofendido. Desaires de desatento suelen ser galas de fino. Mira, Leonor… Ea, señora, ¿qué hacen dos desatinillos celosos hoy más o menos? Faraona de poquito, enternécete. Es en vano. Mi padre espera a mi tío; mi tío, ya receloso de nuestro amor, sabéis que hizo tantos extremos; aquella mentira, que de un peligro nos sacó, durar no puede con quien es tan conocido. Y pues hoy tengo, ofendida, ocasión para decirlo —que quizá sin ella no me atreviera—, no es… Mas ruido siento en la escalera. ¿Qué importa? Guitarra pido, como iglesia. Don Juan es. Aquí no entra lo fingido. Retírate, que él se irá en oyendo que aún no vino mi señor. ¿Ves, Leonor, cuánto ibas a decir y has dicho? Pues venga tu enojo, venga tu ausencia, venga tu olvido, como no vengan tus celos. Perdonad si inadvertido, en fe de tener licencia del señor don Diego, piso estos umbrales. Mi padre, señor don Juan, no ha venido. Si tenéis que hablar con él, aquél es su cuarto; idos en él a esperarle. (Honor, licencia de hablar te pido, de albricias de la esperanza con que de cobrarte vivo, un breve rato en mi amor, que no hallaré en muchos siglos otra ocasión.) ¿Qué esperáis? Su cuarto es aquél. Deciros que, pues ya, bella Leonor, habéis a esa reja oído tantas veces de mis ansias, en ecos de mis suspiros, la verdad con que os adoro, la fineza con que os sirvo, por ofendida no os deis, si acaso mis desvaríos —adelantando favores de otras honras que recibo de vuestro padre, que vos no habéis de oír hasta el fijo punto que suene primero mi dicha en vuestros oídos que mi desdicha— me atreven a ofrecer en sacrificio al templo de vuestro amor el más postrado albedrío que vio arder en sus altares, a cuyas aras aspiro, en fe de que podrá hacerme dichoso, pero no digno. ¡Esto sólo nos faltaba! Y poco aguardar nos hizo. Y ahora, señora Leonor, ¿qué haremos de lo sentido? ¿Ve usted cómo aquel amante, que tantas veces ha oído a esos umbrales sus ansias, a esas rejas sus suspiros, a tratar su boda viene, en fe de que…? ¡Enrique mío…! Aquí no hay Enrique, puesto, ingrata, que haber fingido, para arrojarme de ti, la venida de tu tío, sobre extremos que estimarlos debieras más que sentirlos, sólo ha sido que la boda de quien tan atento y fino licencias que tiene pide, te estaba hablando al oído. ¡Plega al cielo…! No, no jures; que no hay, ni ha de haber, ni ha habido aquí otra dama: en tu cara y con tu nombre te ha dicho si has oído, o no, sus penas. Y ya que esta razón vino, Leonor, aquí la razón tenga que no había tenido: ratificado el dolor, yo también me ratifico en que eres falsa y mudable; y pues sé de qué ha nacido el despedirme, cruel, con tan no usado desvío, pudiendo tú pronunciarlo, ¿qué haré yo, fiera, en cumplirlo? Adiós, pues. Escucha. Espera. En vano es. ¿No habéis oído que su padre a su tío aguarda? ¿Que, receloso su tío, no ha de dudar en mi engaño? ¿Que yo…? Mas ¿qué lo repito? Adiós, a no más ver. Mira… ¿Qué he de mirar más que miro? Que no es culpa ser amada. Si no lo es serlo, es oírlo. Suelta. ¿No basta mi ruego a detenerte? Es delirio. Pues vete, que no he de verte que de él hagas desperdicio. Agora no me quiero ir, sin que sepas… No he de oírlo. Ni yo decirlo tampoco. Adiós. Adiós. ¿Es ya iros, maestro? Habemos acabado con todo ya. ¿Y cómo ha ido? Esta vez no negará cuán ciertas mudanzas hizo. Mire que le he menester, y que traiga los amigos con todos los instrumentos, porque muy presto imagino que tendremos boda en casa. Siempre estoy para serviros. Eso he de hacer yo, pues sólo para eso, señor, le sigo a cuantas liciones va, tomando de ellas avisos de dónde hay festines. Pues ¿qué es, hidalgo, vuestro oficio? Toco el violón, y soy maestro de los demás violoncillos, y a las bodas desta casa traeré todos mis ministros. Leonor, si luego lo he de decir a don Juan, el repetir excusemos. Él, señor, rato ha que en tu cuarto espera. Mas ¿cómo lo sabré yo, sin repetirlo, si no lo oigo allá? Desta manera: di, Celio, a ese caballero que entre aquí. Tú, con Beatriz, oye a esa puerta el feliz reparo que dar espero a este amoroso desmán, de él librando a Beatriz bella, casando a Félix con ella, sin sospecha de don Juan en que él fue el que le ofendió. ¿Cómo es posible consigas eso? Con sólo que digas tú que, sin saberlo yo, a Beatriz has amparado, cuando veas que conviene. Y retírate, que él viene. Por excusar el enfado de un hombre que ha de venir a buscarme, estar no quiero en mi cuarto; y pues infiero, para lo que he de decir, que éste es lo mismo, escuchad: advertido y recatado toda la ciudad he andado, sin que en toda la ciudad haya un hombre que de vos ni Beatriz se acuerde, y bien se ve hay yerro, pues no hay quien tome en la boca a los dos, ni en fuga ni en galanteo; porque luego se dijera, se hablara o se trasluciera a quien iba con deseo de saber qué se decía. Mal puede dejar de ser lo que yo llegué a oír y ver, y faltar (¡ay, suerte mía!) Beatriz de casa. Oíd ahora, que ya que esa nueva no os traigo, os traigo otra: yo volvía a casa (¿quién lo ignora?) triste de que no alcanzara a imaginar ni entender lo que os ofrecí saber, cuando don Félix de Lara, que pienso que es vuestro amigo,… Y mucho. …al paso salió, y en una cosa me habló que, aunque hago mal si la digo en esta ocasión, peor haré en callarla, porque sobre aviso estéis. ¿Qué fue? Que en fe de ser servidor vuestro, os hable —dejo aquí los más nobles cumplimientos, obsequios y rendimientos que en toda mi vida vi— en que, pues que vos sabéis su hacienda y su calidad, hagáis deudo la amistad, y que licencia le deis de pediros por esposa a Beatriz divina y bella. ¡Ay, Beatriz! ¡Cuál es mi estrella, pues siendo aquésa la cosa que más pudiera desear, sólo por ser dicha mía viene en tan infausto día que me es forzoso negar lo que pidiera, pues no, en pena tan inhumana, hay quien sepa de mi hermana! Sí hay, señor don Juan. ¿Quién? Yo, que aunque aventure dos quejas, con mi padre una, que haya escuchádole curiosa, y otra que tenga en su casa, sin que él lo sepa, a Beatriz, ni ésta ni aquélla me espantan, para que no sean primero su honor, su opinión y fama, que ambos enojos. ¿Qué dices? Que oigáis, y sabréis la causa. Sin que Beatriz lo supiera, la traición de una criada a aquel hombre —sea el que fuere, que no es bueno para nada añadiros un rencor— introdujo en vuestra casa. Ella, temiendo el enojo más que la razón, turbada, habiéndonos hecho amigas los estrados de otras damas, mientras dispone un convento adonde a morir se vaya, por no vivir con quien tuvo una presunción tan baja, se vino a valer de mí. ¿Qué consecuencia más clara hay que no irse a valer de él para saber que no estaba cómplice, ni qué decoro más que el hallarla en mi casa y a mi lado? Y porque veas que el temor que no escucharas mis disculpas me hizo huir más que el temer que me hallaras culpada en igual delito, humilde estoy a tus plantas, pidiéndote a ellas, en fe que otro empeño no me arrastra, que me cases con don Félix, si es don Félix quien te agrada, porque en mí no hay elección. Aunque debiera con causa quejarme, Leonor, de ti, que tal huéspeda me guardas, eso, y la curiosidad de oír lo que a don Juan hablaba, en hallazgo te perdono. ¿Quién creyera dicha tanta, cuando más desesperado me vi de poder hallarla? Deja, Leonor, que a tus pies una y mil veces… Levanta, don Juan, que no a mí, a Beatriz ha de ser a quien se haga el rendimiento, y pedirla perdón de que imaginaras de ella semejante acción. Señora, Beatriz, hermana, ¿quién en tan no imaginado lance tan cuerdo se hallara, que no se arrojara ciego? Quien viera que en mí se guardan su sangre y su obligación. (¡Ay, pobrecillos, y cuántas veces rogáis ofendidos!) Justos sentimientos bastan; y pues don Félix, don Juan, con la respuesta me aguarda —que claro está que no había de darle a entender la falta de Beatriz—, habéis de ser vos el que habéis de llevarla, y las vistas de las bodas han de ser hoy en mi casa, diciendo que Beatriz vino, por convalecer sus ansias, a visitar a Leonor. Inés, compón tú la casa, por si él avisa a sus deudos. Tú prevén bebidas, Juana, y dulces. Y tú avisar al maestro de danzar manda, por si quieren divertirse. Vamos, don Juan. Cuanto mandas obedezco agradecido. (Pues ya vino una esperanza, enseñe el camino a otra.) (Todo presumo que tarda; que la hora de echar no veo este embuste de mi casa.) Bien, Leonor, ha sucedido. Sólo una cosa nos falta. ¿Qué es? Que licencia me des para ofrecerte una gala; que no has de estar de visita, si alguien viene, como estabas cuando de casa saliste. Juana, ve con ella, y dala aquel vestido que aún no he estrenado. En todo andas tan cabal, que sólo puede darte el silencio las gracias. ¿Es posible que te atrevas a volver aquí? Si nada tengo que perder, perdida Leonor, di, ¿de qué te espantas? Pues no digo, habiendo visto que fuera su padre salga; pero aunque en casa estuviera, hoy desesperado entrara. ¿A qué, señor don Enrique? A sólo decirte —¡ah, falsa!— que, pues quieres que me ausente a no estorbar la tratada boda de ese nuevo amante, fingiendo para eso causas que ni son ni serán, veas que es mi pasión tan hidalga, tan caballeros mis celos, mis penas tan cortesanas, que, porque nunca un testigo de pasadas dichas haya, te traigo hasta las memorias. Éstas son, Leonor, tus cartas, éstos tus papeles, éstos tus favores: toma, ingrata, y llévese las cenizas, ya que se llevó la llama, aquel aire, y no sea donde topen con mis esperanzas. Si yo en mi mano tuviera, Enrique, la soberana majestad de los ajenos albedríos, yo mandara que nadie me amase; pero si yo… Discursos ataja, que como iban a buscar a quien aguardando estaba con gana de que le hallasen, con él vuelven todos. Nada importa que aquí te vean, que antes a buscarte andan para que esta noche asistas aquí. ¿Qué querías, tirana? ¿Que festejara mis celos otra vez? Una, ¿no basta? Pues ¿qué has de hacer? Que pues una vez por tu gusto me mandas esconder, yo por mi gusto me esconda otra: ya la cuadra sé, que huéspedes reserva este cuarto… Espera, aguarda. Entróse, con que es forzoso que yo también tras él vaya. No por el violón pregunten. (Atención con la primera necedad.) Si yo pensara que era mérito la dicha, bella Beatriz, disculpara a los que presumen necios que merecen lo que alcanzan; pero conociendo que es dicha y no mérito, nada podrá acusar a quien llega hoy tan rendido a mirarla, que la ve como fortuna y no como confianza. Ya mi hermano por mí hablado habrá, y no es bien, en tal causa, siendo suyas las razones, sean mías las palabras. Vos perdonad, Leonor bella, no ser la primera que haya saludado, que aquí dicen que la turbación es gala. Tan grande dicha, don Félix, gocéis por edades largas. (¡Dichoso yo, que salí de confusiones y ansias!) Sentaos, y los cumplimientos cesen, mientras… ¡Para, para! Pero ¿qué alboroto es éste? ¡Albricias, señor, me manda! Don Fernando, mi señor, es quien de apearse acaba. ¿Mi hermano? Toda la dicha hoy se me ha venido a casa. Bajemos a recibirle todos. (Sólo nos faltaba esto, señora.) (Mal puede, siendo desdicha, hacer falta.) Los brazos una y mil veces me dad. Y a todos las plantas. A vos, hermano, y a todos, sobre los brazos, el alma. ¡Leonor mía! Que me des la mano mi amor aguarda. Si haré. Pero porque no de esa suerte estés, levanta. Perdonad no conoceros vos, señora, aunque me basta, para ser vuestro, el hallaros honrando a Leonor. Esclava suya, y vuestra. La señora doña Beatriz es hermana de don Juan César, y esposa hoy de don Félix de Lara; y digo hoy, porque he tenido yo la dicha de que se hayan, para las primeras vistas, valido de mí y de mi casa. Ved si puedo recibiros con más gusto, pues nos halla de fiesta vuestra venida. Mucho siento el perturbarla; pero es forzoso mezclar su ventura y mi desgracia. ¿Qué desgracia? Apenas una legua de aquí, en una zanja del camino cayó el coche desde una quiebra tan alta que fue milagro no hacernos pedazos. Traigo estropeada una pierna, y dolorido todo este lado; importara sangrarme luego. ¡Jesús mil veces! Abre esta cuadra, que estos señores darán licencia, Inés. Y con harta pena de todos. Al punto la adereza, y haz la cama. (¡Ay de mí infeliz!) ¿Qué esperas? ¿Qué te detienes? ¿Qué aguardas? No sé de la llave, como ha tanto que ahí no se anda. ¡Para venir como viene, es buena esa flema! Aguarda, que ya a buscarla voy. No haré tal. ¿Qué haces? Aparta: echar la puerta en el suelo. Mas ¡ay de mí!, otra es la causa. ¿Quién aquí se oculta? El maestro de danzar y el camarada del violón, que hemos entrado sólo a buscar la guitarra. Ya no es tiempo de eso. Quien, a pesar de todos, salga. ¿Cómo podrás conseguirlo? A costa de vida y alma. Teneos todos, que no es duelo de tanta importancia; que es el maestro de danzar de Leonor, y esta criada le habrá ahí metido; bien dice su turbación con su infamia. Y así más cuerdo y mejor es que castigado vaya con ella que muerto a manos nuestras. ¿Qué esperáis, pues? Dadla la mano, y cargad con ella. Por mí, de muy buena gana. Y por mí… ¿Qué veo? Traidor, ¿tú aquí? ¿Quién es? Quien te engaña, don Diego, porque el que ves es don Enrique de Ayala. Y pues con ese disfraz le hallo escondido en tu casa, después de muchas sospechas en la mía, de que ama a Leonor y ella le admite, no es tiempo de callar nada, sino de vengarlo todo. ¿Qué es lo que escucho? En ti, ingrata, empezará mi rencor. Y en ti, tirano, la saña de mis primeras injurias. Félix, el honor restaura de quien restauró mi honor. Acuérdate de la plaza de la Olivera, mujer. Y más siendo los que matan los que me han dado la vida. ¿Quién se vio en confusión tanta? Deteneos. ¿Qué es tenerme? Don Juan, tú mi vida ampara. ¡Ah, cruel! ¿Otro no había de quien valerte? No hallara otro que pudiera hacerlo con presunción más hidalga, pues halla su obligación donde pierde su esperanza. ¿Cómo contra mí, don Juan, después de finezas tantas como vos me debéis? Como con esto intento pagarlas, pues os doy lo que me disteis. Yo os di el honor y la fama. Yo también aquesa deuda os vuelvo en la misma paga. ¿Y qué es? Que hagáis la desdicha que es precisa, voluntaria, y lo que calla el agravio no lo dirá la venganza. Ese consejo cayó sobre sangre ilustre y clara. Si él fue bueno, y eso es lo que al admitirle falta, ¡así fuera la intención del que tu respeto agravia, como es su sangre! Porque es de las familias de España más ilustres. Mal podré, si con mi razón me atajan, dejar de tomar consejo que di a otro. Dale, ingrata, la mano a ese caballero, porque no quiero mañana, lo que el agravio no diga, que lo diga la venganza. Ponle, Inés, impedimento, pues que con otra se casa, después de casar contigo. No estoy agora de gracias. Señores, ¿que un día que sólo se vio a pique la criada de casar con el galán, hubiese estorbo? ¡Mal haya mi alma y mi vida, si a nadie le dejare hablar palabra en orden a que den todos a su fortuna las gracias, viéndose Félix dichoso con su Beatriz, con su amada Leonor Enrique, don Juan con su opinión restaurada, don Diego con igual yerno, Fernando con tal venganza! Pues ¿qué has de hacer? Decir sola yo, llena de penas y ansias, que aquí El maestro de danzar venturosamente acaba. No nos quitarás, por eso, que nuestras voces añadan:… …pidiendo a esos reales pies el perdón de nuestras faltas.