En tanto que el gran planeta con ardientes rayos dore el mundo, hurtando su injuria la oposición de dos soles, puedes descansar en esta parte más remota donde tejidas nubes de hiedra rústicamente se oponen al sol, porque, defendido el sitio a las sinrazones del tiempo, el fuego lo dude para que el fuego lo ignore. Aquí puedes descansar en tanto que los veloces caballos, envidia hermosa de Flegón, de Etón y Etonte, pagan en coral y nieve, nieve, coral, fruta y flores. Doña Jacinta de Silva, doña Laura de Quiñones, amigas mías en quien igualmente amor dispone un alma y un albedrío, dando generoso y noble un corazón a tres pechos y a un pecho tres corazones, aquí con vosotras quiero hoy divertir los rigores de un amor que engendra en mí vanas imaginaciones. El rey don Alfonso, hijo de doña Urraca, a quien pone o la envidia o la traición injustamente en prisiones, porque dicen que trataba de entregar el reino al conde, mi hermano don Pedro11, y esto la tiene en aquesta torre donde vivimos; en fin, el rey don Alfonso, joven tan galán y tan brioso que en Venus, madre de amores, le dio Marte la fiereza, le dio la hermosura Adonis, a mis desdenes constante solicita mis favores, siendo al laurel de sus rayos, la Clicie de sus ardores, por cuya causa mil veces a caza viene a estos montes, y por esto o por temor mi hermano levanta sobre los hombros de su privanza máquinas y presunciones. Aconsejadme las dos en tal caso, pues conocen en la ocasión vuestros pechos dónde está el peligro y dónde el interés. Si permites el consejo a mis razones, ¿qué mujer no es ambiciosa? ¿Cuál no previene y dispone antes el mando que el gusto?, que el poder todo lo rompe, y si en la esfera del mundo el rey es sol de los hombres y tú de tan gran planeta la inteligencia y el móvil, ama al rey. Mal la aconsejas, pues si el rey es sol y en orbes de zafir alumbra, ¿quién no vive atento al desorden de sus rayos? Pues apenas una nube se le opone, cuando todos al instante su mancha y yerros conocen; lo que no sucede cuando turban los aires veloces una nube, porque son más notados los mayores. ¡Muera! ¡Matalde! Villanos, ¿tantos para solo un hombre? ¡Válgame el cielo! Laura ¿Qué es esto? Precipitado del monte un hombre baja. Laura Y bañado en el rojo humor que corre de sus venas, ya parecen lengua de sangre las flores. Aunque el horror y el espanto son de mis plantas prisiones, el ánimo generoso, la piedad altiva y noble me llaman a socorrelle. Hombre infelice, a quien pone la Fortuna en tal estado que en las entrañas de un roble es tu sepulcro una peña y tu pirámide un monte, si acaso te deja el alma últimas respiraciones para que hoy a tus sentidos puedan penetrar mis voces, oye lástimas y quejas de quien aún no te conoce y llora desdichas tuyas, que puede ser, si las oyes, que cobres nuevo valor, que nuevo espíritu cobres, que es vida de un desdichado hallar quien sus penas llore. Hermosísimas señoras, cuya voz, cuyas acciones ninfas os dicen del valle, diosas os llaman del bosque, no ha sido el mayor agravio de mis pasados rigores rendir la vida a la acción del hado antes que al golpe, sino el haberla guardado de tan furiosos rigores para morir a esos pies donde mi sangre me estorbe el veros. Mas si en vosotras, para mi dicha, dispone piedad y hermosura el cielo, muévaos el ver cómo corre de mi rostro a vuestras plantas, siquiera porque fue noble, copioso raudal de sangre de las heridas atroces, sino también de los ojos, pues tales son mis pasiones que no estrañaré de mí que sangre mis ojos lloren. ¿Qué es esto? Mejor lo diga este asombro que mis voces, este espanto que mis penas, este horror que mis razones. ¿Quién eres? Quien a tus plantas es bien que la vida cobre antes de hablar y después te responda. Señor, oye: un pobre soy que ahora, huyendo en mi patria los rigores de la Fortuna, que tienen Fortuna también los pobres, desesperado de hallar piedad alguna en los hombres, huyendo de los poblados me salgo al campo a dar voces por ver si entre fieras hallo tan rigurosos favores, y no fue en vano, pues tuve en desiertos horizontes el cristal de esos arroyos y la yerba de esos montes, y no esta piedad divina en las humanas acciones de vuestra gente, pues yo viéndoos, señor, nuevo Adonis, seguir las fieras, herir las aves, medir el bosque, procurando algún sustento llegué a vuestros cazadores, que estaban dando a los canes el tosco manjar que comen. Envidioso de los brutos dije humilde: «Dad a un pobre algún sustento», mas ellos soberbiamente responden que no tienen qué me dar; y, desesperado, entonces: «¿Cómo lo que dais a un perro se sabe negar a un hombre?», dije, y la necesidad, que el mayor respeto rompe, ni hay agravio a que se rinda ni hay peligro a que se postre, me obligó a quitar a un perro aqueste pan y feroces vuestros criados sacaron las espadas: ¡qué rigores! Saqué la mía y, rendido más a la hambre que a los golpes de sus aceros, aunque eran muchos, caí del monte, donde bañado en mi sangre te pido que los perdones mi muerte, pues fue piedad darla con fieras acciones a un hombre tan desdichado que la cara no conoce del bien, porque siempre tuvo agravios, penas, rigores, llantos, miserias, y hoy muere desdichado, humilde y pobre. Conde. ¿Señor? Con cuidado haced curar a ese hombre. Y vos, sabed quién ha sido dueño de una acción tan torpe. Venid, señor, en mis brazos, que mueven vuestras razones a lástima y, cuando no fuera del rey este orden, por mí lo hiciera. Los cielos os paguen acción tan noble, que esta es la primera dicha con que el cielo me socorre, porque ha de ser la postrera. ¡Qué dignas son tus acciones de tu pecho! Plega al cielo, invicto Alfonso, que logres las esperanzas altivas coronando en tus pendones el águila de dos cuellos a dos imperios conformes. Mas poco son dos imperios: dueño te aclame del orbe la fama con letras de oro sobre láminas de bronce. La primera vez ha sido, Hipólita, que he llegado a tanta nieve postrado31, a tanto fuego rendido y que piedades ha oído mi rendimiento constante: mucho tiene de diamante tu desdén y tu rigor, pues que sin sangre el amor no fue a labrarte bastante. ¡Pluguiera a Dios fuera mía la que venció tu crueldad! Debiérale esa piedad a tu rigor este día, a mi pena tu alegría, que en los estremos del hado no hay hombre tan desdichado que no tenga un envidioso ni hay hombre tan venturoso que no tenga un envidiado. Bien su condición se advierte en mí, que estoy envidiando a un mísero agonizando en los brazos de la muerte, a un hombre que desta suerte piedad y lágrimas das, en cuyo efeto verás que no hay, de mudanza llenos, bien que no pueda ser menos, mal que no pueda ser más. ¡Jesús, señor! Vuestra alteza viva, fénix español, la edad luciente del sol, que en alta naturaleza una acaba y otra empieza sin temer mudanza alguna de la imagen de la luna, ni el olvido se le atreva porque sus aplausos deba al tiempo y a la Fortuna, que yo no soy tan cruel como os habré parecido, pues ningún rayo ha excedido la majestad del laurel: reservadas viven dél las hojas que mauseolo son de la ninfa de Apolo, y así estáis de mi rigor libre vos solo, señor, porque sois mi laurel solo. ¿Luego ya con sus favores podrá coronarme el sol, siendo el laurel español rey de las plantas y flores? Bastará que sus rigores resista privilegiado. Nunca estuvo en peor estado mi pensamiento amoroso, pues ni el bien me hace dichoso ni la pena desdichado. 280 ¿Luego vuestra majestad más estimara un rigor cierto que un dudoso amor? Sí, porque la voluntad adora allí la crueldad que vida y muerte le daba. Un hombre que se criaba con veneno adolecía de un grave dolor el día que el veneno le faltaba. Yo así, que siempre adoré rigores tuyos; yo así, que tus desprecios sentí y tus desdenes amé, con veneno me crié, y estoy de gloria tan lleno cuando siento, lloro y peno tu desdén y tu rigor, que adoleciera mi amor a faltarle este veneno. Aborréceme y verás que habrá más bien que me ofrezcas, pues cuanto más me aborrezcas tengo de quererte más. Los rigores que me das amor en el alma escribe y por glorias los recibe. ¿Así ausentas tu belleza? Esto es dar a vuestra alteza el veneno con que vive. Todo el monte he discurrido y solo este hombre he topado que haya en su temor mostrado la gran culpa que ha tenido en este caso, porque entre dos peñas le vi escondido; y cuando así hallarle pude, tal fue la turbación que callando ni se absuelve ni disculpa, con que confiesa su culpa. ¿Quién eres? ¡Estoy temblando! Si al rey le digo que soy un criado del que allí riñó con su gente, aquí vengará su enojo hoy. Pues disimular pretendo y decirle que yo he sido quien su gente ha defendido, porque así librarme entiendo. No es bien que yo por callar pierda la vida, que espantos en la corte ha dado a cuantos la han perdido por hablar; y así disculparme quiero diciendo cómo y por qué me escondí. La causa fue para limpiar este acero que estaba en sangre bañado, pues llegando a tiempo yo que vuestra gente sacó las espadas, a su lado cerré luego con aquel que era el de la ardiente espada y tiré una cuchillada tan soberbia y tan cruel que si, como dio en el suelo, en la cabeza le diera, hacerle algún mal pudiera. Al fin por piedad del cielo no le alcancé. Mas ¿no vio tu majestad este día una herida que traía? Sí. Pues no se la di yo, pero tanto le apreté que, haciéndole retirar, hasta aquí le hice rodar. Aquesta la causa fue de hallarme escondido allí descansando. En fin, ¿tú fuiste el que las heridas diste a este hombre. Señor, sí. Pues dente... Dichoso he sido: lindamente he negociado. ...garrote, a un árbol atado porque necio y atrevido siquiera no se disculpa delante de mí y porque confiesa él mismo que fue el agresor desta culpa. 370 Suspende la rigurosa sentencia, señor, que has dado a un hombre tan desdichado que en su vida acertó en cosa, pues por librarse fingió lo que agora le acrimina, porque no hay mayor gallina en todo el mundo que yo. Yo, señor, haber reñido, yo haber sacado la espada, yo haber dado cuchillada la mayor mentira ha sido que he dicho en toda mi vida —aunque las he dicho buenas—, porque soy hombre que apenas fui ni aun mental homicida. Criado soy del que aquí con vuestra gente riñó y, pensando agora yo escaparme, esto fingí, porque mi suerte se note. Y, pues digo la verdad, mande vuestra majestad suspender este garrote, que, aunque a la desdicha mía este falte, sobrarán garrotes, que hartos nos dan los fulleros cada día, y no será bien que aquí pregone, perdiendo yo, que un rey fullero me dio muerte de garrote a mí. ¿Si este es loco? No lo dudo. Si es que conmigo los pones, dos Sénecas, dos Platones son Vinorrio y Pollocrudo. Manda que me dejen ir libre deste fiero ultraje, que yo hago pleito homenaje, gran señor, de no servir a hombre que saque jamás la espada con los señores monteros y cazadores de sus reyes. Libre estás. Y tú, Íñigo, haz poner la carroza. Antes que el sol entre en el mar español, pienso a este sitio volver. Ya le han curado y no ha sido de peligro ni cuidado su mal, porque, desmayado a la sangre que ha perdido o al golpe de la caída, flaqueza alguna mostró, pero luego que cobró con tus favores la vida pudo ya sentirse bueno. Lo que te aseguro aquí es que hombre en mi vida vi de más perfecciones lleno. Si es valiente, ya le viste cuando en alto levantada, rayo de acero, su espada la admiraste y la creíste. Es muy bien hecho y brioso, porque habiéndole mandado dar un vestido ha quedado muy galán y muy airoso. Es discreto al parecer, aunque por tal no le aprecio, que es, cuanto fácil un necio, difícil de conocer un discreto; pero en calma la voz, la lengua en prisiones, agradece con acciones, que son afectos del alma. De manera le has pintado que, si un hombre igual hubiera, dignamente mereciera ser de todo el mundo amado; y, cuando no fuera así, saber que a ti te agradó bastaba para que yo le estimase. Y pues aquí, con suerte tan importuna, después de prodigios tales a tus piadosos umbrales le ha arrojado su Fortuna, hazle algún favor y advierte que quiero, Conde, que sea tan grande que en él se vea lo que te estimo, de suerte que hoy he de ver si has llegado a lugar tan poderoso que puedas hacer dichoso a un hombre tan desdichado. ¿A qué más ha de llegar su amistad y su privanza? Ya no tiene la esperanza más término a que esperar. Dignamente ha merecido el lugar que el rey le ofrece. ¿Pues cómo, si le merece, le tiene? ¿En qué le ha servido para pasar esto aquí? ¿Don Pedro en qué mereció su gracia? ¿En que pretendió ser rey de Castilla? Di. ¡Bueno es que altivo y cruel tenga presa a Urraca bella y lo que es castigo en ella hacerlo favor en él! De esa manera asegura el reino, que no pudiera sin él hoy... ¡Envidia fiera!: tu veneno ¿qué procura?. En decir con la razón que os quiere el rey... Estos son, palacio, tus lisonjeros. ...y pocos favores hace a un hombre que su cuchilla pudo hacer rey en Castilla. Íñigo, Íñigo, si nace de ignorancia o de malicia la ignorancia despertad o la malicia templad, que es soberana justicia el rey, aunque yerre. Vos no lo habéis de remediar, porque nadie ha de juzgar a los reyes, sino Dios. Dime, ¿qué evidencia tal imaginación te ofrece? No más de que me parece 505 que este es hombre principal. ¿En qué lo ves? Lo primero en verle tan desdichado, pues ya parece que el hado niega, cruel y severo, la ventura a la nobleza, porque efetos no se ven adonde opuestas no estén Fortuna y naturaleza; de donde tan recibido este argumento ha quedado que vale, ¿este es desgraciado? Sí. Luego este es bien nacido. La mayor dicha del suelo en tener nobleza está, que si las riquezas da la Fortuna varia, el cielo la sangre; y no hay duda alguna que esta es la dicha mayor cuanto es más noble y mejor el cielo que la Fortuna, luego si el bien más dichoso en la sangre ha consistido, vale, ¿aqueste es bien nacido? Sí. Luego este es venturoso. Sin nobleza no pudiera ser de ánimo tan valiente, que solo él a tanta gente las espaldas no volviera. Estas acciones no son hijas de la bizarría: el morir no es valentía, sino desesperación. El hombre más alentado es un hombre finalmente y el que a su riesgo es valiente llámale desesperado. ¿Y tan cuerdas las razones, las palabras tan limadas, las penas tan declaradas, tan medidas las acciones? Quejarse de la Fortuna ningún hombre humilde sabe, porque en su pecho no cabe sino una queja importuna llorada rústicamente. Con el viento el mar se altera, con celos brama una fiera y un monte con causa siente. Luego lágrimas y acciones en los hombres han de hallarse, que para saber quejarse a nadie faltan razones. ¿Y el verle ahora tan galán con un vestido prestado, con aseo y sin cuidado, no le acredita? Ahí están tus engaños, y he sentido que eso te parezca bien. ¿Qué puede ser hombre a quien viene cualquiera vestido? ¡Qué rigurosa y cruel! ¡Solo en deslucirle das! ¡Qué temeraria que estás en volver tanto por él! Siento, Hipólita, ver cuánto culpas su merecimiento. Y yo también, Laura, siento ver que tú le alabes tanto. Aquí me trae mi deseo buscando... ¡Válgame Dios!, o son dos damas o dos arcángeles con manteos! ¿Qué es lo que buscáis? Señora, aquí... Decid. ...busco yo un amo que Dios me dio, que es aquel a quien agora dieron no sé qué disgusto sin Dios, sin razón, sin ley los montereros del rey; y yo tuviera por justo que tras los enojos fieros, si las dos más lisonjeras sois las señoras monteras, mujeres de los monteros, me dejéis entrar a verle. ¿No hubiera sido mejor en la ocasión con valor ayudarle y defenderle que venirle a ver agora? Pues si yo estuviera allí... ¿Qué? ...¿no me dieran a mí también? Es cierto, señora. ¿Cómo a tan pobre señor servís? Porque yo soy tal 600 que, aunque él me paga muy mal, le sirvo mucho peor, Y así de aquesta manera los dos podemos vivir, pues no hallara, si me fuera, ni yo otro a quien servir ni él otro que le sirviera. ¿Y quién es él, en efeto? ¡Qué terrible tentación! Con demonios san Antón nunca se halló en tal aprieto como con ángeles yo. Pero con decir concluyo que soy criado; mas cúyo, eso no lo diré yo. Esperad de mis favores. Si este desengaño toco, rico te haré. Poco a poco, mis ángeles tentadores. Deseamos saber quién es. Y yo deciros deseo que es don Álvaro Viseo, un gallardo portugués; pero callarlo he jurado... ¡Hágante los cielos bien!. ¡Maldígate Dios, amén, que gran disgusto me has dado!. ...y no lo puedo decir. ¿Ves, Hipólita, si yo digo bien? ¿Y quién fio que este no pueda mentir? Mas él mismo viene allí y no quiero que me vea con las dos, porque no crea esta liviandad de mí, porque solo este secreto, después que soy su criado, de cuantos supe he contado; mas soy criado, en efeto66. Dime, ¿hasta cuándo, Fortuna, objeto tuyo he de ser o cuándo tengo de ver en tu faz piedad alguna?. Hablarle, Hipólita, quiero y hacerle, pues su valor conozco, un cortés favor, que solo este amor espero lograr, pues si su presencia tanto te desagradó, podré aventurarme yo segura la competencia. ¿Pues puedo, Laura, ¡ay de mí!, competir contigo yo? Llámale tú, porque no me declare tanto aquí que al favor que le he de dar presuma que mi afición busca también la ocasión. ¿Yo también le he de llamar? Oficio es entre las dos de amiga discreta. Muero de celos. ¡Ah caballero! ¿A mí me llamáis? A vos. Al nombre no respondí porque un hombre que ha llegado tan pobre y tan desdichado no puede entender por sí título que a serlo llega de quien por sí lo adquirió. ¿Ves si el criado mintió, pues ser caballero niega?. Más con negarlo declara serlo, pues, si humilde fuera, antes se desvaneciera68 con el bien que se humillara. Si enojos, señora, son que mi atrevimiento espera, porque con alas de cera he tocado la región del fuego, donde, abrasadas las hojas que el aire mueve, son mariposas de nieve con visos iluminadas, castigue tanto esplendor mi inadvertencia en los ojos flechando penas y enojos rayo a rayo y flor a flor. Más piedades que castigo aqueste cuidado dice. ¿Cómo os sentís? Tan felice que a mí me pregunto y digo: «¿Quién soy?»; y desvanecido le respondo a mi cuidado: «Quien hoy fuera desdichado si dichoso hubiera sido», pues todo el pasado mal no iguala al presente bien como ahora mis ojos ven. Yo os vi a mis plantas mortal. Es la vida un girasol que tiene hermosura incierta, pues ¿quién no vive y despierta a los alientos del sol? Muerto llegué a vuestras plantas, flor marchita entonces fui: a vuestros rayos viví. ¿Y cómo de penas tantas estáis? Solo en este brazo un golpe tengo cruel. Poned esta banda en él. Será de mi cuello lazo, será... ¿Qué ha de ser? Callad, porque aqueste no es favor ocasionado de amor, sino de necesidad. Alma, ¿qué es esto que ves?. Perdonad a un atrevido, que por ser agradecido bien puede ser descortés, en fe de lo cual me atrevo a saber cómo se llama esta bellísima dama a quien tanta piedad debo. ¿Otro lance a mí me pones? Pues aunque quieras perderme, vencerte sabré y vencerme. Doña Laura de Quiñones. Vuélvete, Julio, que allí está el galán forastero que a solas hablarle quiero por saber quién es aquí. Pobre y miserable un día llegó a los pies de Alejandro el doctísimo Tebandro, celebrado en la poesía, y queriendo con alguna merced el César romano hacer las paces en vano del ingenio y la Fortuna, le dio tan preciosos dones que desvanecer pudieran a la ambición, cuando fueran los átomos ambiciones. Suspenso el sabio quedó sin responder, temeroso a la merced; y dudoso Alejandro preguntó: «¿Cómo el bien das al olvido y a la memoria el agravio? ¿Tú, cómo puedes ser sabio siendo desagradecido?». A quien Tebandro miró diciendo: «Si el gusto está en la mano del que da y del que recibe no, yo no debo agradecerte el bien que me haces aquí; tú has de agradecerme a mí el darte yo desta suerte ocasión en que mostró tu pecho grandeza tal, pues no fueras liberal si no fuera pobre yo». Fácil es la aplicación, ilustre don Pedro, a quien debo la vida y el bien, pues si en aquesta ocasión favor mi desdicha alcanza, tú la fama esclarecida, y si tú me das la vida, yo te he dado la alabanza; y así soy más liberal, pues tú una vida me has dado que, en efeto, es bien prestado, y yo una fama inmortal. Confieso que agradecido debo ser y que he quedado en la ocasión obligado y en el término excedido, y así, porque empiece yo a pagaros lo que os debo, si está el bien en dar, me atrevo a pediros... Eso no; porque si os ha de costar la vergüenza del pedir lo que habéis de recibir, poco tengo yo que dar, y tan poco que he pensado daros en esta ocasión escarmientos, que en fin son dádivas de un desdichado. Pero si dijo un discreto: «Aunque amigo pobre fui, más que oro y plata te di, pues que te di mi secreto», estimad el don en mucho, que del pecho no saliera si para el vuestro no fuera, y escuchadme. Ya os escucho. Yo soy, ilustre don Pedro de Lara, español Atlante, en cuyos hombros se asienta la quinta esfera de Marte, yo soy —el aliento aquí turbado, la voz cobarde, torpe la lengua y helado el pecho quieren que falte valor para pronunciar mi nombre, y mis ojos hacen con lágrimas y suspiros competencia al mar y al aire— don Álvaro de Viseo. Ya lo dije; no os espante, sabiendo quién soy, el verme tan pobre y tan miserable, que representar tragedias así la Fortuna sabe y en el teatro del mundo todos son representantes: cuál hace un rey soberano, cuál un príncipe y un grande a quien obedecen todos; y a aquel punto, aquel instante que dura el papel es dueño de todas las voluntades. Acabose la comedia y, como el papel se acabe, la muerte en el vistuario a todos los deja iguales. Dígalo el mundo, pues tiene tantos ejemplos delante; dígalo la Fama, pues no hay muerte en que no se halle; dígalo quien ayer era hermano de un condestable, de un Conde de Guimarans cuñado, y deudo por sangre de otros muchos caballeros, todos nobles y leales y muertos a manos todos de la envidia, monstruo infame disimulado en lisonjas como entre flores el áspid. En un público teatro —mas ¡ay memorias, dejadme!, ¡no me atormentéis, recelos!, pues todos no sois bastantes para quitarme la vida; pero repetidme, dadme con mi desdicha en los ojos, porque ya que no me mate puedan dejarme a lo menos con dolor tantos pesares— a don Pedro de Coimbra vi agonizando en su sangre —¡ah, plega a Dios no la oiga cuando inocente le aclame!— y al condestable, ¡ay de mí!, en palacio —¡duro trance!, ¡fuerte error!, ¡triste desdicha!, ¡espectáculo admirable!— muerto a las manos de un rey, y aquel que poder tan grande tuvo le vi reducido a siete pies de un cadáver. Yo, viendo que del castigo todos fuéramos iguales habiéndolo sido todos en ser vasallos leales —que esta era la culpa mía, pues ruego a Dios que él me falte y arrojadas de sus manos culebras de fuego bajen, que los cielos se me cierren, se me enfurezcan los aires, se me abra en vetas la tierra, se me retiren los mares y, yo enemigo de todos, rabiando me despedacen el corazón y a bocados se coma y beba mi sangre si en el enojo del rey tuve en ningún tiempo parte— ni sé por qué nos castiga con escándalos tan grandes. Yo, viendo, pues, tan cercana mi desdicha, por librarme, no de la muerte, pues fuera lisonjeramente amable, sino de tan vil indicio, y por esperar que saque la verdad su luz rompiendo estas nubes que deshacen tanto esplendor como el sol en tornasoles cambiantes, que en tumba de mármol muere y en cuna de flores nace, a Castilla vine, donde estoy tan pobre que a nadie oso mirar porque entiendo que todos mis penas saben, sino solamente a vos, a quien descubro mis males, a quien mis desdichas digo, cuento mis adversidades por daros, ya que no puedo satisfaciones bastantes a tanto honor, desengaños de la Fortuna inconstante; porque esta diosa... Detente, espera, aguarda, no acabes tan peligroso discurso, no prosigas, no me mates; porque afligido no sé lo que siento al escucharte, que el corazón por los ojos deshecho a pedazos sale. Ya sé, Álvaro, ya sé que esa diosa que en altares vivió idolatrada un tiempo, en quien dieron ignorantes los hombres bultos de bronce sobre colunas de jaspe, es de aspecto tan confuso, de tan dudoso semblante, de tan engañoso trato y de condición tan fácil que a quien la mira parece que diversos rostros hace, como el girasol que muestra verdes y rojos celajes. Ya sé que pone las plantas sobre una rueda a quien trae tan veloz el tiempo que no hay discurso que la alcance; y ya sé que su hermosura es maravilla que nace al alba y muere a la noche como efímera fragante. Y, siendo así que he llegado yo mismo a desengañarme, aun prevenido la temo esperando cada instante el golpe, y ansí he pensado que de aquel rayo tan grande tus voces han sido el trueno, pues han venido delante, y témole por estar en tan levantada parte, porque el rayo y la Fortuna su mayor efeto hacen en la eminencia del monte, que no en la humildad del valle, pues aquí vive seguro el lirio, que humilde nace, y allí no el roble que quiso ser contra el cielo gigante. Yo, pues, viendo que del rey y el reino tengo las llaves, quiero tener hoy en vos un espejo en que mirarme, un ejemplo en que temerme y un sagrado en que ampararme y, al fin, un despertador que con voces desiguales me esté tocando al oído cada punto, cada instante, porque ansí representando una tragedia —escuchadme, que en vuestro concepto mismo quiero también explicarme—, si representando un hombre en Roma en carros triunfales una tragedia, mandó que el cuerpo desenterrasen de un grande amigo y que siempre se le tuviesen delante, porque el sentimiento allí tanto en él se transformase que llevado del afecto pudiese en acciones tales mover el pueblo llorando, yo, teniéndoos por imagen de la Fortuna, pues fuistes de la Fortuna un cadáver, teneros delante quiero porque pueda transformarme tanto en vos que mis afectos vuestro dolor arrebaten. Y fuera desto, si todo en las cosas naturales con la oposición se aumenta, porque viene a conservarse un enemigo con otro, juntemos hoy dos caudales: yo pondré contentos míos, poned vos vuestros pesares; yo venturas, vos desdichas; y así vendremos iguales a saber los dos a un tiempo de glorias y adversidades, porque quiero que seamos los dos amigos tan grandes que dejemos admiradas a las futuras edades. Si no acierto a responder, no os admire, no os espante, que, como mi pecho nunca esperaba el bien, no sabe cómo le ha de recebir. El cielo, señor, os guarde los siglos que el mundo cuenta de aquel prodigio que sabe su sepulcro y cuna siendo gusano, ceniza y ave; que el que yo de mí os ofrezco, si es satisfación bastante, es un amigo leal. Solo eso pudo obligarme, porque, como está Castilla deshecha en parcialidades con mi privanza, no sé si tengo de quien fiarme, y así me faltaba solo un amigo. Si mi sangre os da fianzas de mí, yo lo soy vuestro. Pues dadme palabra que no seréis ingrato. Un traidor me mate si no fuere eterno ejemplo de los amigos leales. Pues yo os pondré en tal lugar que la envidia no os alcance. Tendréis en mi pecho entonces un escudo de diamante. Tendré al menos un traslado en quien llegue a consolarme cuando sepamos los dos de los bienes y los males. Venga en buen hora el señor García. ¿Cómo le va? Más gordo y más lucio está después que es gorra. Mejor vida debe de pasar ahora en la corte que cuando se andaba briboneando, que otros llamamos tunar. ¡Que aquesto tengo de oír de un lacayo! ¿Qué he de hacer? Callar, en fin: por comer se puede sufrir. García, ¿que esto consientes? ¡Paje! ¡Gorra! ¡Que me corra desto, pringonazo! ¡Gorra! Eres un potaje y mientes. Ya toca aquesto en honor: ¡Saca la espada! Sí haré y con ella te diré mi sentimiento mejor, porque en sacando la espada y con gran desembarazo revuelta la capa al brazo, calo el sombrero, voyme y no hago nada. Por la mano me ganó en esta fuga ligera, pues si un poquito se espera y él no huye, huyera yo. El rey ha despreciado nuestros consejos, pues tan sin cuidado hoy en nada repara. Por complacer al gran Conde de Lara a la reina ha traído al alcázar y aquí más advertido la tiene. Esas son cosas a los ojos del vulgo sospechosas, cuanto más a los nuestros. Íñigo, haced los sentimientos vuestros más reportados, cuerdos y advertidos, porque el palacio es ojos, es oídos, y no sabéis quién os oye y ve. Yo puedo quejarme a voces, pues sin premio quedo de mis servicios. ¡Ved si en vano he hablado! Cuanto habéis dicho sabe ese criado. Haré yo desta suerte que no le oí ni vi. Tu daño advierte. Mandó tu majestad, para que viese si soy tan poderoso que pudiese hacer felice a un hombre desdichado, que le pusiese en tan supremo estado que excediese al deseo: dile grandes riquezas, mas no creo que estas le hagan dichoso, que el ánimo desprecia generoso a la codicia, bestia tan ingrata que con su aliento a quien la engendra mata, y viendo que no es dicha la riqueza, por levantarle a la mayor grandeza, polo, centro y cenit de glorias tantas, le traigo, gran señor, a vuestras plantas, porque viéndose en ellas venza la oposición de las estrellas. Veréis así que soy tan poderoso que a un desdichado pude hacer dichoso. Y tanto que, corrida la Fortuna mirándose excedida de vuestra invicta mano, en vano anhela, solicita en vano al centro derribarme de mis desdichas, pues a coronarme de rayos, si me humilla, me levanta: tanto fue tu poder, mi dicha tanta. ¿Qué merced le habéis hecho? Esta, señor, porque de mí sospecho, aunque haya recibido muchas, que esta no más merced ha sido. Estando el sol delante, ¿qué estrella no es caduca o qué fragrante rosa de color bella no es pálido despojo de una estrella? ¿Qué flor, la más hermosa, no es marchito desmayo de una rosa? ¿Qué planta, qué hoja verde con una flor la vanidad no pierde? Pues así, aunque he tenido dicha, señor, con tu presencia ha sido planta, flor, rosa y estrella a quien el sol desluce y atropella. ¡Bien dispuesto concepto! ¡Qué galán! ¡Qué brioso! ¡Qué discreto! Conde, sabed su calidad, y della me avisaréis, porque conforme a ella hacerle merced quiero. Ya yo estoy informado y considero que es tal que, aunque en la cámara sirviera a vuestra majestad, lo mereciera, porque es... Decid. ...don Álvaro Viseo, de la Fortuna mísero trofeo. Sangre tiene de rey. ¿Y si ofendido queda porque le amparo habiendo sido...? Tu majestad no crea de tan ilustre sangre acción tan fea, que no es posible que hombres que han llegado con amorosas leyes a solo ver el rostro de los reyes traición intenten. Pues ¿de qué está lleno el mundo? De ponzoña y de veneno con que a la fama y la virtud altiva la envidia postra, la ambición derriba. Vos la merced le hicisteis; no he de quitarle lo que vos le disteis. No quiero darle agora la nueva por no darle en dos testigos a un tiempo con un bien dos enemigos. Íñigo, Ordoño, vuestras manos beso. Atlante al fin de tan prolijo peso, no os dejan los cuidados hallar de vuestros deudos y criados. Agora a buen tiempo llego. Escucha, señor, aparte, que tengo un poco que hablarte que importa y ha de ser luego. Mira cómo hablas delante deste Íñigo y sabrás que no habla muy bien detrás. Loco, bárbaro, arrogante, necio, vil, traidor, villano, que así es justo que te llame; tu lengua ha mentido, infame, y, por no manchar la mano en sangre tan vil, aquí templo la cólera mía. ¿Qué pensáis que me decía? Que hay quien dice mal de mí, y es mentira, porque ¿quién creyera que hablasen tal de quien a nadie hizo mal y a los que puede hace bien? ¿Qué agravios causó el poder? Íñigo y Ordoño, ¿yo tengo algún quejoso? No: a todos pretendo hacer gusto. Pues cuando quisiera murmurar alguno aquí y dijera mal de mí, ¿no mintiera? Sí mintiera, sí mintiera. ¡Estoy turbado! Él ha hablado con los dos cuerdamente. ¡Vive Dios, que he de matar al criado! Tú vete de casa luego, que no has de servirme más. Advierte, señor, que estás, sin causa, de enojo ciego. Poco airosos han quedado: vive Dios que me han temido. De que Julio se haya ido en estremo me ha pesado. Ya estamos solos los dos: esta es la primer coluna del templo de la Fortuna que empiezo a labrar en vos. El rey merced os ha hecho, don Álvaro, de una llave de su cámara. Hoy alabe la Fama tu heroico pecho. Cumplimientos, ¿para qué? Estos no lo son en mí. Desde el instante que os vi a serviros me incliné; fuerza de mi estrella ha sido y, así, no me agradezcáis nada que en mi amor veáis, y sabed que yo he sentido haber despedido aquí a ese criado; y porque estos no piensen que fue ceremonia, os pido aquí que con gusto mío vos le recibáis, pues será lo mismo, puesto que ya tan uno somos los dos, y así nadie habrá que pueda por tan fácil condenarme ni él por ingrato culparme, pues ni se va ni se queda. En esta parte también tengo que rogaros yo. García ayer me pidió que mis venturas le den parte a él; y, así, desea serviros, señor, y creo que tan altivo deseo es digno que suyo sea. Así espera adelantarse, cansado ya de seguir mi fortuna hasta morir. ¿Cómo ha de poder negarse cosa de que gustáis vos? Desde aquí quedan trocados entre los dos los criados. Aquí están juntos los dos. Ponerme delante quiero porque se acuerde de mí y de lo que le pedí, pues sirviendo al Conde espero verme más grave algún día. Ya la Fortuna, señor, trueca el desdén en favor. ¿Pues de qué es tanta alegría? Pasaba por el terrero y la dama que te ha dado la banda, que te ha contado, me dijo: «¡Ce, caballero!». Yo le dije: «Así me llamo»; y ella con tierno ademán me dijo... ¿Qué? «Tan galán sois vos como vuestro amo». ¡Maldígate el cielo, amén! ¡A ella la maldiga el cielo, que lo dijo! Mas recelo que le respondí muy bien. ¿Cómo? Díjela muy grave: «¿Tan galán? Aqueso no; que mucho más lo soy yo». Pero aquí el discurso acabe, que más venturoso has sido si su hermosura codicias, pues me dijo que en albricias de no sé qué que ha sabido una joya me ha de dar. Y tú, ¿qué has de darme a mí por otras nuevas que aquí te puede el mundo envidiar? Ya eres del Conde criado. Esclavo suyo seré. Dame la mano. ¿Por qué a don Álvaro has dejado? Dicen que por mejoría. ¿Y aquesa es lealtad perfeta? No sabes tú lo que aprieta la hambre de mediodía. ¡Es grande cosa el comer! Escucha lo que pasó a un hombre que se casó: el padre de su mujer se obligaba a sustentarle y leyendo el escribano: «Ítem, el señor fulano se obliga desde hoy a darle tanto tiempo de comer», dijo el triste desposado: «¿No dice más? Pues errado viene y echado a perder, porque se ha de declarar lo que yo he de recebir que ahí, señor, ha de decir de comer y de cenar». Y respondiéndole: «En esto se entiende», dijo: «No hay tal, porque hay suegro literal que no entiende más del texto sin la glosa; y por quitar pleitos que pueden venir, de cenar ha de decir o no me quiero casar». Ved si le apretaba bien la hambre noturna. Sí. Demás que yo sirvo en ti a don Álvaro también; que solo este honor adquiero. Ahora bien. Quedaos con Dios, que tengo que hacer. Y a vos os guarde. Seguirle quiero. ¿Tal puntualidad, García? Yo perderé ese cuidado, porque, en fin, cualquier criado sirve bien el primer día. Por aqueste corredor, línea y eclítica breve de hermosos soles que dan a un ocaso mil orientes, desde el cuarto de la reina bizarras las damas suelen bajar a aquestos jardines, Chipres donde Venus duerme. Quiero esperar a la vista por si tan dichoso fuese que doña Laura pasase, doña Laura, a quien le debe mi humildad tantos favores y mi amor tantos desdenes. Mas doña Hipólita llega. ¡Qué airosa y qué bella viene! Si lo que es obligación en Laura divina hubiese de ser eleción, amara a Hipólita. Mas detente, imaginación, que en vano a mirar el sol te atreves. Este es aquel forastero de quien hoy hablamos, este es don Álvaro Viseo. Parece que hablarte quiere. Y parece que mi pecho lo desea y lo aborrece, porque en mí mis pensamientos pelean confusamente por llegarse y por huir, bien como la abeja suele, bien como la mariposa que se acobarda y atreve a la rosa y a la llama hasta que confusamente enamoradas las dos la luz y la pompa pierden. Licia. Señora. Yo temo que esta ocasión me despeñe; y así, por si llega a hablarme, estar a la vista puedes y, si vieres en mí afecto, acción o razón que puede declararme, estorba entonces la ocasión, que en fin advierte mejor el lance el que mira que el que juega; ya me entiendes. Como a la primera causa de mis esperados bienes vengo a hablaros, porque, en fin, ya paga quien agradece. De la cámara soy ya y estas honras y mercedes todas nacieron de vos y así a vuestro centro vuelven. Haber sido causa yo de efetos tan diferentes agradezco a mi Fortuna; tanto la vuestra se aumente que la Fama no la olvide y la envidia no la acuerde. Si porque soy más dichoso me habláis tan severamente, mejor me estaba con ser desdichado, pues alegre os vi el rostro, no enojado; ved que ingratitud parece ver que donde hallé la vida entonces, agora encuentre la muerte, pues bastará un átomo solamente de vuestro enojo a matarme, y en una causa no pueden verse efetos tan contrarios como fueron vida y muerte. Sí pueden, pues a un aliento una llama vive y muere, una flor ofrece al áspid ponzoña y también ofrece miel dulcísima a la abeja; una víbora ¿no tiene la ponzoña y la triaca? Luego, don Álvaro, pueden verse en una misma causa dos efetos diferentes y tanto que sean trasuntos de la vida y de la muerte. No sé en qué pueda enojaros quien os sirve. No se entiende que esto lo digo por vos, sino por mí. ¿De qué suerte? ¿No puedo estar triste yo y, advirtiendo que proceden de un amor gustos y celos, que son enemigos siempre, haber hecho este discurso? Allí prevenido tienes el recado de escribir. ¿Qué dices? ¿Que no me entiendes? Yo te vi ya declarada. ¡Ay Licia! A buen tiempo vienes, porque me iba despeñando amor lisonjeramente. Vuelva mi respeto en mí y tú a tu contrato vuelve. Más fácil fue presumir que contra mi pecho fuese el enojo que pensar que dar cuidado pudiese amor a quien al Amor se le ha dado tantas veces, fuera de que en vuestros labios imposible me parece aun el haberle escuchado, porque el amor que se atreve a palacio no es amor. ¿Pues qué? Una deidad que mueve, una estrella que arrebata, una inclinación que vence, una humana adoración a lo hermoso solamente, un respeto a lo divino que ni desea ni quiere más premio que solo amor. ¿Y entre ese respeto y ese temor, esa adoración que arrebata y que suspende, entre esa deidad que inclina en palacio haber no puede quien quiera esperando? Mira que ya es tiempo de que entres en el cuarto de la reina. Bien dices, Licia. Dejeme llevar de mi pensamiento. Ya voy, al contrato vuelve. Este es amor en palacio. ¿Y vos queréis de esa suerte la vuestra? Sí, y obligado... ¿Pues qué atrevimiento es ese, el que confiesa que aquí ni aun al sol ha de atreverse de amor? Digo que la quiero; pero como digo siempre... Advierte... Déjame, Licia. ...que Laura y Jacinta vienen. Si te mandé que avisases, ya te digo que me dejes, aunque despeñar me veas; que las más cuerdas mujeres pueden callar con amor, pero con celos no pueden. ¿Cómo delante de mí se pronuncia desta suerte? Huir el rostro a tu rigor será lo más conveniente, pues no puedo disculparme. ¿Qué abismo, cielos, es este de enojos y de favores, de desaires y desdenes, de quejas y de lisonjas, que ni se ven ni se entienden? Ya están contigo las dos; mira si mi voz te miente. Pues no puede mi deseo declarar más penas, llegue, estorbando, a sustentarse: deme amor ingenio y deme la industria celos y arte para estorbar sutilmente sus favores. Yo he de hacer que jamás a amar se lleguen con ingenio y con industria. Esto ha de ser desta suerte. Oye aparte: busca en casa del Conde al hombre que fuere de don Álvaro crïado, y esta le da. Vete y vuelve prevenida deste engaño. Verasle fingir de suerte que le creas. ¿Qué mujer no sabe fingir si quiere? Jacinta, así por saber todos los secretos deste caballero, a su criado granjeo liberalmente. ¡Hipólita! ¡Laura hermosa! ¿Pues qué soledad es esta? Fineza que ya me cuesta una pasión amorosa. Es muy filósofo amor; la soledad le recrea. ¡Bien haya quien no desea su agrado ni su rigor, su favor ni su desdén! ¡Bien haya quien no esperó su gloria y bien haya yo, que en mi vida quise bien! Señora, ya declarada contra ti de amor la guerra, ardides el campo encierra: conviene estar avisada. Oye lo que agora oí de quien lo sabe muy bien; y a ti te importa también, Laura hermosa. ¿Cómo ansí? Sabiendo que eres amiga de Hipólita mi señora, Alfonso pretende agora que tu misma lengua diga si Hipólita quiere bien en otra parte, ofendido de solo haber presumido que esto causa tu desdén. Y para aquesto ha mandado a don Álvaro Viseo, forastero, que el deseo te consagre enamorado, que te sirva cuidadoso fingidamente y así pretende saber de ti este secreto amoroso. ¿Qué dices? Lo que es verdad. Por eso, aunque ya le veas muy constante, no le creas, que es fingida voluntad. Y aun por eso él se atrevió; que aun a mirarte no osara, si el rey no se lo mandara, un hombre que aquí llegó por suerte tan lastimosa. Yo, Laura, nada diré porque en esta parte sé que llego a ser sospechosa; pero ya yo lo sabía. Tú tienes, Laura, un amante muy finísimo y constante: quiérele por vida mía, porque todo lo merece y está muy enamorado y granjea su criado. ¿Pues aquesto te entristece y esto te suspende así? Tú, Laura, en aquesta parte no tienes de qué quejarte, que todos quieren así. ¿Cuál hombre de engaños lleno de solo fingir no trata? Muera así quien así mata: no lo hace mal el veneno. ¡Ay amor, falsa sirena, cuya queja, cuya voz, rompiendo el aire veloz dulcísimamente suena y está de traiciones llena! ¡Ay amor, serpiente ingrata, que en sus afectos retrata la pasión que me provoca, pues halaga con la boca a quien con la cola mata! ¡Ay amor, veneno vil, que viene en vaso dorado! ¡Ay amor, áspid pisado entre las flores de abril! ¡Mal haya una vez y mil quien tus engaños consiente! Miente tu lisonja, miente tu halago, tu voz, tu pena; porque eres, amor, sirena, áspid, veneno y serpiente. Fuese Hipólita y quedó Laura: ¡venturoso he sido! ¡Oh, qué falso que ha venido a que le escuchase yo!. Amor la ocasión me dio. Perdonad, Laura, si llego a mirar al sol tan ciego que resisto su luz pura, salamandra de hermosura como otras lo son del fuego. Hoy, que del rey tan honrado me miro, Laura, no sé si me atreva a decir que más firme y más alentado a vuestros pies he llegado solo a deciros que he sido tan feliz que he merecido adoraros. ¡Qué rigor! ¿Dónde hay verdadero amor, si este puede ser fingido? Ireme sin responder porque de mi enojo temo un grave y notable estremo. ¿Qué es esto que llego a ver? ¿Pues en qué os puede ofender mi amor que obligue a poneros, sol hermoso? Si a ofenderos llegó el alma con amaros, mal podrá desenojaros, pues mal podrá no quereros. Si fingida voluntad puede imitarse tan bien, si es tal la mentira, ¿quién conocerá la verdad? Volved, señora, escuchad voces de un pecho rendido: si el verme así habéis sentido porque quisierais que fuese hechura de amor, no os pese verme así, porque yo he sido un hombre tan desdichado que ahora está envidiando a un can el sustento que le dan. Nada, Laura, me ha trocado la dicha: a tus pies postrado estoy. Si así con fingir saben los hombres mentir, ¿quién dice de las mujeres? ¡Déjame, honor! ¿Qué me quieres, que no lo puedo sufrir? Villano, mal caballero, que noble no puede ser quien engaña una mujer. con amor tan lisonjero: ni el honor vuestro mi fiero rigor causa ni he sentido veros del rey tan querido, porque me excedáis; que así estáis tan lejos de mí como antes de haber subido. ¿Qué es lo que pasa por mí, que yo a mí mismo pretendo entenderme y no me entiendo? ¿Qué vi? ¿Qué escuché? ¿Qué oí? Cuando tan pobre me vi los favores merecía de Hipólita y Laura; hoy día, rico, me dejan las dos. ¡Qué juntos andan, ¡ay Dios!, el pesar y la alegría! A tus pies vengo a arrojarme, ¡oh gallardo portugués!, y de tus invictos pies no tengo de levantarme si tu amistad no destierra el enojo que se asconde en las entrañas del conde contra mí, pues que no yerra quien yerra por acertar. Julio, no me atreveré a pedirlo porque sé que dello le ha de pesar; pero lo que haré por ti será recebirte yo con su gusto; él me mandó, Julio, que lo hiciese así. En tanto, pues, que se pasa el enojo, aquí estarás conmigo; así no te vas ni sales fuera de casa. Digo que de ti recibo mil honras: tu esclavo soy, pues honrado desde hoy contigo en su casa vivo, y aunque yo mercedes tales por ti vengo a recebir, solo agradezco el vivir por morir a sus umbrales. ¡Venga en buen hora el buen Julio! ¿Cómo va? Diz que ha quedado criado huérfano del conde, mi señor. Trocó las manos168 la Fortuna, pues ya soy de don Álvaro crïado. ¿Conceptico? ¡Bueno, bueno! Pero la hambre, no me espanto, los ingenios sutiliza. Acuda y le daré algo; que al buen Julio, sí, en verdad, le quiero como mi hermano. Acuda, acuda. Más fácil es preguntar que errar. Señores hidalgos, digan ¿cuál es de los dos de don Álvaro el crïado? El señor Julio o Agosto: por lo seco y por lo flaco le pudierais conocer. Pues para vos, señor, traigo en esta caja una joya que vale muchos ducados. Ya sabéis quién os la envía; y así será aquí escusado deciros el nombre. El cielo os guarde, señor, mil años. ¿Joya para mí? ¿Qué es esto? ¿Si me la dio por engaño? Pero no, pues preguntó mi nombre. Yo estoy rabiando. ¿Joya para Julio? ¡Cielos!. Solo a que se vaya aguardo el hombre que está con él. Advierte aquí cómo cuando quiere el bien hallar a un hombre, le halla en cualquiera estado. No pierdo las esperanzas de que es de carbón. Pues abro: diamantes son. Si esta fuese la joya que me ha mandado a mí Laura, ¡vive Dios que me ahorcara!. ¡Qué despacio están! Para darle a uno, yo no puedo esperar tanto. El que a aqueste lado estaba, dijeron. ¿Si se ha mudado? Pero ¿qué importa? Ya sé que es el que fuere criado del Conde. Digan voacedes: ¿cuál de los dos a quien hablo sirve a don Pedro? Hoy verás que, si joyas vienen dando, es mucho mejor la mía. Yo sirvo al Conde. A este lado he de hablar solo con vos, que os traigo cierto recado. Agora, Julio, verás si es mucho mejor. Aguardo la joya. Ya es tiempo. Este es el recado que os traigo. ¡Muerto soy! ¡Jesús, confi... ¿Qué joya es esta? ¡Es el diablo que me lleve! ¿Qué te dieron? Aquí en la cabeza un tanto y en la cara un cuanto. ¿Cómo? ¿En la cara? Aqueso es malo. Y aun todo; mas ahí verás, que a quien dan no escoge. Vamos, llévame, Julio, por Dios, en casa de un cirujano, que este beneficio simple me le convierta en curado. Por un instante me erró la dicha que había esperado y por otro me acertó la desdicha. ¡Ah, cielo santo! Para Julio hubo diamante tan grande como un guijarro y un guijarro para mí como un diamante, que en vano sus estados muda el hombre, que el que fuere desdichado no estará de su fortuna seguro en ningún estado. ¿De dónde pudo venirte esta herida? Yo la aguardo de tantas partes que antes me huelgo y discursos hago diciendo: «¡Gracias a Dios, que salí deste cuidado!». Trocó Fabio la suerte y a García infelice dio la muerte. Siempre severo el hado castiga al inocente, no al culpado; y por esto quisiera tener yo parte en vuestra envidia fiera. Según eso ya puedo hablar con vos y deponer el miedo. Pues oiga el alma atenta lo que ofendida la razón intenta: yo estoy en un estado que, envidioso de verme mal premiado, tanto este afecto sigo que he ejecutado lo que agora digo: la firma contrahíce del Conde y una carta en ella hice con tan grande cuidado que a las manos del rey habrá llegado, fingiendo que la envía a su hermano Manrique, en que decía... Pero el rey viene; luego os diré lo demás. Turbado y ciego, lo que estoy viendo dudo. ¿Esto pudo ser cierto? No, no pudo, porque no corresponde a mi amor que traición quepa en el Conde, pero entre mis papeles la carta estaba: ¿hay penas más crueles? ¡La cólera me ciega! ¿Quién sino el Conde a mis papeles llega? Segunda vez la leo por ver si es ilusión esto que veo. Los pies, señor, te pido. ¡Oh Conde, a qué mal tiempo habéis venido! ¿Cómo, señor, airado el rostro me volvéis? ¿Vos enojado? ¿Vos sin gusto conmigo? Como a sombra del sol sus rayos sigo. ¿Qué es esto? ¿Conocéis aquesta firma? Mía parece; el alma lo confirma. Pues leelda, si es vuestra. Horror su rostro y su semblante muestra. «Por reinar no hay traición...». Señor, no es mía. Leed, leed más ¡vive Dios que se ha turbado!. ¿Quién vio veneno en vaso tan penado? Por reinar no hay traición, ni privanza como reinar. La reina padece, el rey me teme, el pueblo me ama. Yo estoy de la pasada ocasión arrepentido. Conde, aunque yo no crea que esta traición de vuestro pecho sea y que la envidia derribaros quiso, ya que verdad no sea, es un aviso que me despierta y llama viendo que el rey os teme, el pueblo os ama. Yo soy rey y yo puedo vivir sin vos, atropellando el miedo que ese brazo me daba cuando infante en Galicia me criaba. Sabed, Conde, o culpado o perseguido, que soy rey, que hasta aquí no lo había sido. ¿Cómo, señor, pueden ser obras de un pecho tan limpio las que vos oís enojado, las que yo turbado admiro? Yo, que en vuestra infancia, cuando el clavel recién nacido desplegado no se abría de su rosado capillo, despreciando inconvenientes, atropellando peligros, de vuestra primera cuna os saqué en los brazos míos y en las mantillas, que así lo canta el pueblo atrevido, dije: «¿Cómo, castellanos, confusos y divertidos os mostráis, teniendo rey que, aunque agora tierno niño, gigante será que dé miedo a los futuros siglos? Este es vuestro rey, hidalgos, de Alfonso y de Urraca hijo, ligítimamente dueño de las Barras y Castillos». Esto dije, y en la iglesia mayor os obedecimos, yo el primero. Mas no es mucho no os acordéis de servicios que en aquella edad os hice; pero que advirtáis os digo que antes que vos fuerais rey, era yo leal: testigos son los cielos. En ausencia vuestra, a ser más atrevido, quisieron hacerme rey, y quizá, señor, los mismos que hoy quieren hacerme nada. ¿Pues cómo se ha convenido obedeceros infante y joven no? Quien no quiso sin peligro coronarse, ¿cómo querrá con peligros tan grandes? ¿Cómo perdiendo la gracia vuestra, rey mío? Mi señor, mirad que anda en palacio un basilisco que con la vista da muerte, monstruo de sus laberintos. No cerréis, señor, los ojos, ya que cerráis los oídos a mis quejas, a mis voces, mis lágrimas y suspiros. Mas no los podéis cerrar, porque aqueste aliento mío llegará al cielo rompiendo esos velos cristalinos que el sol viste de topacios y la luna de zafiros. ¿Qué estremos, Conde, son estos? ¡Ay, don Álvaro! ¡Ay, amigo! Ya esta llama se desata, ya caduca este edificio, ya se desmaya esta flor, ya da este monte crujidos. Estos son de mi privanza los últimos parasismos. y yo despierto de un sueño, de un letargo, de un delirio. He visto al rey enojado, disgustado al rey he visto. ¡Con qué congojas lo siento! ¡Con qué afectos que lo digo! Cuando el cristal despeñado con undoso precipicio desde la cumbre de un monte baja hecho sierpes de vidrio, con poco caudal nos causa tal escándalo y ruido que finge a los moradores las siete bocas del Nilo; y es porque bajo yo así que agora me precipito y en mi sentimiento caigo desde la cumbre al abismo: bravo estruendo pienso hacer. Dadme un descanso, un alivio entre rosas o entre peñas; Álvaro, consejo os pido. Pero no, no me le deis, que ya de un discurso mío me acuerdo: un cadáver soy, y en vuestro rostro he leído: «Como tú te ves me vi; veraste como me miro». El mundo todo es presagios, el cielo todo es avisos, el tiempo todo mudanzas y la Fortuna prodigios. No desmayéis, porque agora, manso arroyo cristalino, bajáis despeñado al valle desde alcázares y riscos, que al agua precipitada pudo luego el artificio levantarla cuanto pudo despeñarla el precipicio. Mientras más bajéis, más fuerzas cobráis, más valor, más brío para levantaros solo. Don Pedro, una cosa os digo: que los enojos de un rey son cometas cuyos giros anuncios son de sucesos adversos; por eso huildos, pues no se examinan culpas si se ejecutan castigos. Pase el enojo el cometa severo; y en tanto, amigo, ausentaos vos, que yo quedo en palacio, donde afirmo que no os vais, pues que se queda este pecho, que es lo mismo. Yo cuidadoso sabré quién son vuestros enemigos y, aventurando la vida, ¿qué es la vida?, poco he dicho: el ser, el honor, el alma, felice en vuestro servicio, sacaré a luz la verdad destos nublados que han sido la noche de vuestro honor, hasta que claros y limpios deje el sol, venciendo sombras, cabellos crespos y rizos, haciendo nubes de nácar claras troneras de vidrio. Poca fuerza contra mí la Fortuna habrá tenido si este bien no me ha quitado, que es mucho bien un amigo. Pediré licencia al rey para ausentarme; advertido vivid en palacio vos. Y sola una cosa os digo porque no desconfiéis de mí, y es que no he tenido culpa. ¡Jesús! ¿Tal agravio a mi amistad? De vos fío lo que debo y, cuando no lo hiciera, el haberos visto padecer os disculpara, pues ya dice el haber sido infeliz ser inocente, que dar sin culpa castigos es inclinación del hado y es de la Fortuna oficio. Dadme los brazos, que el pecho os responde agradecido. Y a vos el alma os responda, deshecha en los ojos míos. Obligación vuestra es levantarme por caído. Sí, como vuestro el caer por levantado lo ha sido, de modo que ya los dos navegamos un mar mismo. Sí, pues los dos igualmente del bien y del mal supimos. Dejadme solo; ninguno quede conmigo. ¡Cruel melancolía! ¡Notable! Álvaro, pues ¿tú también me dejas? Quien dice a todos a nadie exceta. Así es; mas quien la ley establece puede derogar la ley. Quédate solo conmigo; serás tú solo a quien dé parte de mis sentimientos, que no es posible que un rey viva sin tener un polo con quien partir el poder, que Atlante no sustentara tanta máquina a no ser el Olimpo de los cielos parda coluna también. Mas ¿cómo a tantos favores posible ha sido que estés suspenso? ¿No me agradeces la eleción y que te dé lugar en el pecho mío? No, señor invicto, pues, más que agradeceros, tengo que dudar y que temer. Los lógicos naturales suponen que un hombre esté en un desierto que solo haya pisadas en él. Naturalmente este hombre tal silogismo ha de hacer: aquí hay pisadas, aquí ha habido gente; y también naturalmente es forzoso que haya de seguirlas, pues ha de ir donde fueren ellas; discurso que suele hacer un bruto, si es que los brutos discurren, pues que se ve por las estampas seguirse unos a otros tal vez. Este principio asentado, la aplicación oye dél: en el monte de Fortuna perdido estoy, pues no sé por dónde he llegado a verme en su eminencia, ni quién me guíe; pero animoso subir quise cuando hallé en el camino la estampa de un desafirmado pie que me decía: «No subas, pues que yo bajo. ¿No ves en mis avisos que vas a subir para caer?». Y era la verdad, pues cuantas señales consideré todas hacia mí venían. Pues si un bruto capaz es de un instinto que le enseña este argumento, ¿por qué ha de faltarme a mí cuando voy por camino que en él están vivas las memorias de don Pedro? Luego es bien que dude, tema y procure seguirle, perdido, a él, o que espere a que se borren las estampas de sus pies. Si hubiera, Álvaro, creído que traidor el Conde fue, no hubiera el Conde quedado con la vida. Yo llegué a desengañarle solo de que pudiera sin él vivir. ¿Díjele yo más, Álvaro, de que era el rey? Si por esto me pidió licencia, di, ¿fuera bien detenerle? No, señor; ¿pero quitarle después rentas, lugares y villas? Eso solo fue temer que no estuviese don Pedro retirado con poder mayor que yo; ese castigo materia de estado fue. Sí, mas con tanto rigor que ha llegado a menester valerse, señor, de algunos amigos para comer. Desengañe su arrogancia, escarmiente su altivez, que no ha de tener ninguno enterezas con su rey. Y esto, don Álvaro, aparte: en tu vida me hables dél ni con él te correspondas, que vive Dios que si sé que le escribes, que me enoje. Quiero desta suerte ver si los rigores ablandan hoy de Hipólita el desdén más que un tiempo los favores, porque me dicen que es pulítica del amor tratar mal por querer bien, y apurando esta verdad, escucha lo que has de hacer: salió apenas de la corte el Conde, cuando también ella salió de palacio y vino a esta quinta, a quien el Tajo sirve de alfombra y las nubes de dosel. Yo vengo a caza por verla y tú has de decirla que compre la vida del Conde con un favor que me dé, o de todos sus rigores tengo de vengarme en él. Esto le dirás y yo, para llegar a saber cómo me sirves y cómo ella te responde, haré destas murtas y jazmines un apacible cancel y, escondido entre estas peñas que el paso forzoso es por donde ella cada día sale al campo, escucharé su respuesta. Espera tú en esta parte hasta que el aurora de la tarde salga hermosa a florecer con las manos cuantas flores profano marchitó el pie. Aquesto has de hacer. Señor, ya tú sabes que llegué a tus plantas por el Conde; no se compadece bien solicitar yo el amor de hermana suya después que solicitó mi dicha. Y por última merced te suplico que a otro mandes que este recado le dé, pues no es decencia que sea yo el tercero suyo. Bien te disculpas; pero dime, ¿a quién valieras, a quién en la ocasión ayudaras: a tu amigo o a tu rey? A mi rey. Pues yo lo soy; ya sabes lo que has de hacer. ¡Oh inconstancia desigual de nuestro discurso! ¿Quién aplausos gozó del bien sin las pensiones del mal? Pues mi pecho, en pena igual, del bien y el mal ha sabido, solo una cosa te pido, Fortuna, y es, pues que estoy contigo en paz, desde hoy des mi memoria al olvido: déjame en aqueste estado, ni envidiado ni envidioso, donde ni aflija al dichoso ni consuele al desdichado, y supuesto que has llegado a un punto fijo, detén la rueda y en tu vaivén otro mi lugar ocupe; déjame a mí, que ya supe de tu mal y de tu bien. ¿Dónde vas? Tras mi deseo, discurriendo y vacilando, por este monte buscando a don Álvaro Viseo, pues de su nobleza creo que, viéndome como estoy y cuán infelice soy, remedio a mi pena sea, para que en los dos se vea lo que va de ayer a hoy. No puedo en palacio, no, por ser conocido en él, buscarle, ¡ah suerte cruel!; y así hoy, que a caza salió el rey, ocasión me dio para que en el monte pueda hablarle porque conceda a mi llanto pena alguna. ¿Estos son, diosa Fortuna, los efetos de tu rueda? ¿Qué diosa o qué calabaza? Dila una deidad sin ser, una inconstante mujer que asegura y amenaza; mas no ha sido mala traza para aliviar tu dolor venir buscando, señor, a don Álvaro, pues creo que su amistad, su deseo, su obligación, su valor, su justo agradecimiento, su condición generosa, liberalidad piadosa y propio conocimiento alivien tu sentimiento. ¿No es el que está solo? Sí; llega y confía, que aquí toma puerto tu fatiga, y basta que yo lo diga. Temblando llego; ¡ay de mí! Álvaro, si ha sido mucha mi desdicha, bien se advierte, pues llego... A ocasión tan fuerte que el rey te mira y escucha. ...con la vergüenza que lucha por decir y por callar. ¿Cómo se podrá explicar quien solo sabe sentir o cómo sabrá pedir quien solo ha sabido dar?, en cual ocasión ninguna persona que a los dos viera en los dos no conociera el rostro de la Fortuna. Desde el monte de la luna ayer la mano te di para levantarte a ti; caí del lugar primero, donde quedaste, y espero que tú me la des a mí. ¿Cómo te podré decir la miseria de mi estado sin decir que te he llegado a haber menester pedir? No vengo yo a recebir de ti lo que me has debido; no a cobrar de ti he venido deudas de plazos tan breves: no pido porque me debes, sino solo porque pido. ¡Ay cielos! ¿Qué puedo hacer, que el rey me mira y advierte mis acciones? ¿De qué suerte le pudiera responder sin ser ingrato ni ser desleal? Si algo le digo, se enojará el rey conmigo; si callo, ingrato seré a tanta amistad. ¿Qué haré entre mi rey y mi amigo? Muera el amistad y muera con ella mi vida, pues esta entre mis dudas es la eleción más verdadera. Pues ¿cómo desta manera te vas sin que el labio abras? Tu mismo sepulcro labras, si nombre de ingrato cobras. ¿Qué he de esperar de las obras de quien niega las palabras? No me ofendo, antes me obligo de que en desdichas tan graves vuelvas la espalda, pues sabes que está segura conmigo. ¿Así te vas y de amigo borras los ilustres nombres? Pues, Álvaro, no te asombres diga la Fama importuna que en buena o mala fortuna las dichas mudan los hombres. ¡Vive Dios que has de escucharme y, ya que no merecí otro galardón de ti, que no has de poder quitarme este gusto de quejarme! ¿Eres tú aquel a quien yo quise tanto? ¿El que me dio palabra de que por mí volvería ausente? Sí. ¿Y no te disculpas? No. Pues ¿por qué, ingrato, por qué conoces el beneficio para negarle? ¿Es indicio de lealtad, amor y fe? ¿Qué me respondes? No sé. ¿Hay más penas, más enojos? Si lágrimas son despojos que disculpan los agravios, nada me digan tus labios, que harto me han dicho tus ojos. No responde y enmudece; llegaré yo a presumir que calla por no decir penas que el cielo me ofrece. Pues más fácil me parece haber mi mal presumido que su ingratitud creído y es más cierto haber pensado que yo sea desdichado que tú desagradecido. ¡Vive Cristo, que se fue y que solo respondió una vez sí y otra no y, por última, no sé! ¿Yo no te lo dije? A fe que si tú a mí me creyeras, que nunca a hablarle vinieras. Aguarda mientras le digo que es un desleal amigo. Ya, pensamiento, ¿qué esperas? ¿Qué esperas, memoria mía? ¿Qué espera mi confianza si ha faltado la esperanza que en un amigo tenía? Que era infeliz no creía mientras probaba el castigo de los cielos; ahora digo que lo soy, ahora lo creo, pues tan infeliz me veo que ya no tengo un amigo. Árboles, peñas y flores, pues faltan para mis quejas a los hombres las orejas, ténganlas vuestros rigores. ¡Vive Dios que son traidores los que matarme han querido! Íñigo y Ordoño han sido, porque a los dos desmentí, los que se vengan de mí. Su llanto me ha enternecido. Mucho hago en resistir el dolor y el sentimiento que a sus estremos atento mil veces quise salir a hablarle y, por no decir adónde estoy, he callado. Gente a esta parte ha llegado ya; los que esperaba son. Yo he perdido la ocasión de haber agora escuchado a Hipólita, porque allí está el Conde y ella viene. Retirarme me conviene; no me vea el Conde aquí. Aunque la ocasión perdí, por lo menos ha servido haber estado escondido de haberme desengañado que el Conde no está culpado. Sabré cierto y advertido la verdad. Ya dije que era ingrato, soberbio, vano, mal caballero, villano y que, si yo le cogiera cuerpo a cuerpo, yo le hiciera que menos ingrato fuese. Y él, ¿qué dijo? El cuento es ese, que nada me respondió porque no lo dije yo de manera que lo oyese. ¡Ay García! ¿En qué consiste el ser yo tan desdichado? En que yo soy tu criado. ¿Por qué es mi suerte tan triste? Porque a mí me recibiste. ¿Hay desdicha más cruel? ¿Cómo, García, de aquel traidor podré asegurarme? ¿Qué haré yo para vengarme? Acomodarme con él; quedarás de tus cuidados vengado, pues desde hoy serás muy feliz, que soy la peste de los criados. Tres romanos celebrados dueños del caballo fueron Seyano y los tres murieron. Si azar el caballo es, hable el mundo de otros tres que en lacayo azar tuvieron. ¿Qué haré? Despedirme a mí, que de mi mala figura se anda huyendo la ventura. ¿No has oído gente? Sí. Mucho sentiré que aquí me vean. Pues mientras pasa, detrás desta peña escasa de sombras podrás ponerte. Dices bien. ¡Oh, avara suerte!, ¿aun peñas me das por tasa? Ya llega Hipólita adonde el rey escondido intenta escuchar entre los dos mi cuidado y su respuesta. Aquí fue donde quedó y detrás de aquellas peñas, que a pesar del tiempo viven de verdes hojas cubiertas, veo el bulto. ¡Qué turbado llego a tan loca experiencia! ¡Perdona, lealtad; perdona, amistad, porque esto es fuerza! Bella Hipólita, que es esto ya te habrán dicho las señas tu desdicha, porque dice infeliz quien dice bella, escúchame atentamente, entre lágrimas y quejas, los sentimientos que el alma da desde el pecho a la lengua. García, ¿qué será aquesto? Calla, para que lo sepas. Álvaro, ¿qué turbación, qué suspensiones son estas? Hablad, que turbada el alma, hablad, que la vista atenta a vuestras razones vive, no de otra suerte que llega un hombre al mortal veneno que ha de matarle y espera a que le mate el dolor, muriendo desta manera entre el temor y la duda de cobarde el que pudiera morir de animoso. Hablad, declaraos de presto y sea la desdicha quien me mate y no los temores della. El rey, mi señor, a quien tu celebrada belleza liberalmente castiga cuanto avaramente premia, ofendido de que haya a la majestad defensa y tenga el honor sagrado en quien ampararse della, deponiendo el gusto quiere valerse ya de la fuerza. Hipólita, un poderoso ofendido ¿qué no intenta? Para lo cual me mandó que yo de su parte venga a decirte que si mides igualmente la belleza con el rigor, él también medirá igualmente atentas la crueldad con la justicia, tomando de otra manera contra tu sangre las armas. Y aquí te pido que adviertas cuán mansamente castiga por tu respeto su ofensa, y así dice que si tú de ser ingrata no dejas, dejará de ser piadoso, que tú en esta parte seas juez de tu causa, advirtiendo su amor. Mi embajada es esta. Bien el rey me habrá escuchado; por eso llegué tan cerca. ¿Cómo es posible, ¡ay de mí!, ofendida la paciencia, sufrir tanto? Disimula y lo que responde espera. Delitos hay tan atroces que ya cuando un hombre llega a cometellos no hay ley que disponga su sentencia, y es porque nunca previno la imaginación que hubiera quien los cometiese. Así, muda, turbada y suspensa no sé yo qué responder, que no pensaba que fuera posible que a tal estado pudiese llegar mi ofensa. Mas, pues quebrastes la ley, quiero daros la respuesta, mal caballero, villano, que no es posible que sea de ilustre sangre quien es desagradecido y deja de ser amigo por ser poderoso, ave funesta y ingrata que al mismo dueño que le regala y alberga saca los ojos, después que la crio, como fiera. Aquella ave generosa, aquella ave dulce, aquella tan noble y agradecida que, si a la casa que llega a anidar, liviana esposa hace a su señor ofensa, ella muere de dolor, mira, que al revés intentas, en casa que fue tu albergue, del noble dueño la afrenta. No, no me quejo del rey, por no presumir que pueda ser verdad que un rey tan justo se valiese de la fuerza contra una mujer sabiendo que hay en mi honor resistencia, que hay en mi pecho valor y hay en mi sangre defensa; de ti me quejo, de ti, que en ocasión como aquesta no preveniste que había de ser esta la respuesta. O culpado o inocente está mi hermano, esto es fuerza; si está culpado —que yo no presumo que tal sea—, examínele su culpa, escarmiéntele de pena, que menos inconveniente es que culpado padezca, que no inocente mi honor cuando su vida defienda. Si no está culpado el Conde, él vencerá las sospechas, negras nubes que se oponen a la luz de la nobleza como el sol que, desvelando el horror de las tinieblas, sale más bello, que tiene la verdad divinas fuerzas. Esto diréis, al rey no, pues no es razón suya esta, sino a algunos lisonjeros que con las alas de cera, sin temer del sol los rayos, escalar al cielo intentan; a vos mismo, conociendo que, si más vidas tuviera que piedras tiene este monte, que tiene este mar arenas, todas las perdiera, todas, desesperada, en defensa de mi honor. Y si del Conde en una mano tuviera la vida, en otra la muerte, yo mesma, Álvaro, yo mesma hoy con esta le matara por no ofenderle con esta. Si antes de pesar no pude poner freno a la paciencia, ya de placer... Calla agora. ¡Qué mujer tan noble y cuerda! ¡Hágante los cielos bien! ¡Qué gusto he tenido en verla tan prudente, tan altiva, honrada, firme y resuelta! Ya, señor, habrás oído de Hipólita la respuesta. Mas ¿qué es esto? Desengaños del mundo, Álvaro, que enseñan a vivir. ¡Válgame el cielo! ¡La tramoya ha estado buena! ¿Alcahuetico me sois? ¿Qué disculpa habrá que pueda cobarde satisfacer tantos géneros de quejas? ¡Vive Dios!... Detén la espada; deja, ilustre Pedro, deja que me dé la muerte, antes que tu acero, mi vergüenza; que aunque pudiera, es verdad, satisfacerte y pudiera disculparme, un puñal tengo al pecho, un lazo a la lengua, un nudo al cuello y, en fin, una mordaza que sella mis labios. Pero si aguardas a que la verdad se sepa y salgan a luz los rayos que agora entre nubes densas son embozos que deshacen del sol las doradas trenzas, sabrás que por ser leal soy traidor. ¡Ah, quién pudiera declararte más! Mas basta que lo diga, porque entiendas que para explicarme más no me da el tiempo licencia. Mas solamente te digo que soy tu amigo y que adviertas que tal vez los ojos nuestros se engañan y representan tan diferentes objetos de lo que miran que dejan burlada el alma. ¿Qué más razón, más verdad, más prueba, que el cielo azul que miramos? ¿Habrá alguno que no crea vulgarmente que es zafiro que hermosos rayos ostenta? Pues ni es cielo ni es azul. Pero ¿qué razón más cierta que parecerte traidor sabiendo tú mi inocencia? ¡Vive Dios!, digo otra vez que soy tu amigo con muestras tan leales que algún día querrá el cielo que las creas. En tanto que esta verdad sabes, en tanto que llega la luz deste desengaño, no desconfíes, no temas, no dudes de mi lealtad, para que en esto te deba aun darme más que la vida, el honor y la riqueza cuando llegué a estos umbrales tan pobre que me fue fuerza tomar de un perro el sustento. ¿Cómo ha de tener soberbia ni ser desagradecido quien desto, Conde, se acuerda? No sé cómo responder, que en varias dudas envuelta el alma cree lo que oye cuando lo que mira niega. Mas yo he de quejarme al rey hoy del rey mismo con cuerda resolución, entablando con don Álvaro la queja; y hasta entonces sufrir quiero callando enojos y pena. ¡Venganza, cielos, venganza! ¡Paciencia, cielos, paciencia! ¿Alcahuetico me sois? García, detente, espera. Sí haré, que también yo vengo a pedirte que siquiera me des una cuchillada del mismo tamaño que esta, para que quede, señor, igual la correspondencia. ¿Oyó el Conde cuanto dije a Hipólita? De manera que no lo oyera mejor a decírselo un trompeta, que no te dije en mi vida otra cosa, si te acuerdas, sino: «Señor, cuando hables con las Hipólitas, sea quedo»; y no quisiste hacerlo. ¿Y qué dijo? Muy atenta la vista, clavada en ti, decía desta manera: «¿Alcahuetico me sois, Álvaro? ¡Pues para esta!»; y no hablaba otra palabra. Y, aquesto acabado, venga algo. Toma y déjame. Loco estás, pues tiras piedras. ¿Pero hacia dónde cayó? ¿Qué buscas de esa manera, García? No busco nada. Pasa adelante, no seas tan curioso, que allí está tu amo, que busco unas yerbas para hacer un defensivo contra el mal de la jaqueca. Pues busca las yerbas tú, que ya yo he hallado una piedra que vale mucho dinero. ¿Hay desdicha como aquesta? Esa es la que yo buscaba y es mía. Engañarme intentas, porque tú yerbas buscabas para el mal de la cabeza. Por Dios que es mía y que haré una información muy plena de cómo yo la perdí. Y tan perdida que es fuerza que no la vuelvas a hallar o vente tras mí por ella. ¿Oyes, señor? La sortija que tú me diste... ¡Que vuelvas a matarme! ¡Vive Dios que te rompa la cabeza! ¡Vive el cielo que te mate, García, si no me dejas! Hombres que sois desgraciados, decidme, por vida vuestra, qué debo yo hacer aquí viendo que el diablo rodea que a mí me den la sortija y que el otro dé con ella. Yo me llevo los porrazos y él el diamante se lleva. ¡Venganza, cielos, venganza! ¡Paciencia, cielos, paciencia! ¡Álvaro! ¿Qué suspensión, qué delirio, qué tristeza es esta? El Conde, señor... Ya lo sé, no me refieras que llegó a hablarte y que tú enternecido quisieras consolarle, y yo también, porque escuchando sus quejas resuelvo que es imposible que traidor el Conde sea, que él a solas no estrañara su culpa, si la tuviera. Y para satisfacerme he de usar de una cautela: verás su lealtad premiada y castigada su ofensa. ¿Qué hay de Hipólita? Pensando que aquí escondido me oyeras... Fuime, porque vi perdida la ocasión; mas, ¿qué hubo en ella? Díjela lo que mandaste y trocose de manera la suerte que me oyó el Conde; y así dice que en defensa de su honor importa solo que el Conde la vida pierda. ¡Vive Dios que ese valor me ha obligado de manera que lo que fue tema amando ya premiando ha de ser tema! ¿Habrá algún hombre en el mundo que desengañado quiera o que quiera aborrecido porfiar contra su estrella? No. Pues ya que yo llegué a la última experiencia, desengaño mi esperanza: muera yo porque ella muera. Tan honestamente quise a Hipólita que, si fuera más venturoso mi amor, me pesara a mí por verla rendida, porque más quiere quien llega a querer de veras el honor de lo que ama que el fin de lo que desea. Este es amor dado a un rey y, para que mejor sea, verá mi amor desengaños acrisolando las fuerzas de amistad, lealtad y honor. Íñigo y Ordoño llegan. Retirado vuestra alteza no deja hallarse. En mi daño, donde acaba un desengaño otro desengaño empieza. Íñigo y Ordoño son de los que el Conde recela su daño y una cautela puede en aquesta ocasión ayudarme. Yo leí un discurso que decía que ningún hombre podía oír su culpa tan en sí que no se turbase y quiero con esta curiosidad acrisolar la verdad del desengaño que espero. Ordoño. Señor. Advierte lo que tú has de hacer por mí. Sabré yo ofrecer por ti en los brazos de la muerte mi vida. Pues solo quiero que a lo que dijere yo nunca me digas que no, sino siempre muy severo dirás que sí sin temor. Haz cuenta que ya lo ves. Ordoño, en fin, ¿verdad es lo que dices? Sí, señor. ¿Ese hombre, en efeto, fue el que la carta escribió —a nada digas que no— para don Manrique, en que le avisaba que quería levantarse contra mí el Conde? Responde. Sí. No es vana la industria mía; no se ha declarado mal el secreto. ¡Vive Dios que se han turbado los dos! ¿En fin, él fue el desleal, el aleve y el traidor? ¡Válgame el cielo! ¡Que así me vendiese Ordoño! Di, ¿esto es verdad? Sí, señor; que ya que Ordoño llegó a descubrirte mi culpa, quiero tener por disculpa solo el confesarlo yo: lo que dice Ordoño es cierto. ¿Hay suceso más felice? No es Ordoño el que lo dice, sino tú, tu desacierto, tu malicia y tu crueldad, caso que el cielo previene para enseñarnos que tiene mucha fuerza la verdad. ¿Dónde vas, señor? Espera. Dejadme, Hipólita y Laura, porque en presencia del rey he de entablar mi venganza. ¿Qué es aquello? Ilustre Alfonso de Aragón y de Navarra, cuyo nombre viva eterno en los labios de la Fama, permite que agora llegue tan ofendido a tus plantas que me obliga el sentimiento a romper la ley que manda que el que ha de morir no muera mirando a su rey la cara. Yo, ofendido de un aleve amigo... Detente, aguarda, que el sentimiento te ciega, que la presunción te engaña. No estás informado bien de la amistad que así guardas, de su lealtad y valor respondo yo a la demanda: don Álvaro es noble amigo; no hay en su término mancha de ingratitud, y que yo pongo sobre mí la causa, siendo tercero entre dos amigos tales que aguarda el tiempo a hacerlos eternos en vividoras estatuas, y porque mayor firmeza desde hoy tenga amistad tanta, pasando a deudo le doy por esposa a vuestra hermana, asegurándoos de todo cuerdamente, y esto basta. Hipólita, desta suerte premia quien de veras ama, que dar por pesares gustos es la más noble venganza. Vos, Álvaro, ya sabéis qué esposa tenéis. Levantas a las nubes mi fortuna, al cielo mis esperanzas. Logró su industria el amor después de fortunas tantas; aquí mi ventura empieza. Aquí mi ventura acaba: murió mi amor, mi deseo). Agora, don Pedro, falta que hagáis dos cosas por mí: la una es quitar la causa a las lenguas lisonjeras que ignorantemente hablan que toméis estado; otra es que, volviendo a mi gracia, seáis otra vez el centro de mi amor y mi privanza, y así, por daros de todo satisfación y venganza, sed, Conde, de Íñigo y Ordoño juez de vuestra misma causa y pronunciad su sentencia. Si tú con prudencia tanta me enseñas a perdonar, de ti he de aprender, y basta. Porque ellos mismos no vean su error, que al momento salgan de Toledo desterrados; y por hacer lo que mandas, en tu presencia, señor, doy la mano a doña Laura, si mi humildad y deseo merecen ventura tanta; y me quedaré a servir con mayores esperanzas de que sabré, pues ya supe del bien y del mal. ¡Aguarda! Ya sabrán vuesas mercedes que en el punto que se casan las damas de la comedia es señal de que se acaba y, siendo así, poco a poco vuesas mercedes se vayan, advirtiendo los deseos y perdonando las faltas, sin morder en la comedia porque otros vengan mañana.