Solo a vos, amigo y señor mío, me atreviera a decir desnudamente mis desdichas, como a persona que, si no fuere parte a remediarlas, será todo a sentirlas. Desta ciudad, por causa de una muerte, se ausenta un caballero, de cuyas señas y nombre os informará ese criado. Lleva consigo una hija mía, que, como cómplice en el primer delito, ha añadido el segundo. Hanme dicho que pasa a España. Si fuere ese puerto el que tomaren por sagrado, deteneldos en él, aviniéndoos como con mis hijos, por que, ya que ellos anden errados en mi honor, yo de todo punto no le pierda. Mucho a sentir he llegado este infelice suceso de don Alonso y confieso que le estoy tan obligado en acordarse de mí en sus desdichas, que diera, por que a ampararse viniera este caballero aquí, una rica joya. Y juro al cielo que mi valor había de dejar su honor de toda opinión seguro, porque es muy grande el empeño en que un hombre a otro pone, cuando a hacerle se dispone de tales desdichas dueño, fuera de que yo le tengo obligaciones muy grandes desde que fuimos en Flandes amigos, y ya prevengo hacer finezas por él y sólo saber espero quién es este caballero, este homicida cruel de su vida y de su honor. Don César Ursino es quien un hombre mató y también robó a Flérida, señor; que no hay duda que sería, pues por su hermosura bella fue el desafío y él y ella faltaron el mismo día. Yo le conozco y, si quieres que buscarle solicite, dame orden que visite las posadas, pues tú eres Gobernador; que yo vengo de mil señas advertido que aquí ha de estar escondido. Yo mismo en persona tengo de andarle con vos buscando y así avisarme podéis de las señas que traéis. Aquesta mañana, cuando a la posada llegué, pasar vi un criado suyo, de cuyas señas arguyo que aquí don César esté, pues con él había venido. ¿Seguístele? Ya encargué a un camarada –porque no era del tal conocido– le siguiese y me avisase dónde le dejaba. Bien. Id y informaos de quien le siguió de cuanto pase en su busca y, cuando haya alguna luz, iré yo a prenderle; porque no es bien que sin tiempo vaya, que ir un juez alborotando el lugar, sin saber más, es advertirle no más de que le andamos buscando y él se guardará mejor. Cuerdamente has prevenido y de todo eso advertido volveré a verte. ¡Ay, honor, en una fácil mujer a cuánto peligro estás! Señor. Hija, ¿dónde vas? Vengo a verte y a saber en qué mi amor te merece tan gran desaire. ¿Que así, sin acordarte de mí, salgas de casa? Parece que estás triste. No te espante ver en mí tan loco estremo, que, al fin, como padre temo. ¿Qué perdido caminante en noche obscura llegó donde a un pasajero viese robado, que no temiese? ¿Qué marinero tocó el golfo, donde ignorado está el escollo cruel, sepulcro de otro bajel, que no quedase admirado? ¿Qué animoso cazador encontró a la luz primera muerto a manos de una fiera, que no tuviese temor? Yo, pues, en este papel, caminante, he descubierto dónde está el riesgo más cierto; marinero, he visto en él el bajío y, cazador, en él he visto la fiera que darme la muerte espera, porque al fin es el honor, para quien su riesgo advierte, caza, camino y bajel, y están opuestos a él escollo, peligro y muerte. Llena estoy de confusiones. ¿Si es que mi padre ha sabido algo, Celia, y ha querido con tan prudentes razones avisarme de que tiene peligro su honor? No sé, mas muy ponderado fue el sermón que nos previene. Sin duda que algo ha entendido de tu necia voluntad y, si va a decir verdad, mucha razón ha tenido en reñirte, porque seas, tan a costa de tu honor, heresiarca del amor, pues introducir deseas nuevas setas. Si tú amaras como tus padres y abuelos, con tus quejas y tus celos, penas y glorias, no hallaras las dudas que en un amor encubierto y disfrazado, de tu galán ignorado y sabido de tu honor. Celia, más razón tuvieras de culpar mi necio amor, cuando del primer error advertida no estuvieras; mas, ya que desentendida me has culpado de ese modo, quiero advertirte de todo. La fama y honra adquirida de mi padre mereció que su Majestad le diera este gobierno y viniera en él a servirle. Yo con mi padre, claro está, vine a Gaeta y aquí bien vista de todos fui, y tan bien vista que ya el serlo, Celia, sentía; pues de ninguna manera dueño de mí misma era. Cuando de casa salía, en cualquier parte escuchaba: “La hija del Gobernador”; en la iglesia era mayor el ruido cuando a ella entraba; si salía, jamás allí faltó quien me conociese, ni fui a parte que no fuese con publicidad, y así era de todos notada. Si lloraba o si reía, en la plaza se sabía; y deste aplauso cansada –que aun cansa la vanidad–, por que sin tanto juez pudiese verme tal vez, depuse la autoridad y con algunas criadas a esos jardines salía, donde hablaba y donde vía con libertad de tapadas. Un día que al mar salí –¡oh, cielos, y quién supiera en qué día el mar le espera!–, en él a mi padre vi. Con la turbación forzosa en una quinta me entré, donde un caballero hallé que, viéndome temerosa, en mi defensa se puso, porque sin duda creyó mayor mal cuando me vio, y a ampararme se dispuso. Yo, agradecida a la acción, mi riesgo le aseguré y a pocos lances hallé, no solo resolución, sino ingenio y gracia al doble; nobleza no digo, pues, hombre valiente y cortés, ya había dicho que era noble. Díjome que le dijese quién era, a que respondí que, si quería que allí algunas tardes le viese, iría con condición que no había de saber jamás quién era ni hacer en esto demostración de seguirme ni rogarme que el rostro le descubriese ni mi nombre le dijese. Volvió cortés a obligarme, jurándolo así. Confieso que algunas tardes volví a verle, que él está allí no sé si escondido o preso, porque no supe jamás más de que se llama Fabio. Yo, que busco sin mi agravio el divertirme no más sin peligro de mi honor, pues él apenas lo sabe, dejando aparte lo grave, tengo... iba a decir amor, mas no me atrevo, porque la novedad que en mí veo no es bien amor ni deseo ni sé lo que es; solo sé que mi padre no ha de ser con sus razones bastante para que, amante o no amante, yo le deje de ir a ver. Temo estas locuras, cuando, hechos los conciertos ya, tu padre a tu esposo está por instantes esperando; y tanto que ha ya mandado que el cuarto bajo de casa, cuya puerta al tuyo pasa, limpio esté y aderezado, porque ha de hospedarse en él. Eso solo me faltó, ¡ay, Celia!, para que yo de mi fortuna cruel mejor me pueda quejar. Una bizarra mujer, forastera al parecer, dice que te quiere hablar, si das licencia. ¿No dice quién es? Solo dice que es una mujer. Entre, pues. Ya será puerto felice de mi fortuna, no en vano, este suelo a que me ofrezco, si besar en él merezco, señora, esa blanca mano. Alzad, señora, del suelo; ved cuán gravemente yerra quien así rinde a la tierra todas las luces del cielo. Cuando mi beldad lo fuera, rendirme no fuera error a otro cielo superior, que así en una y otra esfera fuéramos cielos las dos y estuvieran en el suelo un cielo sobre otro cielo; y, estando rendida a vos, que ostentáis luces tan bellas, yo, que lloro mi fortuna, seré el cielo de la luna y vos el de las estrellas. (Bachillera es la señora). Estimo en mucho el favor, no por cielo superior, que esotro ilumina y dora, sino por ver que en las dos está bien partido así el hacerme estrella a mí, haciéndoos planeta a vos. Mas ¿qué mandáis, en efeto, en que os sirva? En vos quisiera que noble amparo tuviera una infeliz. Si es secreto, quedaré sola. No importa que sepan, si por bien es, lo que han de saber después. Pues decid. Yo seré corta: hermosísima Lisarda, en cuya belleza, en cuya discreción están de más el ingenio y la hermosura, yo soy... Pero ¿qué os importa que encareceros presuma limpio honor, ilustre sangre, padre noble y fama augusta, si en quien se confiesa pobre está padeciendo dudas la nobleza, y en quien llega a haber menester se injuria el valor? Porque en efeto, con suerte mísera y dura, los pobres son en el mundo sátiras de la fortuna. Una mujer soy no más, pero, por serlo, procura mi desdicha hallar piedades que el valor no negó nunca. ¡Oh, quién trujera consigo, para haceros más segura mi verdad, algún testigo que más que la lengua muda os informara de mí! Mas suplan su ausencia, suplan su falta los ojos míos, fuentes que mi rostro inundan; serán testigos de abono estas lágrimas, que juran desde luego que es verdad cuanto la lengua pronuncia. Hija soy de ilustres padres, cuyo nombre es bien que encubra por su respeto, pues basta que destruyeron mis culpas su honor allá, sin que aquí su fama también destruya. Puso los ojos en mí, entre otras personas muchas, un caballero, mi igual en partes como en ventura. Solicitaba mi calle, siendo -desde que madruga la aurora a peinar en flores las madejas de oro rubias hasta que en lechos de nieve halla undosas sepulturas, juzgando para sus rayos todo el mar pequeña tumba- girasol de mis ventanas, haciendo galas confusas con mil colores las calles selva de galas y plumas. Girasol era de día, pero, desde que entre turbias sombras el sol rebozado a nuestros ojos se oculta, era un Argos que velaba, a cuya constancia, a cuya fineza postré el decoro de mi libertad. Disculpa mi facilidad, que eres mujer y sabrás sin duda cuánto nuestra vanidad de verse adorada gusta. En este estado llevaba viento en popa la fortuna nuestro amor, gozando alegres ratos que la noche obscura dispensa entre dos amantes, siendo jazmines y murtas de un jardín verdes testigos de mil temores y dudas, porque así se estima más lo que más se dificulta. ¿Quién dudará que ellos fueron nuestra tormenta? ¿Quién duda que ellos la calma de amor volvieron montes de espuma? Un bizarro caballero, sin darle ocasión ninguna, dio en mirarme, pero hallando en mí desdenes y injurias, pasando mi calle, vio que el recato y la cordura no era oro todo y que amor iba a la parte. Con furia celosa quiso vengarse –¡pensiones de amor injustas!– y una noche triste y fea más que otras, pues la luna sacó entre nubes el ceño lleno de sombras y arrugas, vino primero a la calle, donde cauteloso hurta la seña y entra al jardín a tiempo –¡oh, suerte importuna!– que ya mi esposo venía; el cual, viendo –¡oh, pena dura!– a las luces que en su muerte temerosamente pulsa ese trémulo farol, esa lámpara noturna entrar un hombre, tras él entra y ciego le pregunta, con mal formadas razones, que le diga lo que busca. Él no le responde nada, sino se emboza y se empuña en la espada. Y yo, que estaba ni bien viva ni difunta, iba a responder por él, cuando veo que se juntan los dos y, brillando a un tiempo las dos espadas desnudas, se tiran. No así animados cometas el aire cruzan como estos rayos de acero, pues, para que no les suplan el fuego, hicieron los dos que fuego la tierra escupa. Quiso Dios, quiso mi suerte –ya que hubo de ser alguna– que al pecho de mi enemigo llegó primero una punta. “Muerto soy”, dijo, y cayó sobre unas flores caducas, que a ser tálamo nacieron y murieron a ser urnas. Mi esposo, en viéndole –¡ay, cielos!–, dijo en voces tartamudas: “Goza, ingrata, aquese amante que a tales horas te busca, pero en su sangre bañado, y aun así no me asegura, que para matar de celos basta un muerto”. Y yo confusa, como pude, quise hablarle; mas, sin esperar disculpas –que son Alcorán los celos, que no se dan a disputas– salió del jardín, adonde el fuste y la rienda ocupa de un rocín que le esperaba... ¿Diré un pájaro sin pluma? Sí, pues volaba. Yo, triste, quedé muerta, cuando escuchan mis oídos que en la calle ya la vecindad murmura, ya mi casa se alborota, ya mis criados se turban y ya mi padre infelice a voces por mí pregunta. No me atreví a responderle; antes, teniendo la fuga por entonces a su enojo por mejor y más segura, salí de casa y me fui llena de asombros y angustias a la de una amiga, adonde estuve algún tiempo oculta. Supe en ella que mi amante pasar a España procura y para satisfacerle salí, señora, en su busca; pero no he hallado hasta aquí seña ni razón alguna. Y advirtiendo en tantos riesgos que voy caminando a escuras, quiero a mi loca esperanza dar en el mar sepultura. Y así, habiendo de vivir honrada a la sombra tuya, porque, habiéndome informado tu valor y tu cordura, de ti, de ti he de valerme. No consientas, pues, no sufras que una mujer bien nacida ande expuesta a las injurias del tiempo. Criadas tienes y poco número es una. Mi opinión, señora, ampara, mis desdichas asegura, mis temores favorece, lisonjea mis fortunas. Mujer eres, por mujer me favorece y ayuda, así no tengas amores o los tengas con ventura. Alza, señora, del suelo y esas lágrimas enjuga, que se correrá la aurora, si así su oficio la hurtas. No he menester más testigos de abono que tu hermosura para creer que son ciertas todas las desdichas tuyas. ¿Cómo te llamas? Yo Laura. Pues, Laura, si de eso gustas, desde hoy quedas en mi casa no a servir, como procuras, sino a ser servida. Entra en ella, que es cosa justa que no te vea mi padre hasta que licencia suya tenga para recebirte. Guárdete el cielo. (¡Ay, fortuna, no me sigas más, que basta verme en tantas desventuras!). No sé, señora, si aciertas –si bien la piedad es justa– en admitir en tu casa esta mujer. Pues ¿qué dudas? Que hay ya mujer en el mundo que es doncella y que es viuda, es villana y es señora, y con cautela y industria, si bien viste una mentira, mejor una ama desnuda. Grande ventura ha sido haberme en esta quinta detenido, don César, pues en ella os hallo sin pensar. Mi buena estrella aquí os trujo; los brazos me dad segunda vez. Con tales lazos y con nudo tan fuerte que no le pueda desatar la muerte. ¿Qué hacéis aquí? Son cosas muy largas de contar y muy penosas. Bien se ve que de Flandes venís, don Juan, pues ignoráis tan grandes novedades. Ya he oído, César, que una desgracia habéis tenido; por eso me he admirado de hallaros hoy aquí tan descuidado. No lo estoy, don Juan, mucho, pues con temores y sospechas lucho; que, si no os conociera, de donde estoy a veros no saliera. Mientras pasaje espero, porque embarcarme para España quiero, estoy aquí escondido, que el dueño desta quinta me ha servido y en ella retirado tengo por más seguro su sagrado, pues, cuando alguien viniera, tengo aprestado un barco en la ribera, donde remando puedo hacerme al mar y asegurar el miedo. Yo me huelgo de oíros y de llegar a tiempo en que serviros podré. Sabed que tengo mucha mano en Gaeta, porque vengo amante venturoso a lograr un amor y a ser esposo de la ilustre Lisarda, rica, noble, bellísima, gallarda y al fin única hija de don Juan de Aragón; nada os aflija, porque es en esta tierra Gobernador y capitán de guerra, y de algo ha de valerme tener el padre alcalde. En vos hacerme merced no es ahora nuevo, que me acuerdo muy bien de lo que os debo. Gocéis los desengaños de ese amor, de esa fe felices años; y, aparte el cumplimiento, ¿no me diréis, amigo, con qué intento aquí entrasteis? Quería en esta quinta divertir el día, que a Gaeta he venido, como soldado al fin, mal prevenido de joyas y de galas, y, aunque las de soldado no son malas, no son de desposado, y quiero estar dos días retirado, mientras que me prevengo de mucho lucimiento, que no tengo de llegar como vengo de camino a vista de mi esposa. Ya imagino más las venturas mías; aquí os podéis estar esos dos días escondido conmigo. Lo hiciera a no tener aquí un amigo que es alcaide del fuerte y, avisado, enviele un recado y, divertido en esta variedad, esperando estoy respuesta. Por eso mismo quiero apartarme de vos, pues, cuando espero que a recibirme venga, no es justo que de vos noticia tenga. Bien habéis reparado. Quedad con Dios, que yo tendré cuidado de veros en secreto, y que os he de servir, César, prometo. ¿Qué va que estás haciendo ahora un soliloquio reverendo en que llamas a cuentas al alma y los sentidos, y que intentas que ande hecho diablo de auto el pensamiento tras la memoria y el entendimiento? Señor, ¿quién vive ahora? ¿Vive Flérida ausente o la señora que tapada pretende tener futura sucesión de duende? Aunque siempre he tenido por cansadas tus burlas, nunca han sido, Camacho, más pesadas que agora. Pues ¿de qué, señor, te enfadas? De que hayas preguntado quién vive en mi memoria y mi cuidado. ¿Puede en él y en ella vivir nadie, si no es Flérida bella? Pues si amas de esa suerte, ¿cómo otro amor agora te divierte? Porque ausente me veo, tan lejos de su amor y mi deseo. Y en su sede vacante te acomodas. Así lo hacemos ya todos y todas. Perdí una noche triste patria y amor. Sola una cosa hiciste que todos te han culpado. ¿Reñir allí? No. ¿Cuál? Haber dejado allí a Flérida bella y ponerte tú en salvo antes que a ella. Dices bien; mas, si ama quien me culpa, di que entre a ver su dama y con otro la vea y, cuando entonces tan atento sea, que en ocasión tan fuerte mida el dolor y la aflicción acierte, me culpe. Yo sé que no lo errara, si agora a verme en la ocasión tornara, porque de dos la una no se yerra en el mundo cosa alguna. Mas ¿qué será de Flérida? ¿No oíste a un pasajero, cuando aquí veniste, que en Nápoles por cierto se decía que en un convento Flérida vivía? Mas por lo que hemos dicho de aquella dama andante del capricho singular, ella viene; y aquí lugar acomodado tiene lo de lupus in fabula, que quiere decir, según colijo, que así Lope a sus fámulos lo dijo. Ya mi deseo sabía, a ver en pardo arrebol salir rebozado al sol, que era para el campo el día; vengáis a dar alegría, sol disfrazado, a estas flores, que bebiendo resplandores de una luz que no se ve, como a su diosa, por fe os están diciendo amores. Creer cortesana quiero que las flores me dirán esos favores, si están oyéndoos tan lisonjero, porque a vos os considero tan galán que aun a las flores habéis enseñado amores. Antes dellas aprendí, después que venís aquí, las quejas y los amores; y enseñarlas fuera error, que no hay flor aquí delante que por haber sido amante no se le entienda la flor. Todas tuvieron amor y, pues amaron primero, no me hagáis tan lisonjero. Soislo mucho. ¿En qué lo veis? En que sin ver me queréis. Pues ¿no hay amor verdadero sin ver lo que se ama? No. Yo lo pruebo. ¿Cómo? Así. ¿Un ciego puede amar? Sí Pues como un ciego amo yo. El ciego, que nunca vio, ama lo que considera y, como verlo no espera, no desea verlo; luego, si pudiera ver el ciego, no amara lo que no viera; y ahora al contrario, pues vos no sois ciego y podéis ver, sin ver no podéis querer. ¡Engañada estáis, por Dios! Porque este amor en los dos es de mayor fundamento. ¿Hay para eso otro argumento? El objeto principal es de una alma racional la luz del entendimento; este amo en vos y, si viera sin nube esos rayos rojos, hoy entre el alma y los ojos el amor se dividiera; luego menos firme fuera en dos mitades partido que este solo al alma unido. Ved si era justo en tal calma quitar un amor del alma para dársele a un sentido. Cuando el alma dividiera con los ojos su luz clara, menos el alma no amara, aunque más el amor fuera. No entiendo de qué manera. Una luz de rosicler arde y, si a su hermoso ser otra pavesa se aplica, su llama la comunica y ella no deja de arder. Fuego es amor y da ciego, no viendo, en el alma enojos y, aunque le enciendan los ojos, no dejará de ser fuego, y tanto como antes; luego los ojos que están ajenos de luz y de sombras llenos, arder entonces verás, siendo en un sentido más sin ser en el alma menos. ¿Y piensa imitar aquí aquel estilo, doncella, de su ama? Diga: ¿y ella ha de estar tapada? Sí. Pues no me ha de ver a mí tampoco, que yo también tengo honor. Hace muy bien. Estemos, ¡cuerpo de Dios!, de máscara dos a dos y llévete el diablo, amén, si jamás te descubrieres; y, ese tallazo ocultando, lleve tu manto arrastrando por donde quiera que fueres. Desenmantarte no esperes jamás; tengas manto tanto que te adore Garamanto y después en el infierno te estén dando manto eterno las furias de Radamanto. Convencido estoy; no quiero en el discurso pasado tenerme por disculpado y, si amor no hay verdadero sin ver, no seré grosero en descubriros. Mirad lo que hacéis. Hoy perdonad, que he de veros. Bien podéis, mas quizá no me veréis otra vez. Con novedad estoy admirando aquí hoy de Psiquis y Cupido el engaño repetido, pero al revés, porque allí disfrazado Amor oí que entró a gozar el favor de Psiquis, y aquí es error el que ese manto concierta, pues Psiquis está cubierta, dejándose ver mi amor. Quitad ese obscuro velo, quitad esa niebla obscura y, si es cielo la hermosura, haya gloria en ese cielo. Y, si por eso en el suelo cubrir su hermosura vi con manto de gloria, aquí que haya es razón bien notoria para ti manto de gloria y de infierno para mí. Cuanto con ingenio sumo argüirme procuráis, también es bien que sepáis que usamos mantos de humo; y este de gloria presumo que en humo convertiré, pues me iré y no volveré. Pues por si volvéis o no, hoy tengo de veros yo. ¿Ya me visteis? Sí, y no sé por qué avarienta del día rayos guardáis. Mas ¿qué es esto? Todas son confusas voces cuantas oigo. ¿Qué es aquesto, Fabio? Señor, hazte al mar, porque este ruido, este estruendo, es que te viene buscando el Gobernador. Ya creo que tuvo aviso que aquí estaba. (¡Válgame el cielo! Mi padre viene, ¡ay de mí!, buscándome; no fue incierto el aviso de hoy). ¿Qué haré? Hazte al mar y con los remos quiebra esos vidrios azules. Quedad con Dios, que no puedo, bella dama, esperar más; que me importa el ir huyendo de mis desdichas. Las mías llegarán, señor, más presto, si os vais. ¿Qué queréis? Si sois, como mostráis, caballero, no desamparéis así a una mujer que está a riesgo de perder honor y vida solo por venir a veros. Más soy de lo que pensáis y, si en esta parte quedo sin amparo, con mi muerte al mundo daré escarmiento, que a mí me vienen buscando porque soy hija... No puedo pasar de aquí, porque ya dan con la puerta en el suelo. (Esto está peor que estaba. No hay sino morir, que un yerro pude una vez cometelle, mas ya advertido no puedo. No se ha de decir de mí que siempre a las damas dejo en el peligro). Palabra os doy que antes quede muerto que consienta en vuestro honor ni en vuestra vida desprecios. Entrad a esconderos, pues, mientras yo a guardaros quedo, porque, en hallándome a mí, tengo, señora, por cierto que no os busquen, porque soy yo a quien buscan. Vamos presto, Celia. Alza tú esos chapines. Buena hacienda habemos hecho. ¿Sois vos don César Ursino? Nunca niega un caballero su nombre. Daos a prisión. Ya lo estoy y solo os ruego consideréis que soy noble. Yo sé quién sois. El acero no os desciñáis, que con él habéis de ir, aunque vais preso. Una dama que con vos aquí ha de estar haced luego que, guardando a su persona todo el decoro y respeto que se le debe, parezca, que ha de ir presa. ¿Dama? Es cierto. ¿Dama aquí? No hay que negarlo, que bien informado vengo y sé también que está aquí. Mirad esa casa. (¡Cielo! ¿Qué mujer puede ser esta que en tal ocasión me ha puesto?). Aquí está un hombre escondido. ¿Quién sois? Soy un escudero deste caballero andante. ¿Por qué os escondéis? Yo tengo este vicio de esconderme, que no lo hago a mal intento. ¿Qué guardáis aquí? Señor, unos chapines. Ya veo indicios de lo que busco. ¿Dónde está dellos el dueño? Yo soy. Pues ¿traeislos vos? Broqueles de corcho pienso que están vedados, señor, por justas leyes del reino, mas no de corcho chapines. “Desdichado del enfermo donde chapines no hubiere”, dice un divino proverbio. Está indispuesto mi amo y tráigolos por remedio, por que no sea desdichado. En el último aposento tapada estaba esta dama. Descubríos. Estad quedos. Señora, no os descubráis, que yo sé muy bien que os debo toda aquesta cortesía. Perdonad si por vos vengo. Pues perdonad si con vos no va, porque yo resuelto estoy antes a morir que aventurar su respeto. Señor don César Ursino, no blasonéis tan soberbio, porque no será tan fácil como el decillo el hacello. Yo os sufro esta demasía por mucha parte que tengo en el honor desta dama; yo sé quién es y pretendo en su respeto y honor tanto como vos su aumento. Es tan mi amigo su padre que pienso que soy yo mesmo, según siento sus desdichas; yo os he sufrido por esto, porque, aunque a vos no os conozco, por él vuestro honor pretendo. (¿Qué más ha de declararse? Ciertas mis desdichas fueron). Si yo dijera, señor, que darle la vida puedo contra vuestras armas, fuera bien culparme de soberbio. Yo no intento defenderla, morir no más es mi intento; tan fácil cosa es morir que podré salir con ello. Mejor es que esto lo acabe la prudencia y el consejo, que habéis de tener en mí, antes que juez, tercero que vuestros pleitos componga, que bien informado vengo de todo. Pues, si soy yo el delincuente y voy preso, ¿qué culpa tiene esa dama? No me tengáis por tan necio que no sé quién es. Venid conmigo a una torre preso vos, señor César Ursino, que yo a esta dama prometo de regalarla en mi casa, mostrando así mis deseos, como si ella misma fuera una hija que yo tengo. (¿Aquesto escucho? ¡Ay de mí! Ya aquí es el mejor acuerdo apelar a la piedad). Señor, vengo en ese acuerdo. Porque vos gustáis, lo haré. Señor, el partido acepto: en vuestra casa ha de estar. Basta decir que lo ofrezco. ¡Hola! Señor... En mi coche los dos habéis de ir sirviendo a aquesta dama y decid a Lisarda que la ruego la tenga en su compañía, que yo a llevaros me quedo a una torre. Con vos voy muy honrado y muy contento. ¿Fuéronse? Sí. Pues yo iré antes a casa corriendo. Por saber quién es tu ama, ¡vive Cristo!, que me huelgo. ¿Cómo vienes, Celia, sola? ¿Dónde mi señora queda? ¿No me respondes? ¿Qué tienes? ¡Ay, Nise, que vengo muerta! ¿Qué ha sucedido? Sabrás que fuimos... Mas gente llega, luego lo diré. Avisad... ¡Válgame Dios! ¿No es aquella? ...a Lisarda, mi señora, que aquí un criado la espera del señor Gobernador, que dé de hablarla licencia. (Disimular nos importa). Mi señora está indispuesta, no podéis entrar a hablarla: dad el recaudo. Que tenga, le dice, en su compañía esta dama y que la ruega la estime y regale mucho, y a su ventura agradezca conocer tan buena amiga. De aquesta misma manera lo diremos. Oye aparte: esta dama viene presa; dígolo por que tengáis mucho cuidado con ella. ¿Fuéronse? Sí, ya se fueron. Quítame este manto, Celia; dame otro vestido, Nise. Pues ¿qué tramoyas son estas? ¿Tú, presa en tu misma casa? ¿Tú, alcaidesa de ti mesma? Declárame este suceso, que estoy por saberlo muerta. Soy infeliz; ya con esto te he dicho que se conciertan contra mí amor y fortuna. Mi padre con gran prudencia esta mañana me dio a entender, lleno de quejas, que algo de mi amor sabía; no quise creerlo, ¡ay, necia!, salí esta tarde y siguiome, y hallándome... Deja, deja tan mal discurso, señora. ¿Cómo es posible que creas que, pudiéndolo estorbar en su casa con prudencia, tu padre fuese a buscarte, dispuesto a que allí te vieran sus criados y él hiciese pública su misma ofensa? No, señora; mi temor fue que allá nos conociera o antes de llegar a casa, mas, ya que estamos en ella, nada temo, sino solo que pregunte por la presa que envió; porque no hay duda de que, cuando fue a prenderla, iba por otra mujer. Necia estás; ¿no consideras que dijo: “Yo tengo parte, como si su padre fuera, en el honor de esa dama y disimulo por ella?”; luego ya me conoció, que no son razones estas dichas acaso. Y decir que se puso en que me vieran, ya se allana con decir que me estuviese cubierta. No me arguyas, que sin duda él me conoció. ¿Y qué piensas hacer? Echarme a sus pies en el instante que venga, que al fin un padre no mata; y decir que mis tristezas fueron causa de que fuese a aquellos jardines. Seas, mi señora, bien venida. Callemos, y nada entienda esta, porque aún no tenemos de su talento experiencia. Fui a visitar a una amiga. Irás, Félix, con gran priesa a Nápoles y dirás a su padre cómo queda su hija Flérida en mi casa y en una torre don César. Sí iré, señor, pero advierte una duda que me queda. No entré contigo en la quinta, por que los dos no supieran que fui quien te dio el aviso; estando esperando fuera salió una mujer, por cuanto puede ser que no sea ella, porque una mujer tapada desmiente mudas las señas. Yo la vi, mas no me afirmo de que mi señora sea, y ir sin saberlo de cierto será yerro sin enmienda. Has advertido muy bien. Aguárdate, llamarela y afirmaraste. Tampoco será justo que me vea, porque, si soy quien la sigue, dará de mi lealtad queja y a quien tengo de servir no es razón que me aborrezca. Si pudiera verla yo, señor, sin que ella me viera, sin mi riesgo, asegurara mi temor. Pues así sea; ven conmigo. Pero aquí está mi hija. Y con ella mi señora. No andes más. La que está a su mano izquierda es Flérida. Fuerza fue que hubiese de ser aquella, que es la que yo no conozco; porque las demás que quedan es mi hija y sus criadas. Pues con esta diligencia parto a Nápoles contento. Mi señor. Si a hablarle llegas, háblale en mí y que te dé para admitirme licencia. Sí haré. Ruégaselo mucho. Allí retirada espera. Aquí fue Troya. Lisarda, ¿es bien que no me agradezcas el amiga que te he dado? ¿No respondes? (¡Yo soy muerta!). Señor, si por ser tu hija es posible que merezca piedad en ti... Ya querrás, de agrado y lástima en ella, que la perdone. Señor, quien tan levemente yerra ganado tiene el perdón. No es tan leve como piensas. (Como le está hablando en mí, él de mirarme no cesa). ¿Es más de ir a unos jardines disfrazada y encubierta? Más; que esa dama, Lisarda, tiene padre, a quien debiera guardar mejor el respeto. (¡Con qué razones tan cuerdas me está penetrando el alma!). No quieras, señor, no quieras afrentarme así; yo estoy a tus pies. ¿Juzgas afrenta negarte lo que me pides? No lo es, hija, sino fuerza. De aquí no he de levantarme sin que tu perdón merezca. (¡Oh, cuánto debo a Lisarda! ¡De rodillas se lo ruega!). No te canses, mi Lisarda, en pedir eso, porque ella de casa no ha de salir hasta que marido tenga. Yo digo que será así y que ventana ni reja volverá a ver si eso quieres, pero solo que merezca tu gracia te pido. Eso es fácil y, por que veas si tiene mi gracia, escucha, Lisarda, de qué manera la agasajo: vos, señora, estéis muy enhorabuena en esta casa, que ya más que mía será vuestra. No me espanto de sucesos de amor; y que a vos os tenga tal el enfado no es mucho, si están las historias llenas de fortunas amorosas que tales sucesos cuentan. He tenido a gran ventura que puerto seguro sea mi casa; della os servid y estad segura que della no saldréis sin que primero salgáis honrada y contenta. Todo tendrá fin dichoso brevemente y, mientras llega este tiempo, aquí estaréis; que de manera me ruega Lisarda por vos, que pienso que mi misma vida os diera, dejando aparte quién sois, cuando no por vos, por ella. (¡Válgame el cielo! ¿Qué escucho?). (¿Ves, señora, cuánto yerras en presumir que tu padre te conoció? Pues él piensa que esta es la presa). (Es verdad; mas, como es la vez primera que el mal se convierte en bien, no le conocía. ¡Quiera fortuna que no se mude!). (Para que más piedad tenga de mis desdichas, Lisarda toda mi historia le cuenta. ¡Oh, cómo es bien entendida, que me quitó la vergüenza de contarlo yo!). Señor... (Agora a perder nos echa; mejor la fuera callar). Quien tiene las altas prendas de vuestro valor y sangre es fuerza que piedad tenga. Una mujer infelice hoy a vuestras plantas llega; pues que ya estáis informado de quién soy, tened clemencia de mi honor; duélaos el verme peregrina en tierra ajena. (Nise, Celia, ¿qué es aquesto?, que como es la vez primera que el mal se convierte en bien, no le conozco). Y tú sella, ¡oh, bellísima Lisarda!, mi rostro, pues a la deuda primera añades agora el afecto con que ruegas a tu padre y mi señor ampare mi vida. (Ella, hablando en sus penas, hace equívocas las ajenas; esforcemos el engaño). Amiga, no me agradezcas lo que yo he de agradecerte, que en esta ocasión quisiera valer con mi padre mucho para servirte. No ofendas así mi amor, que yo haré –tú lo verás– cuanto pueda. Señor, por que en este caso atentamente proceda, dime: ¿quién es esta dama? Mujer es de muchas prendas a quien de cas de su padre un hombre robada lleva, para que veas, Lisarda, en su ejemplo cuánto yerra una mujer principal que a tales riesgos se entrega. ¡Ay de mí! Un caballero que de una posta se apea por ti pregunta. Este es don Juan. ¡Aun más otra pena! Felice yo, señor, que he merecido por fin dichoso de venturas tantas vuestras plantas besar, pues hoy han sido centro de mis desdichas vuestras plantas. Hoy, pues, que tanto bien he conocido, a la fortuna le perdono cuantas quejas della formé, pues que con una dicha quedo deudor a la fortuna. Vengáis, don Juan, con bien, que ha muchos días que os hacéis desear; más de un cuidado a esta casa debéis. Dichas son mías, porque llegué con bien, haber tardado. ¡Oh, qué bien os están las bizarrías, las galas y las plumas de soldado! ¿A Lisarda no habláis? Turbado llego, ciego a su amor como a sus rayos ciego. Si merece favor tan soberano quien al dosel de tanto sol se atreve, dadme, señora, vuestra blanca mano, aljaba a quien Amor sus flechas debe, porque, siendo un prodigio más que humano, un monstruo celestial de fuego y nieve, centro de los dos sois, donde Amor ciego abrasa con cristal, hiela con fuego. La fama hermosa con estremo os llama, mas, vista, sin estremo sois hermosa. Sola vos, desvalida de la fama, podéis estar de su ambición quejosa; mas no, que ya vuestra beldad aclama por única y, si queda temerosa a tantas perfecciones, no es culpada, que sois, vista, mayor que imaginada. Muchas veces oí que Amor vendado hijo de Marte y Venus ha nacido; ahora lo creo, viendo que un soldado de la guerra lisonjas ha traído. Otros dicen que Adonis lo ha engendrado y todo en vos verdad ha parecido; pues en vos se contempla en vuestra parte valiente Adonis y gallardo Marte. Basten los cumplimientos, que yo gusto de que el campo se quede por Lisarda. Yo lo agradezco, porque fuera injusto competilla. (¡Qué bella es! ¡Qué gallarda!). Que descanséis agora será justo. Soldado sois, pobre hospedaje aguarda; habréis de perdonar. ¿Cómo pudiera, siendo de humano sol divina esfera? Celia, pues hemos quedado solas un rato, ¿qué dices de mis sucesos? Felices fines tuvo tu cuidado. ¿Hay cosa como pensar mi señor que aquella fue la presa? Pues si la ve en su casa sin estar avisado de quién era, justamente discurrió. ¿Ves cómo te dije yo, señora, que era quimera pensar que te conocía? La cosa más estremada: ver, sin estar avisada, cuán a tiempo respondía. Estas materias de amor, aunque hablen acaso, ¿a quién no le suelen estar bien? Hoy empiezo otro temor. Pues ¿lo que hoy te ha sucedido y el esposo que ha llegado aquel tan necio cuidado no han de sepultar de olvido? ¡Qué mal, Celia, de amor sientes! Mal conoces su rigor. No me dirás de un amor que se rindió a inconvenientes y direte yo de mil que solo porque tuvieron inconvenientes crecieron. ¡Qué argumento tan sutil! Ni he de dejar en prisión un hombre, Celia, que vi dejarse prender por mí, ni ha de ser mi presunción tan necia que, si es aquel el que esta dama buscó, le he de estar queriendo yo. Desta sospecha cruel saldré. Tú le has de llevar un papel y he de decir en él, si puede salir, me venga esta noche a hablar. Y pues mi engaño no cesa y tan adelante pasa, dentro de mi misma casa ha de verme como presa. Advierte... No hay que advertir. Mira... Ya no hay que mirar. ¿Haste de dejar llevar...? ¿Y heme de dejar morir? Considera... No hables más. ...tu peligro... Ya le veo. ...tu vida... No la deseo. ...tu honor. ¿Qué honor? Necia estás. Solicito... . ¿Qué? ...tu bien, y temo... ¿Qué? ...tu ruina. Pues ¿has de ser peregrina tú sola en Jerusalén? ¿Cómo? Como la criada primera vienes a ser que le ha pesado de ver a su ama enamorada. ¡Buenos hemos quedado! ¿Veslo? Pues todo es bien empleado a trueco de haber visto aquel rostro que vi. ¡Cuerpo de Cristo contigo y con su rostro! Valiera tanto más que fuera un monstruo y que a un lado tuviera otro con barbas, aunque yo le viera y no estuvieras preso, que haber visto perfecto con exceso un ángel con malicia, pues él nos ha entregado a la justicia. ¿Tal dices? ¿Qué te espanta, si ya se vive con malicia tanta? La vez primera, ella no vino acaso, sino a espiarnos, porque fuera paso de caballero andante entrar las dos asaz de mal talante, huyendo de algún fiero malandrín, demandando al caballero la mampare en su cuita, maguer que fuese noble. Quita, quita esto del pensamiento, que es lástima sacar aqueste cuento de una selva encantada, donde fabló la infanta mesurada mil famosos requiebros a Esplandián, Amadís y Beltenebros. Pues dime, si eso fuera, ¿por qué el Gobernador hoy la prendiera? Por hacer la deshecha. No, Camacho, otra ha sido mi sospecha, y es que es aquella dama mujer de lustre, de opinión y fama y alguna desventura –que no respeta el hado la hermosura– la tiene retirada; y esto confirma estar siempre tapada y que el Gobernador, que la seguía, tuvo estos dos avisos en un día. ¿No viste cuán turbada fue a decirnos quién era y, embargada la voz del pecho al labio, enmudeció sin pronunciar su agravio? Dices bien. Según esto, el grande amor de Flérida está puesto en olvido. No espero que se pueda borrar amor primero. Enseña la moral filosofía que una forma, donde otra forma había, no se puede estampar tan fácilmente. Explíquelo un ejemplo claramente: cuando un pintor procura linear una pintura, si está lisa la tabla, fáciles rasgos en bosquejo entabla; mas, si la tabla tiene primero otra pintura, le conviene borrarla, no confunda con la primera forma la segunda. Ya me habrás entendido: tabla lisa al primer amor ha sido mi pecho, mas, si hoy quiere introducir segundo amor, espere a ver borrada aquella imagen que adoró divina y bella. Y así, aunque amor con fáciles enojos desde el pecho a los ojos líneas de fuego corra, agora no dibuja, sino borra. ¿Sino borra? Está bien; yo respondiera, si una tapada a vernos nos viniera. ¡Que aún no hemos acabado con el negro embeleco del tapado! Mi señor. Bienvenida seas a dar a un casi muerto vida. Este papel recibe de aquella presa que afligida vive. Recibe tú un diamante, hijo del sol, que fuera estrella errante, si por tachón o clavo se viera puesto en el cenit otavo. Muestra a ver si es cetrino. No quiero, mire si es bien cristalino. Pues ve aquí otro diamante al mismo semejante, por que me deje vella esa cara. No haré. Tal será ella. ¿Mala? Si fuera buena, no fuera cara en manto como en pena. Pues mire si es muy fea. No quiero verla. Acaba. No lo crea. No quiero verla ya, si lo deseas. Toma el diamante tú, por que me veas. No quiero. Yo he leído. Dile a mi hermosa presa que rendido iré esta noche a vella. Pues el cielo te guarde. Adiós doncella, y dígale a su ama, aunque se corra, que no se ensanche tanto, porque borra. En fin, ¿qué dice el papel? ¿Es tramoya nuevamente? Que vaya a verla esta noche, porque sobornadas tiene las criadas de Lisarda, de manera que se atreve a que entre dentro del cuarto con dos mil impertinentes requisitos, como son que a nadie conmigo lleve y que ninguno lo sepa. ¿Y dices liberalmente que tú irás a verla, como si en tu escritorio tuvieses las llaves de aquesta torre? Pues ¿qué inconveniente es ese? Las guardas. Al son del oro las más vigilantes duermen. A daros pésames yo y a que me deis parabienes vengo, César, por que así unos con otros se templen. Escriben los naturales de dos plantas diferentes que son venenos y, estando juntas las dos, de tal suerte se templan que son sustento. Y, pues ser veneno suelen las dichas y las desdichas y a los dos matarnos quieren, a vos a poder de penas y a mí a poder de placeres, juntemos nuestros caudales y templemos desta suerte mis bienes con vuestros males, mis males con vuestros bienes. Contento venís, don Juan. ¿Quién duda, si llego a verme dueño de la mayor dicha que mi pensamiento puede imaginar? Porque pasa el bien que el amor me ofrece más allá del pensamiento. Estuve fingido ausente dos días en esta casa –que ya os dije que del fuerte el alcaide es muy amigo–, en ellos compré excelentes joyas, hice cuatro galas, cuidados que un novio tiene. Tomé postas y, fingiendo que entonces llegué, apeeme en el palacio; mal dije palacio, si no es que fuese ése palacio del sol, mentira azul de las gentes, hipócrita de sus galas, pues no son lo que parecen. Vi en él reducido el cielo a sola una esfera breve, la primavera a una flor, el aura a un suspiro débil, la aurora a sola una perla de las que cría el Oriente, el sol a un rayo; porque es Lisarda bella aura débil, breve esfera, hermosa flor, perla fina y sol ardiente. ¡Felice mil veces yo, a quien tal gloria previene un bien empleado amor! ¡Y infelice yo mil veces, a quien previene desdichas un amor que no se entiende! Y pues han de ser mis penas antídoto justamente de vuestras glorias, oídme; supuesto que un caso quieren la pregunta y la respuesta y en amor habláis, conviene responderos en amor: yo vi todo un sol de nieve, todo un peñasco de fuego, y en un deleitoso albergue vi una estatua de jazmines coronada de claveles, a quien el mayo gentil, que es rey de los doce meses, por flor juró y la aclamaron toda la nobleza y plebe de las flores al compás de las aves y las fuentes. No me preguntéis quién es, que por Dios que, aunque quisiese decirlo, no puedo, que es una novela excelente; mas sólo os puedo decir que en este papel me ofrece, si puedo romper la cárcel, hablarme esta noche y verme. Respondila que yo iría como si cierto estuviese que me dejará el alcaide. Pues yo he llegado, no tiene duda, César; no os rindáis a vanos inconvenientes. ¡Camacho! Señor. Dirás al alcaide que se llegue aquí, que tengo que hablarle. Es mi amigo y fácilmente de aquí os dejará salir, como yo conmigo os lleve. Supuesto que ya la noche sus alas noturnas tiende, haciendo sombra a los días, y en los campos de occidente es un cadáver el sol cada vez que resplandece, di que nos deje salir luego. Don Juan, pues, ¿qué quieres? Que sepas que no me he ido, todavía soy tu huésped; que donde vive don César vivo yo. No es bien que aumentes obligaciones adonde tengo tantas que me fuercen a servirte. Aquesta noche va conmigo, si merece mi amistad esta fineza. Mil preceptos hay, mil leyes para que de aquí no salga; mas contigo no se entienden, como palabra me des que antes del día le vuelves. Y desto te hago homenaje, y cuanto te sucediere correrá por cuenta mía. Apenas la rubia frente verá el alba coronada de rosas y de claveles, cuando en la prisión me veas, siendo tu esclavo dos veces. Pues con esa condición abiertas las puertas tienes. A Dios, que os guarde. Ea, don César, guiad por donde quisiereis: libre estáis. Vamos a donde gustareis, que muy bien puede de mí fiarse la espalda. Quien es en su casa huésped, y más que huésped esposo, no es justo que tarde; hacedme merced de iros. Eso no; ni es término conveniente que os saque para el peligro y que en el peligro os deje. Quisiera... No os disculpeis, que he de ir con vos. (¡Lance fuerte!, porque llevarle a su casa a que me guarde imprudente la espalda, haciendo traición a su dueño, a quien él tiene obligaciones mayores, no es justo). Pues ¿qué os suspende? Pensaréis que soy ingrato en recatar neciamente mi amor de vos. ¡Vive el cielo, que ni Pílades ni Orestes, Euríalo y Niso fueron amigos más sin dobleces! Debajo desta palabra hacedme merced, hacedme favor de iros, porque yo, aunque deciros quisiese quién es mi dama, ya he dicho que no puedo y me conviene ir solo. A tantas porfías necio fuera el oponerme. Adiós. (¡Qué necio recato! ¡Qué amor tan impertinente!). Camacho. Señor. Prevén con recato un pistolete. Aquí le tienes; mas mira si está bueno, no le lleves mal prevenido. No está: pedernal y cebo tiene. ¿Y tengo yo de quedarme? Sí. Todos vuesas mercedes sean testigos que hubo un lacayo que se quede. Nise. ¿Mi señora? ¿Está mi padre acostado? Sí. ¿Don Juan? Recogido ya. ¿Y nuestra presa? Estará llorando, que siempre así la veo noches y días lamentar su destruición. Ruina sus lágrimas son de las confusiones mías. ¿Qué hace Celia? Está esperando a la puerta con secreto a aqueste galán. Pues, cuando él entre aquí, sin respeto me trata, disimulando quién soy; porque ha de pensar, viéndome en este lugar, que la dama presa soy y que aquí por él estoy. Pues ya he sentido pisar cobardemente. Sin duda viene ya. Favor me dé la noche trémula y muda. Pisa con tiento, porque Lisarda no está desnuda y duerme el Gobernador aquí cerca. Deme Amor sus alas. Vengáis con bien. Donde esos ojos me den nueva luz y resplandor. Celia, ponte tú a esta puerta, que a ese cuarto corresponde de tu señor, y está alerta; y tú, Nise amiga, donde está Lisarda. Voy muerta de temor. ¿Qué te acobarda? Ver que está Lisarda allí. No temas, su puerta guarda. Bien conviene hacerlo así, que es un demonio Lisarda. Mujer es que, si supiera que esto en su casa pasaba, dos mil estremos hiciera. ¡Cuánto el alma deseaba, señora, que se ofreciera para hablaros ocasión! Porque en laberintos vivo de una y otra confusión y no alcanzo ni percibo la causa desta prisión. Pues fácil es de entender; que buscando una mujer que robada habéis traído, por eso a mí me han prendido. ¿Mujer? ¿Cómo puede ser? Siéndolo. Malos desvelos vuestro ingenio agora halló para salvar mis recelos. ¿Hombre tan bajo soy yo que no pudiera dar celos y que, si mujer tuviera conmigo, estando los dos juntos, tan humilde fuera que a sus ojos consintiera veros y hablaros a vos? Vos me disteis a entender con el asombro y el ruego que os importaba no ser conocida, y desde luego empezasteis a temer; luego ya tenéis por qué guardaros, luego no fue prenderos por otra allá, si desengañados ya os tienen presa. Yo sé que de algún celoso ha sido diligencia; su mal fuerte así vengar ha querido. Pues ¿hubiera yo tenido galán de tan poca suerte que con tan bajos desvelos vengara sus desconsuelos? No soy tan humilde, no, ni tan poco dama yo que no pudiera dar celos. Creed que soy principal mujer y que, siendo tal, puede haberme sucedido el lance que habéis sentido. Sí creo; mas saber cuál quisiera. Sentaos aquí. ¡Válgame Dios! ¡Ay de mí! ¡Muerta soy! Se disparó la pistola. ¡Triste yo! ¿Qué es eso? ¿Quién anda ahí? ¡Responded! ¡Ay de mí, triste! ¿Quién podrá? Que estoy turbada. ¡ Yo estoy muerta! ¿Quién resiste una desdicha causada de un acaso? Ya se viste, que a la escasa luz que está dentro en su cuarto le veo tomar sus vestidos; ya se pone en pie. ¡Mi fin creo! ¿Qué haré? Esa ventana da a un patio y él al portal; arrójate, señor, della, y abre la puerta, que es tal la desdicha de mi estrella, que me previene más mal del que presumís. Yo os doy palabra que de quien soy os informe y que sepáis a quién engañado amáis. Por vos a matarme voy. ¿Quién salió agora de aquí? Nadie, señor. (¡Ay de mí!). GOBRENADOR ¿Qué tienes tú, tan turbada? La pistola disparada me turbó cuando la oí. ¿Y aquello qué es? Yo, señor, no sé nada. Tomar quiero esta luz, aunque en rigor, si perdí el honor, no espero que con luz se halle el honor. En notable confusión estoy la puerta buscando sin discurso y sin razón, en las sombras tropezando de mi misma turbación. ¡Que en casa hubiese de ser del Gobernador! ¡Ay, cielos! ¿Qué remedio han de tener mis desdichas y recelos? Ciego estoy; ¿qué puedo hacer? Con la puerta no he topado. Este es sin duda el portal, pues con una silla he dado de manos, que es puesto tal su lugar determinado. Ya que remedio no espero mayor en tal desventura, en ella esconderme quiero; dejemos a la ventura algo en lance tan severo. Aquí fue el ruido; acudí a las puertas, no se vaya. Como tus voces oí, salí, señor, de la cama. (A aumentar mis confusiones). ¿Qué es esto? No ha sido nada. (¡Disimulemos, honor!). Pensé que en mi cuarto andaban, salí a verlo y ya me pesa, porque, mirando la casa toda, no he topado a nadie; y solo sirvió el mirarla –siendo sola una ilusión– de despertar a Lisarda, que ya estaba recogida; y así... Señor, no te engañas en pensar que ha habido gente, porque yo escuché que andaban aquí, y ruido, como cuando se arroja de una ventana una persona. (¡Qué en vano quise desmentir mi infamia!). Yo estoy ya desengañado, que anduve toda la casa; mas, si tú no lo estás, toma la luz y vuelve a mirarla. Ponte, señor, a esa puerta para que ninguno salga, que yo la miraré. Aquí no hay nada. Si no se guarda en esta silla de manos. Pues bien fácil es mirarla. (¡Válgame el cielo! ¿Qué veo?). ¿Hay alguien? Aquí no hay nada. (¡Pluguiera a Dios!). Lo demás yo lo he visto. Cosa es llana que yo me engañé, señor: sin duda el aire que pasa alguna puerta cerró y esto fue del ruido causa; y así, vuélvete, señor. Vete, don Juan, a tu cama seguro que no hubo gente. Velo tú de que fue vana mi ilusión, que yo lo estoy. Él presume que me engaña y yo, que lo engaño a él, y los dos con una traza nos estamos desmintiendo uno a otro las desgracias. ¡Válgame el cielo! ¿Qué haré en confusión tan estraña? ¡César escondido aquí, César dentro de mi casa y yo apadrinando a César! Soy tercero de mi infamia. Bien dijo que no podía decir quién era la dama, mas no pudiera decirlo, ¡ay, cielos!, siendo Lisarda. Yo tengo ofendida aquí la amistad, la confianza y el honor; pues dispongamos a tres culpas tres venganzas: en la silla donde está le mataré a puñaladas. Pero ¿cómo cumpliré el homenaje y palabra de volverle a la prisión? ¿Quién vio confusiones tantas? ¿Yo he de quitar una vida que yo he jurado guardarla? ¿Qué es esto, cielos? ¿Qué es esto? ¡Hoy, en acciones contrarias, una mano le defiende cuando otra mano le mata! Pero a toda ley él muera, que donde el honor se agravia no hay palabra ni decoro ni hay riesgo que tanto valga. César. Corrido de verte salgo a arrojarme a tus plantas. Sígueme, César, y deja ceremonias excusadas. ¿Dónde me llevas? Yo solo voy, y con capa y espada; no te receles. No temo de tu sangre, de tu fama traición; que, si lo pregunto, es por que ciego no hagas cosa que quieras después, y no puedas, remediarla. ¿Cómo? Como si me escuchas satisfaciones... Pues ¿haylas? Sí. ¡Plegue a Dios! Las oirás aquí y, si de aquí me sacas no, que para aquí es la lengua y para fuera la espada. ¿Qué satisfaciones hay para haber con culpas tantas hoy ofendido mi honor, mi amistad y confianza? Mi honor, pues te has atrevido a quebrantar esta casa; mi amistad, pues que, sabiendo que soy dueño de Lisarda, la solicitas y sirves; mi confianza, pues hallas en ella un tercero infame de quien contra mí te valgas. Mira si tengo razón de quejarme, pues agravias, siendo ingrato amigo, honor, amistad y confianza. Cuando de los dos alguno por culpa esté o ignorancia ofendido, soy yo sólo a quien indicias y agravias de traidor y falso amigo, siendo para mí las aras de la amistad un altar en quien sacrifico el alma a tu honor. La causa fue de quebrantar esta casa vivir en ella quien della no depende: es una dama que está aquí presa y con quien me prendieron; esto basta para que cortés y amante venga a verla, si me llama. Tu amistad no está ofendida, que negarte yo mi dama fue decoro, fue respeto que tuve a la sombra y casa de tu esposa; pues no quise decir que a su lado estaba mujer a quien yo mirase. La confianza que falta tan grande la hice de ti que por ver que, si agraviaba esta casa, a quien tú tienes obligaciones tan altas, me habías de dar la muerte, lo callé; con cuya causa está tu honor satisfecho, tu amistad desengañada, tu confianza contenta, pues tú solamente agravias, quejándote de mi honor, amistad y confianza. Aunque todas son disculpas, no son disculpas que bastan: dame, para responderte, término de aquí a mañana. Sí haré y allá en la prisión estaré. En ella me aguarda. Pues hasta mañana, adiós. Adiós, pues, hasta mañana. Desde que el aurora fría, envuelta en blanco arrebol, despierta diciendo al sol que es hora que venga el día, me tiene la pena mía a estos umbrales clavado, que así quiere mi cuidado sus penas averiguar; y a esta presa no han de dar papel, aviso o recado hasta que la hable primero, cogiéndola inadvertida yo; que a precio de mi vida ver mi desengaño quiero. Si en imaginarlo muero, muera en saberlo; y, si es tal que es a mi sospecha igual, no haya en mis desdichas medio y muramos del remedio, si hemos de morir del mal. Esta es Celia. ¡Oh, Celia mía! ¡Mi señor! Pues ¿a esta hora? ¿Qué hace, Celia, tu señora? Vestirse agora quería. Saldrá a dar segundo día al campo. A servirla voy. ¿Mandas algo? Di que estoy adorando estos umbrales. ¡Qué de penas, qué de males padece un celoso! Hoy no saldrá la que yo quiero; pero tarde, aunque la aguarde, que, viendo que viene tarde el desengaño que espero, sin duda que es lisonjero; que, si desengaño fuera mortal, tan presto viniera que un instante no tardara. ¡Oh, quién se desengañara! ¡Oh, quién sin temor se viera! Don Juan. Señor. ¿Pues aquí tan de mañana? Yo creo que con un mismo deseo madrugamos. ¿Cómo así? Vos para buscarme a mí y yo a vos. ¿Qué me mandáis? Por que de mi amor veáis el cuidado, ya no quiero dilatar el lisonjero favor que amando esperáis, y porque sé del que aguarda cuánto suele padecer, esta noche habéis de ser dueño feliz de Lisarda. (¡Otro temor me acobarda!). (Así las sospechas mías aseguro). Si tenías por unos días, señor, dilatado este favor, dilátale algunos días; yo esperaré. Yo aguardaba componer algunas cosas para este caso forzosas; ya lo están. (¡Confusión brava!). (Aun peor está que estaba; pues el que lo procuró lo dilata, anoche vio, sin duda, lo que yo vi). Si hoy, don Juan, no dais el sí, mañana no querré yo. ¡Qué prisa! Mas la que aquí viene es... ¡Muramos, cielos, que no hay quien calle con celos! Señor, ¿tan temprano? Sí, y por solo verte a ti tanto he madrugado hoy. Siempre a tu servicio estoy. Fiada en mi calidad, ¿me dirás una verdad? Esa palabra te doy. Bien puedes de mí fiarte, porque, siendo quien sospecho, de mi vida y de mi pecho has de tener mucha parte. No temas, pues, declararte conmigo. ¿Conoces, di, a César Ursino? Sí, y al cielo, señor, pluguiera que nunca le conociera, pues por él estoy aquí; por él mi opinión difunta está en brazos del castigo. (No dice mal el testigo a la primera pregunta). ¿Diste de noche ocasión para hablarte? Muchas son las ocasiones que di con alto riesgo. (Eso sí; ¡dadme albricias, corazón!). Dime, en fin, si en un jardín pasó... No prosigas, no, que en un jardín sucedió toda mi desdicha, en fin. Testigo doy a un jazmín de mi tragedia cruel, que estando los dos en él... Ya basta, no digas más, que vida y alma me das. (Perdóname, amigo fiel, el temor que me acobarda; ya mi desengaño vi). Desto que ha pasado aquí no digas nada a Lisarda y quédate a Dios. Aguarda. ¿Dónde de esa suerte vas? Pues satisfecho me has, ver a César es razón, que me espera en la prisión. No tengo que saber más. ¿A ver a César? ¿Qué es esto?, que el inquirir y el saber y el decir que le va a ver en nuevas dudas me ha puesto, pero fáciles: supuesto que con lo que preguntó quiso saber si era yo, con lo que le respondí confirmó luego que sí, pues albricias se pidió; en decir que le va a ver claramente me decía que de su parte venía; en la prisión, da a entender que está preso. ¿Qué he de hacer sino ir? ¿Dónde? Señora, pues que mi humildad no ignora que tuyo mi bien será, has de saber que aquí está preso el que yo busco. Agora lo supe y él ha sabido –a tanto mi dicha pasa– que estoy, señora, en tu casa. ¡Oh, qué gran ventura ha sido haber a ella venido, pues no me podrá culpar de que no me supe honrar en su ausencia! ¡Loca estoy, que a César he de ver hoy! Celia, añade otro pesar. ¿Qué pesar? Sólo en los celos menos lances a ver llega el que mira que el que juega. ¿Posible es que en mis recelos, mis penas y mis desvelos no ves un temor que lucha? ¿No ves que mi pena es mucha y que, cuando un llanto acaba, vuelve a estar peor que estaba? ¿De qué suerte? Atiende, escucha: dijo el portugués Virgilio en una dulce canción: “Vi el bien convertirse en mal y el mal en otro peor”. En otra parte un discreto hidras cantadas llamó a las desdichas, pues donde una muere nacen dos. Tal me ha sucedido a mí, pues, cuando contenta estoy de haber de un temor salido, voy entrando a otro temor. Presa un día me juzgué y tan bien me sucedió que escapé de aquel peligro, mas pagando la pensión de los celos que una dama robada entonces me dio; así que, alegre al principio y después con más dolor, vi el bien convertirse en mal y el mal en mucho peor. Vino anoche aquel hidalgo, saliendo de su prisión por verme; pedile celos; si me satisfizo o no, no lo sé, pero ya basta que me satisfice yo. Estando los dos hablando, la guía se le trabó de la espada a una pistola, que no estaba en el fiador –no tenemos que argüir si pudo ser, pues se vio muchas veces, y un acaso es la desdicha mayor–. Salí deste susto luego, que, viendo que no le halló mi padre, juzgué sin duda y no con poca razón, que cayendo en el portal abierta la puerta halló. Y, cuando deste suceso las gracias daba al amor, vi el bien convertido en mal y el mal en otro peor. Esta presa vino aquí tras un hombre que la dio palabra de casamiento, el cual por una cuistión huyendo vino. Este hombre, de mi libertad ladrón, huyendo vino también por cosas que cometió; por cuanto pudiera ser el que esta dama buscó, pues convienen en las señas: estar aquí y en prisión. Mira si me viene bien entre tanta confusión el refrancillo vulgar que dice en pública voz: “Aún peor está que estaba”, y aquella dulce canción, cuando diga a cielo y tierra, mar y campo, viento y sol: “Vi el bien convertido en mal y el mal en otro peor”. Señora, cuando en el mundo solo hubiera un matador, justamente discurrías en pensarlo, pero no cuando hay tantos, porque ya todos los hombres lo son; tres hay en una baraja sola; deja esa ilusión, que, si los celos hicieron tal figura, porque son astrólogos, por lo mismo no debes creerlos, no. Lo de ‘éntrome acá que llueve’ y el ‘cuélome de rondón’ son frases de aqueste caso. Yo he de salir, ¡vive Dios!, deste encanto. Aquel criado de Fabio hasta aquí se entró. ¿En esta casa el criado? Él sin duda le avisó de cómo en esta ciudad está preso su señor. Averiguarlo pretendo y, pues que nunca me vio el rostro, disimulemos. ¿Cómo sin más atención os entráis aquí? Entré andando; si os he ofendido a las dos, andando me volveré al mismo compás y son. De lo cierto y lo galano del danzar se me pegó que pie derecho deshaga lo que pie izquierdo empezó; y así me iré donde vine. Decid, soldado, ¿quién sois? A saberlo yo, os hiciera en eso poco favor, pero no puedo decirlo, porque yo no sé quién soy. Tan encantado me tiene un amo que Dios me dio, que ya no sabré de mí que ando en las selvas de amor a lo de escudero andante, siguiendo embozado un sol. Y, hablando en capa y espada, aquí busco a la mayor invencionera de Europa; si es alguna de las dos una dama que está aquí presa, por un solo Dios me lo diga, porque vengo peregrino en estación solo a verla; que mi amo la cabeza me quebró su belleza encareciendo, y quisiera verla yo a trueco de que me deje. (¿Ves, señora, si mintió el astrólogo?). (No hizo, que él busca la presa y no se tiene por presa ella). (Sutil imaginación). (Y en tanto que celos mienten, diga verdades amor). ¿Tanto la encarece? Sí. ¿Qué? ¿Belleza o discreción? Todo, que es dama in utroque, como grado de dotor. ¿Alábala mucho? Mucho. ¿Y está enamorado? No, no es esto por que la quiere; porque otro primero amor le tiene más divertido; porque esta dama de hoy aún no pinta, sino borra. ¿Qué es borra? Eso no sé yo ni entiendo, mas me parece que os habéis sentido vos de que borre. Si sois ella, decídmelo. (¡Muerta estoy!). Pues atrevido, villano, infame, vil y traidor, yo no soy sino Lisarda, hija del Gobernador, y en mi casa no se usa tratar ni sentir de amor. En tanto que está en mi casa esa mujer, no es razón que solicitéis hablarla, que es sagrado del honor esta casa. Y, si volvéis aquí otra vez, ¡vive Dios de hacer a cuatro criados que os echen por un balcón! Pesarame; y con tres basta. ¿Qué son tres? Sobrarán dos. ¿Qué son dos? Bastará uno. ¿Uno? Medio, un cuarterón, un brazo, una mano, un dedo, una uña sola bastó para que ellos me arrojen. Y por solo eso me voy. Aun en los menores gustos es mi desventura tal, que el bien se convierte en mal. Temores han sido injustos para sentirlos así. Ya lo llegué a imaginar y me he de desengañar. Hoy un papel le escribí, y diciendo, Celia, fue que si dinero o favor de su prisión el rigor pueden quebrantar, saldré a verle donde él quisiere, fingiendo que yo también quebranto mis guardas. Bien. Y dondequiera que él fuere, llevaré en mi compañía esta dama; siendo él –¡no permita amor cruel tan grande desdicha mía!– desistiré de mi amor y, si no, venceré amando tantos imposibles. Cuando sea el Paris de su honor, hallándote de ese modo en irle a ver empeñada, fuerza es volver desairada. Ingenio habrá para todo. Laura, ¿dónde vas así? Con tu licencia, señora, voy a una prisión agora donde está el alma. (¡Ay de mí! Di que a matarme y dirás mejor. ¿Cómo he de sufrir quedar yo, viéndola ir, en duda si es él?). ¿No hay más en las casas principales de tomar el manto y voy donde quiero? Tal estoy que no me dejan mis males discurrir con atención ni es mucho quien vino así desde Nápoles aquí vaya de aquí a una prisión. Con todo eso, corre ya por cuenta de quien te tiene en casa tu honor; si viene mi padre, ¿qué nos dirá? Yo volveré antes que venga, que no es, señora, muy tarde. Has de ir conmigo esta tarde a una visita. ¿Que tenga paciencia para no verle quieres? Hete menester. Al instante he de volver, que no quiero más de verle. Pues eso no quiero yo. Luego te vendré a servir. No te canses, que no has de ir. Tú no te canses, que no puedo, si en esto consiste... ¿Las dos en contienda igual? (A fe que has de hacer por mal lo que por bien no quisiste). Quiérese de casa ir sin hablarte a ti primero. Sí, señor, porque irme quiero. ¿No hay más de ‘quiérome ir’? Yo confieso que debiera tu licencia pretender, mas, si llegaste a saber quién soy y de qué manera aquí estoy, no es liviandad ir, si el alma lo desea, adonde mi esposo vea, que está preso. Así es verdad; mas, por que no le veáis, presa habéis estado aquí. ¿Presa, señor? ¡Ay de mí! ¿Ya tan olvidada estáis? ¿No os acordáis del jardín? Sí, y el alma lo confiesa. ¿Pues no os truje desde él presa? (Llegó nuestro engaño al fin). ¿Presa yo? Mirad que no. ¿Yo mismo no os hallé allí? Pues ¿yo no me vine aquí? Pues ¿no os truje presa yo? Di, señora, por tu vida, esto. ¿Presa no veniste por señas que me dijiste que te hallaron escondida dentro de la misma casa? Pues yo, ¿de qué lo supiera, si tu voz no lo dijera? ¡Qué es esto que por mí pasa! Y aún lo negará con eso. Pues quedáis solas las dos, acuérdaselo por Dios, que quiere quitarme el seso. ¿Presa me trujeron? No. Pues ¿quién tal rigor abona? Laura, esto es fuerza; perdona, porque primero estoy yo. Vente esta tarde conmigo, todo el suceso sabrás y de esas dudas saldrás. ¡Paciencia! Tu sombra sigo. César, corrido vengo de haber de vuestro amor desconfiado, mas por disculpa tengo que pintan al Amor ciego y vendado, a quien dieron los cielos, para que le guiasen, a los celos; mozos de ciego han sido –no os parezca bajeza este concepto–, ellos han conducido a Amor por donde quieren y él, sujeto y humilde a obedecellos, ha de creer lo que le dieren ellos. La respuesta que dije que hoy os había de dar ha sido esta; ningún temor me aflige; admitid la disculpa por respuesta; ya yo estoy satisfecho, mas si vos no lo estáis, rompedme el pecho. Don Juan, aunque pudiera agraviarme de vos, la queja mía remito, que no fuera amigo como soy, si el primer día que os disgustáis conmigo no os sufriera un defeto como amigo. Confieso que fue fuerte la ocasión que tuvistes y confieso que el no darme la muerte entonces fue valor; pero tras eso, de otro hombre no sufriera que mis satisfaciones no admitiera. ¿Cómo os desengañasteis? Si fue eso hacer a mi amistad agravio, ¿para qué me acordasteis que os ofendí? Ya el corazón, ya el labio este secreto sella. Bella es la presa vuestra. ¿No es muy bella? Sí, mas junto a Lisarda es junto al día una tiniebla obscura, es una nube parda junto al sol; es un mar de la hermosura; ninguna se le atreve, que como arroyos fáciles los bebe. Cuando tan bella sea, no será tan discreta y entendida. ¿Queréis, don Juan, que os lea un papel, pues la máscara corrida tiene Amor y a los dos en penas tales comunes son los bienes y los males? Hareisme mucho gusto. Mucho le he encarecido y no me atrevo. ¿Que salí de aquel susto? ¡Gracias a Dios que el pie turbado muevo! ¿Qué es eso? ¿De qué son las confusiones? Vienen tras mí criados y balcones. Yo quise ver tu presa, por ver si era tan bella y tan gallarda como tu voz confiesa; con un diablo topé de una Lisarda, la cual enfurecida de saber a qué fuese mi venida, me dijo: “Esta no es casa donde a nadie se busca con recados. Y, si esto otra vez pasa, de un balcón mandaré a cuatro criados que os echen”. Eso creo muy bien della, porque es tan recatada como bella. Mas el papel leamos y aquese ingenio singular veamos. Lee. “Si podéis sobornar vuestras guardas, como yo las mías, saldré esta tarde a veros, mas con tres condiciones: que tengáis una silla a la puerta de la iglesia mayor y una casa donde pueda veros y os dejéis en casa la pistola”. Buen estilo y cortesano, pero temerario intento me ha parecido. Oye un cuento: llevando un día un villano una soga y una estaca, una cabra, una cebolla, una polla y una olla, topó una grande bellaca. Llamole, díjole: “Gil, ven acá, parlemos hoy en este campo”. “Si voy cargado de alhajas mil –él dijo– ¿cómo podré sin que se me pierdan todas?”. Ella: “Oh, qué mal te acomodas, eres necio, bien se ve. ¿Qué llevas?”. “Tú lo verás: una cebolla, una olla, cabra, soga, estaca y polla”. “¿Eso es mucho? ¿Pues hay más –dijo– de hincar en el suelo la estaca y, cuando lo esté, atar la cabra de un pie con la soga y en un vuelo, para asegurarlo más, meter la polla en la olla, taparla con la cebolla la boca, y así estarás seguro de que se abra y tendrás, si eso te ahoga, seguras estaca y soga, polla, olla, cebolla y cabra?”. Cuando quiere una mujer, no hay inconveniente humano: lo imposible ha de hacer llano. Y al fin, ¿qué pensáis hacer? Con gran gusto a hablarla fuera, si fuera de noche o si para salir hoy de aquí licencia el alcaide diera y luego tuviera a donde verla. Tan cargado estás como el villano y aun más. A eso mi amistad responde; licencia yo la tendré del alcaide y para veros mi cuarto puedo ofreceros sin ningún riesgo, porque cae a otra calle la puerta. De aquí en un coche saldréis y todo lo dispondréis como esa dama concierta. No está la tramoya mala; tan bien lo has acomodado que pienso que has estudiado la lición de la zagala. Parte, Camacho, y prevén la silla, la llave es esta del cuarto, todo lo apresta para que suceda bien. ¡Ea, pues, no tardes, vete! Solo en esto seré presto, por ser parecido en esto cocinero y alcahuete, pues sin probar un bocado de los manjares que ha hecho suele quedar satisfecho de solo haberlos guisado. Grandes finezas hacéis. Aquestas albricias doy al desengaño de hoy. ¿En efeto me ofrecéis la licencia, casa y coche? No es muy grande demasía, que os quiero llevar de día, por que vos no vais de noche. Pero aquí el Gobernador entra. Novedad ha sido, pues a la torre ha venido. Don Juan, ¿aquí estáis? Señor, estoy ya preso también. ¿Preso vos? Si está mi amigo preso, juntamente digo que lo estoy yo. Decís bien; pero si ese es argumento que vale, todos lo estamos, pues que servir deseamos a don César. Solo intento con callar llevar la palma de agradecido, que es mengua que quiera alzarse la lengua con los efetos del alma. Solo te digo que Dios esa vida aumente y guarde. Don Juan, dejadme esta tarde a don César, que los dos tenemos mucho que hablar. Yo te obedezco. (¡Ay de mí! ¡Qué buena ocasión perdí! Tarde la podré cobrar. Don Juan, ya veis lo que pasa; si acaso hubiere llegado la dama con el criado a esperarme a vuestra casa, pues es mi tormento tanto, id vos mismo, entrad con ella –que yo sé que estará ella bien tapada con su manto– y decilda que no puedo ir a verla y, pues sabéis quién es, con ella no os deis por entendido y que quedo muerto decid). (Sí diré). (Id en aqueso advertido, que no os deis por entendido de quién es, don Juan). (No haré). Sentaos, don César, aquí. En todo he de obedecer. Habéis, César, de saber que en mis mocedades fui de don Alonso Colona grande amigo, y así vengo, con la obligación que tengo a su honor y a su persona, a hablaros; y no os parezca que como juez he venido. Él, en efeto, ha querido que yo a servirle me ofrezca y, haciendo, como hombre sabio para lograr su quietud, la necesidad virtud y obligación el agravio, vuestro perdón ha ganado y en este pliego os le envía, porque a este remedio fía el ver su honor restaurado. Dice, en fin, que como vais casado con su hija bella, a su casa vos y ella con mucho gusto volváis, que como padre los brazos tendrá abiertos. Vos hacéis como quien sois y ponéis en el alma eternos lazos. Celos fueron la ocasión de un furor desatinado, mas ya estoy desengañado de que fueron sin razón; y así digo que he de ser desde hoy de Flérida bella y me casaré con ella. Esta noche se ha de hacer. ¿Tenéis poder? ¿Para qué, si ella y vos estáis aquí? ¿Pues está Flérida aquí? ¡Buen descuido es ese, a fe! ¿No está aquí? ¿No está en mi casa? Eso, señor, no sabía. ¿No la hallé con vos el día que os prendí? ¿Qué es lo que pasa? Señor, si habéis presumido que es ésa Flérida bella, ¡vive el cielo, que no es ella! ¿Cómo puede haber mentido un criado que la vio y decirlo ella también? ¿Ello hay otra presa a quien tengas en tu casa? ¿No es la que con vos estaba en el jardín? Es error, que no es Flérida, señor. Ya mi paciencia se acaba. Si ella misma me confiesa con mil rendidas razones los amores y ocasiones, si bien niega que está presa, ¿puede ser mentira? Pueden convenir a otra mujer esas señas. ¿Puede ser si criados lo conceden que siguiéndola han venido, la han visto y desengañado? Pues ha mentido el criado. Haréis que pierda el sentido. Llevadme a vella y, si ella dice delante de mí que es Flérida, desde aquí estoy casado con ella. Decís bien, venid. (¡Ay, cielos, sacadme de aqueste engaño!). (¡Dadme, cielos, desengaño de tan confusos desvelos!). ¿En fin, ella es la que andaba escondida en el jardín? Sí. Pues no es Flérida, en fin. Pues peor está que estaba. Esta es, señoras, la casa; toda la ciudad rodeé por que no fueseis seguidas. Yo apuesto que no sabéis dónde estáis. Si hemos venido corriendo siempre sin ver la luz y en este portal apenas puse los pies, pues que dentro de la sala de la silla me apeé, imposible es el saberlo. El orden que truje fue de que, en dejándoos aquí, volviese a cerrar después por defuera. Aquí os quedad, que el hospedaje que veis aposento es de hombre mozo; bien hay que mirar en él. Adiós. (Callando he venido toda la tarde, por que Camacho no me conozca. Yo voy echando de ver que es verdad que está aquí César, pues sus criados se ven. Pero ¡Lisarda tapada, tan disimulado él, y yo por testigo desto! Quiera Dios que pare en bien). Desahoguémonos un poco aquí que nadie nos ve, Laura. Mas ¡válgame el cielo! ¿De qué te admiras? No sé, no sé, Laura. ¡Muerta soy! ¿Qué tienes? ¿Qué he de tener, si estoy en mi misma casa, cuando encubrirme pensé para un amoroso efeto que tú has de saber después, que para algo te he traído? Este aposento que ven tus ojos es de don Juan; tú como huéspeda en él no entraste y no le conoces, mas yo le conozco bien. Tiene la puerta a otra calle, que, como tapada entré y vine sin ver por dónde, sin luz, sin norte y sin ley, pájaro nocturno he sido: yo misma he dado en la red. ¡Ay de mí! ¡Yo estoy perdida! ¿De quién –¡ay, cielos!–, de quién podré quejarme? De nadie, pues mía la culpa fue. Déjame desengañar, déjame reconocer si es verdad, si es ilusión. Mas ¿quién en el mundo cree que señas que han de matar mentiras pudiesen ser? Estas sillas, estos cuadros, aquel escritorio, aquel espejo, estas colgaduras son las mismas. No hay que ver: yo estoy en mi misma casa. ¿Cómo, cielos, pudo ser? Mas no tengo de rendirme de la fortuna al desdén; si para todo hay remedio, para aquesto lo ha de haber. Una puerta deste cuarto cae al mío –¡ay, Dios!–; si en él hubiese quien nos abriese... Pues yéndonos de aquí, bien se remediaba el que aquí nos hallasen, que después alguna disculpa habrá; y, cuando no, si una vez salgo yo de aquí, que nunca haya disculpa. Esta es; acecha por esa llave. Celia a una ventana que desde tu cuarto, señora, cae a ese hermoso vergel labor hace. Pues aparta, llamarela. ¡Celia, ce! ¡Ah, Celia! No sabe dónde llaman, como no nos ve, y anda loca. Aquí, a esta puerta. Pues ¿quién llama aquí? ¿Quién es? Yo soy, Celia; si es que puedes –luego la ocasión diré–, abre esa puerta. La llave mi señor ha de tener sobre un escritorio; espera, volando por ella iré. ¡Oh, si tan presto vinieses como yo te he menester! No será posible ya. ¿Cómo? Como oigo torcer la llave de esotra puerta y entra un hombre. Don Juan es. ¿Qué haré? ¡Válgame el cielo! Ingenio aquí es menester. Tápate tú y quita, Laura, este manto en tanto que él tarda en volver a cerrar y hagamos del ladrón fiel. No está en la primera sala esta dama: querrá ver todo el cuarto. Vos, señora... Mas ¿qué es esto? ¿Qué ha de ser? Ser yo, mi señor don Juan, tan galante y tan cortés que, viendo que os esperaba esta dama sin tener quien la hiciese compañía, por que tan sola no esté, salí de mi cuarto yo por esa puerta que veis a acompañarla; que sois buen galán, en buena fe, buen galán y buen marido. Señora... Callad, no deis disculpas mal prevenidas. Yo no... Sois un descortés villano y mal caballero, poco amante y poco fiel. ¿Conocisteis a esa dama? Pues ¿había yo de ser tan grosera como vos, que había de conocer a quien no me ofende a mí? Pues escuchad y sabed. No estoy tan enamorada, don Juan, que haya menester satisfación; no son celos estos, sentimiento es del agravio, del desprecio que a mi vanidad hacéis. ¡En mi casa y a mis ojos embozada otra mujer! ¡Silla, corridas las puertas, con escudero de a pie! ¡Criado de puerta afuera, que no saben si lo es los de casa, reservado para cierto menester de ser mastín de las damas! Todo lo alcanzo y lo sé. Escuchad... No hay qué decir. Advertid... No os disculpéis. Un amigo... Ya eso es viejo. ¿Querreisme dar a entender que un amigo os pidió el cuarto para hablar a una mujer, cosa entre mozos corriente? Frívola disculpa es. Señora, escuchad, por Dios. Quien escucha que le den satisfaciones sin duda se quiere satisfacer; yo no quiero, yo no quiero. Dadme aquesta llave, pues. No se ha de ir sin que primero sepa... No lo he de saber; apartaos a aquese lado. Váyase vuesa merced, mi señora, y agradezca que soy quien soy y es quien es. (Perdóname, amiga mía, que esto es fuerza!). ¡Oh, dura ley de amistad! Pues no ha de irse sin que primero escuchéis de su boca mi disculpa. Si no la quiero saber, ¿qué me apuráis? Vos, señora, decid si me conocéis, decid quién es vuestro amante o, ¡vive Dios!, que diré quién sois vos. Mas ¿voces dais? ¡Oh, qué mal pleito tenéis! Señora. ¿Qué quieres? Ya la puerta abrí. Tarde fue, pero bien está. ¿Qué es esto? (Ir con tramoya y hacer a esta dama del manjar, que la he habido menester). Mirad si la puerta estaba abierta por donde entré. ¿Quién os niega esa verdad? Gente viene, ¡ay de mí!, y es vuestro padre. Solo os pido que esto no deis a entender. (Primero soy yo que nadie; si buena disculpa hallé para no darte mi mano y librarme a mí, ¿por qué la he de aventurar?). ¿Qué es esto? Vuestras voces escuché y me obligaron, entrando en casa, a mirar y ver qué sucedía. ¿Tú aquí, Lisarda? Aquí vine... ¿A qué? A visitar una dama. ¿Dama aquí? ¿Quién puede ser? Una dama de don Juan es la tapada que veis. Por cierto, señor don Juan, muy poca razón tenéis en entrar así en mi casa... Pues tú me matas también. Perdóneme el amistad, que no hay rigurosa ley que diga que por su amigo un hombre llegue a perder el honor, que hoy aventuro si pierdo tan grande bien. Y, puesto que aquesta dama poco tiene que perder –pues ser dama de don César saben ya cuantos la ven desde el día que tú mismo la fuiste a prender con él–, sabe que la dama presa que tienes en casa es, que para hablar a don César salió esta tarde. Si fue mucho yerro hacer espaldas a un amigo, que me des castigo te pido. (¿Yo a César hablar o ver quise?). (Si la descubierta es la dama que yo hablé, ¿quién la tapada será?). Ya descubriros podéis, señora, pues conocida estáis, que yerro no es muy grande salir a hablar a vuestro esposo y también me importa desengañarle de que sois Flérida, que él dice que vos no lo sois. Yo lo soy, señor, porque mujer que es tan infelice otra no pudiera ser sino yo. ¡Cielos, qué veo! Don César, decidme si es Flérida ahora. Sí, señor. ¡Pues bueno es quererme hacer loco, diciéndome allá, César, que no podía ser, teniendo vos concertado salirla esta tarde a ver aquí! (Ya estoy consolada de que no podrá mi bien convertírseme en peor, pues tal desengaño hallé; y, pues el amor perdí, no vaya el honor tras él; haya ingenio para todo). Si todos queréis saber el fin de las confusiones que a este lance padecéis, sabed que Flérida hermosa de mí se vino a valer y yo la truje engañada hasta aquí, por que a deber a otro no llegue su honor; castigar a don Juan fue, por que tenga más respeto a su casa y su mujer. (¿Para qué he de averiguar el cómo, puesto que hallé mi honor?). Tuya soy. Y yo, puesto que vos lo queréis. Sí, por que el pesar me quite este gusto de hacer bien. Pues ya que os brinda el amor, hacer la razón podéis, don Juan y Lisarda, dándoos las manos. Tuya es mi fe. El Peor está que estaba nunca ha encajado más bien que agora que están casados, y así: Ite, comedia est. Y, como noble senado, haced a su autor merced de perdonarle sus faltas, pues se pone a vuestros pies.