Jornada I Otra vez, don Juan, me dad, y otras mil veces los brazos. Otra y otras mil sean lazos de nuestra antigua amistad. ¿Cómo venís? Yo me siento tan alegre, tan ufano, tan venturoso, tan vano, que no podrá el pensamiento encareceros jamás las venturas que poseo, porque el pensamiento creo que aun ha de quedarse atrás. Mucho me huelgo de que os haya en Nápoles ido tan bien. Más dichoso he sido de lo que yo imaginé. ¿Cómo? Ya os dije, señor don Luis, cuando por aquí pasé, que aunque siempre fui poco inclinado al amor, de mis deudos persuadido, de mis amigos forzado, traté de tomar estado; siendo así que divertido en varias curiosidades, dejé pasar la primera edad de mi primavera. Ya sé las dificultades que hubo en vuestra condición para esa plática; y que siempre que en ella os hablé, hallé vuestra inclinación muy contraria, habiendo sido de vuestro divertimiento lo postrero el casamiento, pues en libros suspendido gastabais noches y días. Y si para entretener tal vez fatigas del leer, con vuestras melancolías treguas tratábades, era lo prolijo del pincel su alivio, porque aun en él parte el ingenio tuviera; de cuyo noble ejercicio, que en vós es habilidad, o gala, o curiosidad, pudiera otro hacer oficio. Pues es tanta la destreza con que sus líneas formáis, que parece que le dais ser a la naturaleza; cuando vuestro huésped fui, y en esto ocupado os vía, me acuerdo lo que os reñía. Pues siendo todo eso así, ya rendido a la atención de mis deudos, o a que fuera lástima que se perdiera, faltándome sucesión, un mayorazgo que creo que es ilustre y principal y no de poco caudal, correspondí a su deseo; y dando, lo que no había hecho en mi menor edad, lugar a la voluntad que hasta entonces no tenía, tomar estado traté dando a mi prima la mano, que es hija del castellano de Santelmo. Ya lo sé; y ya os dije, cuando aquí al pasar mi huésped fuisteis, la buena elección que hicisteis. Pues más lo es hoy. ¿Cómo así? Como aunque mi pecho ingrato, por las noticias que tuvo desde allá, inclinada estuvo de Serafina al retrato, después que vio a Serafina, tan del todo se rindió que aun yo no sé si soy yo. Es su hermosura divina, es su ingenio singular: de uno y otro soy testigo. Hoy, en fin, viene conmigo a ser Venus deste mar o Flora de sus riberas, por no perder la ocasión para nuestra embarcación, en llegando las galeras. Su padre con ella viene, que hasta Gaeta ha querido acompañarla. Esta ha sido la causa porque previene mi amistad adelantarme; porque, como os ofrecí ser vuestro huésped aquí cuando volviese a embarcarme, he querido prevenirlos del forzoso inconveniente de venir con tanta gente; y así, me atrevo a pediros... ¿Qué? Que licencia me deis para ir a mi posada, que estará ya aderezada. Notable agravio me hacéis. ¿Soy hombre yo que pudiera, igual dicha deseando, nada embarazarme, cuando todo Nápoles viniera con vós? Ya sé lo que os debo pero... No hay qué responder: o a mi casa o a no ser más amigos. No me atrevo a aventurar amistad tan segura y verdadera. ¿Tan gran desaire pudiera hacerse a mi voluntad? Más y más, cuando por solo esto, si os digo verdad, estoy en el gobierno hasta hoy. ¿Cómo? Como había dispuesto retirarme a mi hacenduela, postrado a los desengaños de mis ya prolijos años; que como no me desvela en adquirir, desde el día que a don Álvaro perdí, estoy ya violento aquí. Confieso que no querría hablaros en esto, pero ya la plática salió: ¿nunca dél supisteis? No, sino el aviso primero, que fue, habiéndose embarcado a negocios que en España tuvo, que esa azul campaña le sepultó derrotado del bajel. Desto tuvimos aviso porque una nave, que de la tormenta grave venir a abrigarse vimos, contó cómo a pique había visto irse su bajel. ¿Y cómo supo ser él? Como era desdicha mía. Venía de Barcelona, donde el viaje había de hacer, y lo confirma el no haber noticia de su persona; mas no hablemos más en esto. ¿Cuándo decís que vendrá vuestra esposa? Ya estará cerca de aquí. Pues id presto a esperarla y a decirla de mi parte que ir no puedo a servirla, porque quedo ocupado acá en servirla. De esa suerte lo diré, pues vós... No me digáis más. ¿Porcia? ¿Señor? Ya sabrás (mil veces te lo conté) las grandes obligaciones que a don Juan Roca he tenido. Que eres su amigo te he oído decir en mil ocasiones. Pues has de saber, que ya con su esposa por aquí vuelve. ¿Serafina? Sí, y hasta embarcarse, será mi huésped. Yo lo agradezco de mi parte. ¿Qué te obliga? Ser Serafina mi amiga, y pensará que la ofrezco el hospedaje. Está bien; y supuesto, siendo así, que por ti, Porcia, y por mí agasajarlos es bien, te ruego que a tus crïadas las mandes aderezar ese cuarto en que han de estar. Prevenciones excusadas son: ¿cuándo no está, señor, uno y otro apercebido para huéspedes, si has sido aun más que gobernador, hostelero? Mi contento es festejar a quien pasa. Paz sea en aquesta casa, y a ese propósito un cuento. «Llegando una compañía de soldados a un lugar, empezó un villano a dar mil voces en que decía: '¡Dos soldados para mí!'. 'Lo que excusar quieren todos -dijo uno-, ¿con tales modos pides?'. Y él respondió: 'Sí, que aunque molestias me dan cuando vienen, es muy justo admitirlos por el gusto que me hacen cuando se van'». Con esto, pues, y con que mi amo aquí manda esperar, dadme los dos a besar, vós la mano y vós el pie. Juanete, seas bien venido, que ya te echaba mi amor menos viendo a tu señor. ¿Cómo de boda te ha ido? «Convidole a merendar un cortesano en el río a un forastero, y muy frío le dio un pollo al empezar. Pidió de beber y estaba tan caliente la bebida como fría la comida. Viendo, pues, que nada hallaba a propósito, cogió el pollo, y con sutil traza, le echó dentro de la taza. El amigo que tal vio, '¿Qué hacéis?' dijo. Él impaciente respondió: 'Así determino hacer que el pollo enfríe el vino o el vino al pollo caliente'». Lo mismo me ha sucedido en la boda, pues me han dado moza novia y desposado no mozo; con que habrá sido fuerza juntarlos fïel, porque él con ella doncella, o él la refresque a ella o ella le caliente a él. Deja locuras y di: ¿cómo Serafina viene? En coche. Y eso, ¿qué tiene que ver con lo que yo aquí te pregunto? Mucho, puesto que quien dice en coche, dice contenta, ufana y felice. ¿Por qué lo dices? Por esto: «Murió una dama una noche, y porque pobre murió, licencia el vicario dio para enterrarla en un coche. Apenas en él la entraban, cuando empezó a rebullir; y más cuando oyó decir a los que la acompañaban 'Cochero, a San Sebastián'. Pues dijo a voces: 'No quiero; da vuelta al Prado, cochero, que después me enterrarán'». ¿A quién tu lengua perdona con aquesos cuentecillos? «A cuatro o cinco chiquillos daba un día en Barcelona de comer su padre...» ¡Para! Ya parece que han llegado. De la boca me han quitado el cuento. Señor, repara en que ya el huésped que esperas llega. A recibirle vamos. En los chiquillos quedamos. Ya suben las escaleras y llegan hacia esta parte. Dadme, ¡oh bella Serafina, cuya hermosura divina rayos con el sol reparte!, a besar la mano, en muestra del contento y alegría que hoy tiene esta casa mía en solo parecer vuestra. Y perdonad, si no es capaz esfera, señora, de las luces del aurora. Eso a mí me toca, pues... pues mía la obligación y la vergüenza de ver que no pueda merecer dichas que tan grandes son: tú seas muy bien venida. Habiendo de responder a los dos, bien menester será que partido os pida; que a dos favores, ¡ay Dios!, estilo no hallo oportuno; y así, no respondo al uno por no agraviar a los dos. Mucho me pesa de que don Juan no os haya excusado, señor don Luis, este enfado. No me corráis; pues en fe, señor don Pedro, de ser yo tan vuestro servidor, me hace don Juan este honor. ¿Hay paciencia para ver una plática molesta de cumplimientos? ¿Peor no es oír a un preguntador? Vamos. Mas, ¿qué salva es esta? La atalaya ha descubierto de Nápoles dos galeras que costeando sus riberas vienen ya tomando el puerto. ¡Qué placer me da el oír que vienen! Es gran placer al ver los huéspedes, ver la recua en que se han de ir. Junto viene todo el bien, pues en ellas imagino que el Gran Príncipe de Ursino vuelve a Nápoles, a quien es forzoso que reciba, y aun que en mi casa le hospede, si quien no es su dueño puede disponer della. Así viva que me hagáis merced de darme licencia. No hay para qué volver a esto, que yo sé que sabré desempeñarme: Porcia, lleva a Serafina bella a su cuarto, y los dos esperadme en él. Con vós saldremos a la marina. Yo lo permito porque de los dos acompañado llegue, si es él, más honrado. Y yo entre todos iré, por ver si entre los corrillos de la bulla hallo lugar. ¿Para qué? Para acabar el cuento de los chiquillos. ¿Fuéronse? Sí, ya se fueron. ¿Pues qué aguarda mi pasión? ¿Qué lágrimas esas son? Son, amiga, las que fueron, y pues tú no las ignoras, no será facilidad fïarlas a tu amistad. No sé más de ver que lloras. Sí sabes, si ya no es que, de mi olvido ofendida, te das por desentendida. No sé qué te diga. Pues quedemos solas ahora, verás si soy la que era. Julia, salte tú allá fuera. Vete tú con ella, Flora. Ven, si desde el mirador ver las galeras quisieras. Eso es echarme a galeras, y a dormir fuera mejor. ¿Estamos ya solas? Sí. ¿No nos oye nadie? No. ¿Quién supo mis dichas? Yo. Pues oye mis penas. Di. Ya te acuerdas, Porcia mía, de aquel venturoso tiempo que en Nápoles las dos fuimos tan amigas, que pudieron juzgar nuestros corazones, regidos de un movimiento, que había en un cuerpo dos almas o estaba un alma en dos cuerpos. Ya te acuerdas, no te extrañe el ver que desde aquí empiezo las fortunas de un amor que sabes tú y yo padezco; porque habiendo de ser este el vale último, el postrero trance de mi vida, es bien, pues las exequias celebro a una difunta esperanza, que nada te calle, puesto que cuanto diga de más, tendré que sentir de menos. En fin, ya te acuerdas, digo, de cuánta ocasión tuvieron nuestras continuas visitas para hablarnos, para vernos yo y don Álvaro, tu hermano. ¿Cómo, ¡ay infeliz!, refiero su nombre, sin que el dolor, áspid que abrigué al pecho, pisado de la memoria que le alimenta acá dentro, no reviente, inficionando el aire con mis alientos? Mas, ¡ay de mí!, que no fuera tan mortal, tan cruel, tan fiero veneno que me matara de una vez, como veneno que obstinadamente tibio y porfiadamente lento, a todas horas está atormentando y no hiriendo. De aquellas, pues, continuadas visitas, Porcia, nacieron su atención y mi cuidado, su inclinación y mi afecto; que aunque es verdad que al principio le respondí con despegos, acá en el alma quedaba, si ahora la verdad confieso, cierto género de agrado, cierta especie de contento, que ni bien era cariño ni bien dejaba de serlo; porque a media luz no más andaba mi pensamiento en crepúsculos de amor, si agradezco o no agradezco. Muy pocas mujeres, Porcia, o ninguna, se ofendieron de ser amadas: quien más llore su aborrecimiento, a los desaires atienda de su dama, y verá en ellos que, aunque el valor los anima, andan en visos y lejos rebozados los favores a sombra de los desprecios. Dígalo yo, y aun tú puedes decirlo también, supuesto que tantas veces me viste culpar sus atrevimientos. Escribiome, ya lo sabes; rompí el papel, no fue exceso; quiso hablar, no le di oídos; volvió a escribir, hice extremos; valiose de ti fïado de tu amistad, culpé el medio; persuadísteme, enojeme; porfió, hice sentimientos; vile llorar y reíme; siendo así que a todo esto, quien me viera el corazón, viera con cuánto tormento hace el honor repugnancias cuando hace el amor esfuerzos. Una noche que yo acaso estaba tomando el fresco a una reja que caía sobre el mar, pudo encubierto llegar a hablarme; y después de los usados afectos de un rendido, que por ser lugares comunes, dejo, palabra me dio de esposo, con cuyo honestado medio, si no mejoró su dicha, mejoró su fingimiento; pues corriendo desde entonces, más licencioso el respeto, fue el desdén el embozado y el favor el descubierto. Esto he dicho, por si acaso lo ignoras; que el más pequeño escrúpulo no se quede contra mi honor. En efecto, desde aquella noche, ¡ay triste!, hablándonos en secreto, creció amor correspondido, aunque vulgares conceptos dicen que el amor sin trato ni es amor ni puede serlo. En este medio, mi padre trataba mi casamiento con don Juan Roca, mi primo; y el tuyo, en aqueste medio, también trató de ausentarse por venir a este gobierno, desde donde le envïó a España a no sé qué pleitos; y confiriendo los dos si sería buen acuerdo que entre mi boda y su ausencia nos declarásemos, viendo que no era justo enojar a entrambos padres a un tiempo, sin reservar al delito sagrado en que retraernos, hasta la vuelta ajustamos callar. ¿Cuándo, cuándo, ¡cielos!, le estuvo mal al amor el valerse del silencio? Despedímonos, fïando él de mi parte el ingenio con que había de apartar de mi padre los intentos; yo fïando de la priesa en que habían sus deseos de dar la vuelta a mis brazos. Mas, ¡oh qué necios!, ¡qué necios son los que no tienen más que una esperanza, y sabiendo que al viento se la quitaron, vuelven a dársela al viento! Mi padre, pues, deseaba ejecutar los conciertos tratados... ¡Jesús mil veces! ¿Qué tienes? No sé qué tengo: no será nada... Y yo atenta a mi amor y a su respeto, me valía de razones contra la razón, diciendo que el haber de irme sin él a España... Otra vez ha vuelto a afligirme la congoja. ¡Válgame Dios! Yo me muero. Sosiégate, y no prosigas, si te aflige hablar en esto. Claro está, pues entra ahora el decir que en este tiempo llegó la nueva de que había don Álvaro muerto, derrotado de esos mares, donde ahora, ¡válgame el cielo!, con la muerte agonizando parece que le estoy viendo. ¿Serafina? ¿Amiga? ( Extraño accidente la ha cubierto el corazón.) ¿Julia? ¿Flora? Nadie oye, todas subieron a ver desde el mirador las galeras en el puerto. ¿Flora? ¿Julia? Aunque no soy Flora ni Julia, me atrevo a entrar hasta aquí, porque a pedir albricias vengo. ¿De qué has de pedirme albricias, si buena nueva no espero? Por eso será mejor; y por decirla de presto: tu hermano, señora, ¡vive! ¿Qué? ¿Qué dices? Lo que es cierto, con el Príncipe de Ursino en las galeras ha vuelto. ¿Pues cómo? No sé de cómos; que yo decirte no puedo más de que así como vi que el aviso no fue cierto, y vi a tu padre abrazarle, me he adelantado, creyendo que cuando nada me valga me valdrá contar un cuento. Aunque las albricias mando, y aunque la nueva agradezco, tengo mucho que sentir, más quizá de lo que siento; que este desmayo me quita grande parte del consuelo. ¿Desmayo? ¡Cuerpo de Dios! Que yo pensé que era sueño, por eso no me asustaba: asústome ahora y vuelvo a decirlo a mi señor. ¡Oye! ( Él se va y yo me quedo con dos gustos y una pena, tan sola como primero. Iré a llamar quien me ayude, pues Serafina no ha vuelto.) ¡Hola! ¿No hay quien me responda? No me ha sufrido el deseo de ver a mi hermana hacer que asista a los cumplimientos del Príncipe. Y así, a verla primero que todos, vengo. Fuera de que el haber visto con mi padre allá a don Pedro, el padre de Serafina, me trae con mejor afecto a saber si tiene nuevas della; mas, ¿qué es lo que veo? ¿En mi casa Serafina tan sola y rendida al sueño? Poca dicha es de un ausente hallar su dama durmiendo. ¿Serafina? ¿Dueño mío? Déjame. Por Dios te ruego, don Álvaro, no me mates. Sosiégate. ¿Cómo puedo, si estoy mirando, ¡ay de mí!, mi fantasía con cuerpo, con voz mi imaginación, con alma mi pensamiento? Mi bien, mi dueño, mi esposa, si el verme, por dicha, ha hecho horror a tus ojos, mira que vivo estoy. Ya te entiendo; y si en venganza me buscas de que tu fineza ofendo, de que mi palabra rompo, bastante disculpa tengo: contando a tu hermana estaba que hasta saber que habías muerto, no me persuadió mi padre a haber elegido dueño; viuda de ti me he casado. Ahora conozco, ahora advierto que debe de ser verdad el asombro tuyo, puesto que no es posible estar tú casada y no estar yo muerto. ¡Vuelve, vuelve, y no el espanto te haga decir desaciertos! Vivo estoy, y aunque corrí la tormenta que dijeron y se fue el bajel a pique, pude sobre sus fragmentos sustentarme hasta llegar las galeras que acudieron, por ser a vista de tierra, a socorrerme; si tengo culpa en no escribirlo, ha sido no haber ocasión de hacerlo. ¡Dame los brazos! También ahora conozco, ahora veo que debe de ser verdad que vives, Álvaro, puesto que soy yo tan desdichada, que aun una dicha que tengo, no lo es ya, pues muerto o vivo, de cualquier modo te pierdo. Luego... ¡Qué pena! ...¿es verdad... ¡Qué ansia! ...que tú... ¡Qué veneno! ...Serafina... ¡Qué dolor! ...como has dicho... ¡Qué tormento! ...estás... ¡Qué rigor! ...casada? ¿Cómo puedo, cómo puedo decir que sí, si estás vivo, ni decir que no, si miento? ¡Pues cómo, ingrata, pues cómo! Llegad las dos. Mas, ¡qué veo! Buena mi ama. ¿Mi amo vivo? Pues cesen mis sentimientos, y dame, Álvaro, los brazos. ¡Ay Porcia!, si esos extremos son porque me ves con vida, te engañas, que no la tengo. Dime Porcia, dime Flora, y dime tú, Julia, presto, si es cierto que se ha casado Serafina. ¿Qué ha sido esto, mi bien, mi dueño, mi esposa? Ya no os pregunto si es cierto. A los dos ese crïado dijo tu desmayo. Un yelo el corazón me cubrió. Y tanto, que te prometo que por muerto le ha tenido gran rato dentro del pecho. Y es verdad, todo mi mal fue que le tuve por muerto. ¿Y cómo, mi bien, te sientes? Aunque rendida me siento al dolor, sabré al dolor ponerle tantos esfuerzos que no te dé otro cuidado. Aquí viene bien mi cuento: «A cuatro o cinco chiquillos...» Quita, loco. Aparta, necio. Ello, hay cuentos desgraciados. Retírate a tu aposento. Ven, repararás el susto. Ven, mi amor, mi bien, mi cielo. ¿Que esto escuche? ¿Que esto vea? ¡Oh si fueran los postreros pasos que diera en mi vida! Ya ves que dejar no puedo de ir con ella. Aguarda aquí, Álvaro, que al punto vuelvo. Pues yo no he de reventar. Alguien lo ha de oír: sobre eso haré que me oigan los sordos. ¡Qué es esto que miro, cielos! Serafina se ha casado, y viéndola yo en ajenos brazos, ¿no pierdo la vida? Cada día que aquí llego, os debo nuevas finezas. Yo soy, señor, el que os debo nuevas honras cada día, y nunca os las agradezco; y esta de haberme traído hoy a don Álvaro, creo que no pagaré en mi vida. Fue notable su suceso, a vista de tierra estaba, tormenta, el bajel corriendo como ya dije; y pasando las galeras, recogieron los desperdicios del mar y a don Álvaro con ellos. Estaba yo en Barcelona esperando viaje y, viendo que llegaba derrotado, procuré albergarle, siendo desde allí mi camarada. No sino crïado vuestro. ¿Has visto a tu hermana? Sí, señor. ¡Oh cuánto me huelgo! ¡Qué buen día habrá tenido! No mucho, porque sospecho que un accidente que ha dado aquí a una amiga, la ha puesto en cuidado de asistirla. ¿Accidente? Dadme, os ruego, licencia para saber, gran señor, qué ha sido esto. A mí para ir a buscar un grande amigo que tengo. No es sino enemigo, pues voy a buscarme a mí mesmo. Celio, que hemos malogrado toda la fineza creo. ¿Por qué? Porque si no veo a Porcia, ¿de qué el cuidado ni la prisa me ha servido? Si su padre te previene de que otros huéspedes tiene, no te des ya por sentido del descuido. ¿Cómo no, si son siglos los instantes? Notables sois los amantes. ¿Nunca tú has amado? Yo mirón del amor he sido; y a pagar de mi dinero, a la que me quiere quiero y a la que me olvida olvido. Pues ya no extraño que aquí me culpes; que quien no tiene amor, juzgo que se aviene con quien ama. ¿Cómo? Así. Quien ve de lejos danzar al que más airoso ha sido, como no oye el dulce ruido de la música, en juzgar que está loco, juzga bien; pues sin compás las acciones parecen desatenciones, lo que no sucede a quien de cerca oye la armonía, que es alma de su primor. Así, el que ignora de amor una y otra fantasía, a cuyo compás quien ama se mueve, estar loco puede juzgar, lo que no sucede a quien la dulzura inflama que le negó la distancia; pues atento al blando son, no oye voz, no mira acción, que no le haga consonancia. Acércate, pues, un poco al ruido de amor: verás que está danzando a compás el que piensas que está loco. Bien pudiera replicar que en quien se acerca o se aleja, aun siendo a compás, no deja de ser locura el danzar. Pero no es tiempo, pues vi que a verte Porcia salió. Aquí mi hermano quedó. Pues ya, Porcia, no está aquí; y si en esto habéis querido decir que, en dejaros ver, no tengo que agradecer, no me doy por entendido del disfavor. Son errores; que cuando tan feliz fuera que esa atención os debiera, en quejas, no en disfavores, la lograra. ¿En quejas? Sí. ¿De quién tenerlas podéis, sabiendo yo que sabéis las finezas que hubo en mí desde el venturoso día que en Nápoles os amé? De vós, pues de vós no fue estimada la fe mía en esta prolija ausencia. Yo sé que me disculpara, si gente, Porcia, no entrara. ¿Cuánto diera Vuexcelencia por el estorbo? No puedo, ¡ay amiga!, sosegar; y a ti te vuelvo a buscar, perdido a mi muerte el miedo. Mas, ¡ay Dios!, ¿quién está aquí? El Príncipe. Vuexcelencia perdone mi inadvertencia. Confieso que no le vi, cómo turbada venía. Yo os agradezco la acción, porque en vuestra turbación pueda disculpar la mía. Pues si turbados los dos reconocemos estar, poco tenemos que hablar: ¡mil años os guarde Dios! En toda mi vida vi cortesanía más bella. Fuerza es, señor, ir con ella. ¿Vereisme esta noche? Sí. ¿Has visto, Celio, en tu vida plática más bien cortada? Si tan en sí está turbada, ¿cómo estará prevenida? ¿Quién aquesta dama es? ¿Yo, cómo lo he de decir, si ahora acabo de venir? Álvaro lo dirá, pues a tan buena ocasión viene. ¿Qué te va en esto? Saber, no más, quién será mujer que tanta hermosura tiene. ¡Qué mal descansa un dolor! Apenas de aquí me fui cuando ya me vuelvo aquí. ¿Don Álvaro? ¿Gran señor? ¿Quién es una hermosa aurora, huéspeda de Porcia bella, con quien el sol es estrella? Esta es, señor, Serafina, hija de aquel noble anciano de Santelmo castellano. Es su hermosura divina. ¿Nunca la habíais visto? No, hasta ahora. Pues yo sí. Y en lo poco que la oí, discreta me pareció. Es su ingenio singular. ¡Hay confusión más extraña! ¿Y qué hace aquí? Pasa a España. ¿A qué? ( Aparte. ¡Hay más preguntar!) Es que va a casarla a ella. ¿Con quién? Con un deudo. Y pues, ¿quién aquese deudo es tan feliz que merecella pudo? Don Juan Roca, aquel caballero que llegó con mi padre a hablarte. No reparé entonces en él, como no le conocía; y aun si otra vez le viera, no sé si le conociera. Si pudo la amistad mía mereceros, gran señor, una fineza, por mí la habéis de hacer. Cuanto aquí tarda vuestra voz, mi amor tardará en obedeceros. ( ¿Hay confusiones más fieras?) El patrón de las galeras dice que solo a traeros hasta aqueste puerto viene, y que trae orden de que en él un hora no esté. Es verdad, ese orden tiene. Ya os dije que tengo aquí un huésped a quien quisiera festejar solos dos días; ha de ir en ellas y, así, el dilatarlas... No puedo, que está empeñado mi honor con palabra que al señor don García de Toledo le di de no detenellas; harto lo siento por vós. Y porque imagino, ¡ay Dios!, que se me va un bien en ellas, que... Mas no imagino nada, que es necedad, que es locura, idolatrar hermosura antes perdida que hallada.) Pues si eso no puede ser, bien es que no se dilate su partida y della trate. Aunque hoy el Príncipe hacer no ha querido, o no ha podido, esta fineza por ti, tú has de hacer, señor, por mí otra que humilde te pido. ¿Qué es? A España me envïaste, y en el riesgo que me vi toda la hacienda perdí, que al partirme me entregaste. Hallándome en Barcelona pobre y desnudo, me fue forzoso volver, porque mal pudiera mi persona ir a la corte a pleitear sin lucimiento y dineros; y es lo que pedirte quiero, que me vuelvas a envïar, pues hay hoy embarcación. No es el riesgo a que te ofreces, Álvaro, para dos veces. Por esa misma razón te lo suplico, porque no se presuma de mí que a la fortuna rendí valor que de ti heredé. Aunque agradezco el deseo, no has de ir... ¿Quién mi muerte ignora? ...por lo menos, por ahora. ¡En qué confusión me veo! ¿Posible, ¡ay de mí!, posible es que Serafina, a cuya deidad, idólatra el alma, sacrificó la más pura fe que en profanos altares sacrílegamente injusta el ara sin sangre mancha, la imagen sin luz alumbra, se ha casado? Pero, ¿quién a un infeliz, desventuras que padece como proprias, como ajenas las pregunta? Cierta es mi muerte, pues es cierta la mudanza suya. Creámosla de una vez: ¿de qué sirve andar en busca de alivio? Que lo peor no debe dudarse nunca; y es echar a mal la queja lisonjear con la duda. Y aun para que no me quede en tanta queja ninguna esperanza de consuelo, tanto el tiempo me apresura los términos, que no deja lugar de quejarme, dura desdicha; pero no tanto que ya el dolor no lo supla. Con mi hermana viene: ¿quién creerá que cuando más busca ocasión de hablar la voz es cuando queda más muda? ¡Oh qué de cosas tenía, antes de ver su hermosura, que decir! Pero al mirarla ya no encuentro con ninguna. En fin, ¿es fuerza con tanta prisa partir? ¿Cuándo dura más que un instante la dicha, más que un punto el placer? Nunca. Y estando yo aquí, ¿por qué a Porcia se lo preguntas? Pues nadie mejor que yo, aleve, falsa, perjura, te podrá decir cuán breve es la edad de la ventura. Señor don Álvaro, puesto que satisfagáis la duda que acaso tuve, os suplico, no prosigáis, que es injusta penalidad oír la queja quien no ha de dar la disculpa. ¿Por qué, ingrata, no has de darla? Porque no tengo más que una; y esta muchas veces ya la he dicho. Es error; que nunca son para quien las estima las satisfaciones muchas; y una palabra en amor tanto los sentidos muda, que, aunque es una en quien la dice, siempre es otra en quien la escucha. Vuelve, pues, vuelve a decir esa razón en que fundas tu sinrazón. Ya no puedo, porque decir que vïuda de ti me casé, fue bien cuando tu vista me turba tanto, que es disculpa ahora el dar entonces disculpa. Según eso, ¿mejor fuera ser hoy, en la opinión tuya, muerto que vivo? No sé; pues pudiera yo, segura de quien soy, llorarte muerto; y vivo fuera locura llorarte, pues la que entonces era lástima tan justa, sería liviandad agora, trocando mi fama augusta, lástima que fue virtud, por satisfación que es culpa. Pues aunque muerto me llores, o me olvides vivo, escucha, que has de llevarte mis quejas, pues me dejas tus injurias. No he de escucharte. Escucharme tienes. Porcia, ¿no me ayudas a defender de un peligro en que ves que se aventura honor, ser y vida? Porcia, ¿tú ese peligro no excusas con mirar quién viene? Sí, que yo entre los dos confusa, ni quito ni pongo amor; pero hago en esta duda lo que debo a ser hermana. Mi cuidado te asegura; quéjate, suspira, llora, pues no tienes más fortuna. Pues si he de escuchar por fuerza, antes que empieces, escucha: don Álvaro, yo te amé cuando imaginé ser tuya; y pasando mi esperanza desde perdida a difunta, me casé. Ahora soy quien soy, sobre esto tus quejas funda. ¿Qué he de decir si tú lloras? Engáñaste, si lo juzgas; si lloran, mienten mis ojos. ¿Es posible que reduzgas tan fácilmente a ser iras ya las ternezas? ¿Tan tuyas son tus pasiones que puedes, cuando de un rendido triunfas, llorar y no llorar? ¿Son las lágrimas, por ventura, tan bien mandadas que saben obedecer? Pues si alguna fineza has de hacer por mí, sea enseñarme cómo usas de las lágrimas, si a tiempo las viertes y las enjugas. Cuando me acuerdo quién fui, el corazón las tributa, cuando me acuerdo quién soy, él mismo me las rehúsa; y así, entre estos dos afectos, como el uno a otro repugna, las vierte al dolor, y al mismo tiempo el honor me las hurta, porque no pueda el dolor decir que del honor triunfa. En fin, ¿sientes... No lo niego. ...ser ajena? ¿Quién lo duda? Luego... No hagas consecuencias. ...podré desde hoy... No arguyas. ...fiado en tu llanto... ¿En qué llanto? ...esperar... Será locura. ...que algún día... No es posible. ...se enmiende... No ha de ser nunca. ...mi desdicha... Soy quien soy. ...restituyendo... ¡Qué injuria! ...mi perdido bien... ¡Qué engaño! ...a mis brazos? ¿Tal pronuncias? Sí; y a este efecto... ¡Qué pena! ...tras ti... Tu peligro buscas. ...tengo de ir... Mi muerte intentas. ...a España. Mucho aventuras. ...donde... Me hallarás ajena. Serás mía. ¿Yo ser tuya? ¡Un rayo! ¡Válgame el cielo! ¡Ay de mí! ¡Cuánto me asusta que el aire ejecute el trueno cuando tú el rayo pronuncias! Mirad que la pieza ya de leva el partir anuncia; y viene por ti tu padre y tu esposo. ¡Suerte dura! ¡Grave pena! No te vean con las dos. ¡Sentencia injusta! Adiós, Serafina. Adiós, don Álvaro. Piensa... Juzga... ...que yo he de adorarte mucho. ...que yo no he de amarte nunca. Jornada II ¿Cánsaste de estar así? Si es tu gusto el retratarme, ¿cómo puedo yo cansarme de lo que te agrada a ti? Muchas veces te pedí, si bien loco, altivo y vano, que por mí tu soberano cielo hiciera esta fineza de tener de tu belleza un retrato de mi mano. Y aunque estoy agradecido al haberlo tú otorgado, no sé si me hubiera holgado de no haberlo yo pedido. ¿Cómo así? Como rendido a tanto empeño, no sé si dél airoso saldré. Tú, que a ti solo excedías, ¿tanto de ti desconfías? Sí. ¿Por qué? Escucha por qué: de la gran naturaleza son no más que imitadores -vuelve un poco- los pintores; y así, cuando su destreza forma una rara belleza de perfección singular, no es fácil de retratar, porque como su poder tuvo en ella más que hacer, da en ella más que imitar. Demás, que en una atención imprime cualquier objeto con más señas un defeto, mi bien, que una perfección. Y como sus partes son más tratables, se asegura la fealdad en la pintura; y así, con facilidad se retrata una fealdad primero que una hermosura. Confieso, esposo, que eso será en lo perfecto así; pero no conviene en mí la razón. Yo lo confieso también; que es tanto el exceso de tu hermosura, que aun esta disculpa no lo es. Dispuesta a oír la razón estoy, ya que dicho el desaire está. No está, si oyes la respuesta. Deste arte la obligación -mírame ahora y no te rías- es sacar las simetrías que medida, proporción y correspondencia son de la facción; y aunque ha sido mi estudio, he reconocido que no puedo, desvelado, haberlas yo imaginado como haberlas tú tenido. Luego si en su perfección la imaginación exceden, mal hoy los pinceles pueden seguir la imaginación. Y otra razón... ¿Qué razón? Fuego, luz, aire y sol niego que pintarse puedan; luego retratarse no podrá beldad que compuesta está de sol, aire, luz y fuego. Y así, me doy por vencido, y te pido, si mi amor volver quisiere a este error, no lo permitas, corrido de ver que no he conseguido retratarte parecida. Aunque quedo agradecida a las razones que das, ofrezco no volver más, si me costase la vida, a dejarme retratar de ti, porque disgustado no he de verte. Que me ha dado disgusto, enfado y pesar, no te lo puedo negar, al ver que solo a este intento me falta el conocimiento que tengo de la pintura; mas culpa es de tu hermosura. Aquí viene. ¿Quién? Un cuento. «Sordo un hombre amaneció; y viendo que nada oía de cuanto hablaban, decía: '¿qué diablos os obligó a hablar hoy de aquesos modos?' Volvían a hablarle bien y él decía: '¿hay tal que den hoy en hablar quedo todos?', sin persuadirse a que fuese suyo el defecto». Tú así presumes que no está en ti la culpa; y aunque te pese es tuya y no la conoces, pues das, sordo, en la locura de no entender la hermosura que el mundo la dice a voces. ¡Qué locura! Ven conmigo. ¿Adónde, mi señor, vas? Hasta el muelle iré no más, porque si verdad te digo, divertirme será bien deste necio sentimiento. Pues, ¿es tu divertimiento el no verme? Sí, mi bien; porque solo de esa suerte que yo me divierta es justo; pues con no verte, es el gusto mayor de volver a verte. No cortesano, señor, con esas galanterías, las desconfïanzas mías quiera divertir tu amor; ya sé que te llevará el aplauso que pregona la fama de Barcelona, viendo publicadas ya sus carnestolendas, pues mil disfrazadas bellezas merecerán tus finezas. No desconfïada des agora en pedirme celos, que a ti en el mundo no hay quien darlos pueda. Yo sé bien, mejor que tú, tus desvelos. ¿Mejor que yo? ¿Qué mujer propria más de su marido que aun él mismo, no ha sabido? ¿Eso cómo puede ser? Cierto cura de un lugar con un vecino reñía donde su mujer lo oía; y entre uno y otro pesar, airado el cura y sañudo, dijo aquel nombre inhumano que empezando en 'cor-tesano', viene a acabar en 'des-nudo'. Su mujer, a esta ocasión, dijo con desenvoltura: «Testigos me sean que el cura revela mi confesión». Mira pues si habrá sabido la mujer en sus defetos de su marido secretos, que no sabe su marido. ¡Oh, qué tema tan cansado! Aunque te enfades de oíllos: «A cuatro o cinco chiquillos...» Calla. ¡Oh, cuento desdichado! Quédate, mi bien, adiós, que al instante volveré. Dios te guarde. ¡Oh cuánto fue, vendado y desnudo Dios, el imperio tuyo! ¡Oh cuánto supo rendir y vencer de tus flechas el poder! Dígalo yo, pues el llanto que jamás imaginé que ver enjuto podría, tanto a un día y a otro día domesticado se ve que no es posible... ¿Señora? ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido? Llamando a la puerta... Di. Vi que era un hombre vestido de marinero. Pues bien, ¿qué quiere? Tiemblo el decirlo; darte... ¿Qué? Una carta. ¿Cúya? De Porcia. ¿Y eso ha podido turbarte? ¿Pues no, si es, ya que la verdad te digo, don Álvaro el marinero? ¿Le has visto tú? Yo le he visto. ¿Dístete por entendida de que él fuese? Fue preciso. ¿Y qué te dijo? Que a ti te lo dijese, me dijo. Pues di que no te atreviste, medrosa de mi castigo; y, como que de ti sale, añade de cuánto es digno el disfraz, y haz de manera que sin verme (¡estoy sin juicio!) ni que sepa que lo sé, se vuelva al instante mismo. Yo lo haré así. ¿Para qué? Que habiendo entrado atrevido yo hasta aquí, porque de casa salir a don Juan he visto, ya es excusado que Flora me diga lo que yo he oído. Antes parece que no lo oísteis, pues habiendo sido lo que os dije, que os volvieseis sin verme, más es indicio el atreveros a verme de no oírlo, que de oírlo. Es verdad; pero eso fuera, hermoso imposible mío, si de un delito no fuese consecuencia otro delito. Y pues a verte, no más, en este traje he venido, atento solo al recato con que tu belleza estimo, con que tu respeto adoro y con que tu opinión miro; no tanto extrañes el verme que, disgustada conmigo, sea ofensa la fineza y desmérito el servicio. Señor don Álvaro, no penséis que el pararme a oíros es consentida licencia que para hablar os permito; que no es sino turbación de que, cobrada, os suplico me hagáis merced de dejar la plática en los principios. Y si es verdad que esto puede ser que sea fineza, os pido la ilustréis con una acción digna de vós. ¿Cuál es? Iros tan presto que pueda yo veros a vós persuadido a que el amor de mi esposo, la paz del estado mío, la obligación de mi sangre, el trato, el gusto, el cariño, me han trocado de manera que, robusta encina, fijo escollo, será más fácil a los embates continuos del mar, o a los destemplados soplos del ábrego frío moverse, que mi fineza, si contrastase mi brío todo el mar lágrimas hecho, todo el aire hecho suspiros. ¿Qué importará que blasonen tus altiveces conmigo de ser al agua y al viento dura encina, escollo altivo, si antes que rebelde tronco fuiste girasol que, al vivo rayo de amor abrasado, enamoraste sus visos, y edificio antes que escollo, en cuyo apacible sitio vive amor idolatrado deste humano sacrificio? Pues siendo así, ¿cómo puedo acobardar mis disignios, si antes de haber sido armada encina de hojas, yo mismo reconocí amante flor, y antes también de haber sido escollo armado de yedra, yo te conocí edificio? No lo niego. Mas también, si me valgo de ese indigno concepto que contra mí hallaron tus desvaríos, de esa humilde fácil flor hacer el tiempo ha podido, con las raíces que ha echado dentro de mi pecho invicto, inmortal tronco; y también, de ese amoroso edificio, caduca ruina. De suerte que, uno atento al precipicio y otro a la raíz atento, olvidaron sus principios tanto que, aun no conservando la memoria del olvido, han sido, son y han de ser, en fuerza y en desperdicios, ejemplo de lo que acaba la carrera de los siglos. ¿Qué siglos? Si aun por instantes cuentan hoy mis desatinos la recién nacida edad de tus rigores esquivos. Ayer fue cuando me amaste: no, pues, con tirano estilo te valgas del tiempo ya, que ni es ni ha de ser ni ha sido posible que de un instante a otro, de uno a otro improviso, confesando tú que fuiste primero flor y edificio, crea yo que tan mudado, ¡oh hermoso, oh bello prodigio, de lo que fuiste primero estás tan desconocido. No la culpa de ese error quieras partirla conmigo, don Álvaro, que no es bien dudar tú lo que yo afirmo. Demás de que yo, a este efecto, de ti mismo solicito valerme; tú mismo sabes mi honor, mi altivez, mi brío. Y pues nadie como tú examinó en los principios lo ilustre de mis respetos, lo honrado de mis desvíos, lo atento de mis decoros, lo noble de mis disignios, a ti mismo te examina en mi favor por testigo; porque si a ti mismo tú no te vences, será indicio que de ti mismo olvidado, no te acuerdas de ti mismo. Sí me acuerdo, sí me acuerdo. ¿Cómo, habiendo anochecido, no hay aquí luz? ¡Mi señor! ¡Muerta estoy! ¡Estoy perdido! ¡Que nunca falte a este paso galán, hermano o marido! ¿Qué he de hacer? No sé. Yo sí. ¿Qué es? Esperar escondido en este cancel, que él entre en su cuarto. Eso elijo, no por mi peligro tanto, como, ¡ay Dios!, por tu peligro. ¡Que esto sin mi culpa pueda suceder, cielos divinos! ¿Cómo no hay aquí una luz? Descuido, señor, ha sido de las crïadas. Aquí están ya. Mucho te estimo ( Esforcemos, corazón, la pena que no resisto.) el haber vuelto tan presto. Unos parientes y amigos me obligaron a volver a casa, habiéndome dicho que importaba que viniese a ella... ¡Ay de mí! ...a darte aviso de que han trazado una fiesta... ¡Vivamos, alma! De un hilo pendiente estuve. ...en que salen mañana a los regocijos de Barcelona, embozadas sus familias, permitido uso entre nosotros, pues lo mejor y más lucido, con sus mujeres, hermanas y hijas, tienen por estilo gozar así los disfraces, juegos y otros artificios. Y como este es el primero año que no los has visto, han querido festejarte; y aun a la vuelta imagino que en la quinta de don Diego de Cardona, que es el sitio más deleitoso porque es sobre el mar, han prevenido un banquete. De su parte y de la mía te pido que te disfraces y salgas con ellas, que yo el vestido o traje que tu eligieres, de aquí a mañana me obligo a traerte: ¿qué respondes? ¿Tengo yo elección ni arbitrio más que tu gusto? Él es solo alma y ley de mi albedrío; y porque veas, señor, con cuánto gusto te sirvo, ven a mi cuarto, que quiero, ya que este favor recibo de ti, enseñarte unas muestras de tela que había traído a otro propósito, y quiero que veas la que yo elijo. ¡Quién pudiera de diamantes no solo hacerte el vestido, mas para que le pisaras, irte empedrando el camino! Aunque yo no te merezca esas finezas, te afirmo que las merece mi amor: ven, pues. ¿Qué haces? ¿Qué? Mi oficio, que es servirte. Toma, Flora, tú esa luz. Es desatino, que Flora no ha de hacer más de aquello que yo la digo; pues ella me sirve a mí en ver cómo yo te sirvo. Señor don Álvaro, ya que está seguro el camino, seguidme. Sí haré con harto temor. ¿De qué? De haber visto la verdad de cuán valiente es en su casa un marido. Vamos de aquí. Mas... no salgas, espera. ¿Qué ha sucedido? Que viene Juanete. Mata la luz haciendo algún ruido, que yo tomaré la puerta sin que me vea. Hecho y dicho. ¡Jesús mil veces! ¿Qué es esto, Flora? Esto es haber caído, Juanete. ¿En la tentación o en qué? Qué sé yo en qué ha sido; toma esta vela y volando ve a encenderla. ¡Jesucristo! ¿Qué es eso? Ver, aunque a obscuras, cuán grande espanto has tenido, pues has barbado de espanto. ¡Que hubiese de dar conmigo! Pero ya hallé con la puerta. ¿Estás loco? Lo que digo es cierto, aquí anda más gente. ¿Señor? ¿Qué voces, qué ruido es este? No es nada. ¿Cómo que no es nada? Es muchísimo. Yendo a cerrar esa puerta tropecé: esto solo ha sido. Más ha sido que eso solo, pues yo también... Dilo, dilo. ...tropecé aquí con un hombre que de tu cuarto escondido salía. ¡Válgame el cielo! ¿Hombre aquí? Y nada lampiño. Yo era, señor, con quien él dio. No era, ¡vive Cristo! Miente, señor, por la barba. ¿Estás loco? ¿Estás sin juicio? ( Mas, ¡ay cielos!, yo lo estoy si en un instante colijo que el llevarme Serafina de aquí, y con traidor aviso dejar aquí a Flora... Pero, ¿qué es esto? ¡Ay de mí! Yo mismo miento si lo digo, y miento, ¡ay de mí!, si no lo digo.) Toma, toma aquesta luz, que quiero, aunque no imagino que digas verdad, mirar la casa; entra, pues, conmigo. Apuremos, corazón, todo el veneno al peligro. Eso, bien podrás no hallarlo; mas, señor, lo dicho, dicho. Flora, ¿qué ha sido esto? Apenas sabré, señora, decirlo. Don Álvaro iba a salir; Juanete a este tiempo vino; maté la luz; encontrole; dio voces; don Juan al ruido salió, y va mirar la casa. ¿Sabes si él ya habrá salido? La casa miré y no hay nadie. Serafina, ven conmigo a mi cuarto, escogerás qué joyas y qué vestido has de llevar a la fiesta. Tu gusto solo es el mío; ¡Válgame Dios! ¡Qué de asombros en solo un instante he visto! ¡Válgame Dios! ¡Qué de cosas llevo que pensar conmigo! Tú tienes culpa de todo. Pícara, lo dicho, dicho. ¡Notable es tu tristeza! ¡Ay, Celio! Tan rebelde la extrañeza es de mi pensamiento que solo siento el bien del mal que siento. Yo juzgaba estos días pasados que eran tus melancolías vivir de Porcia ausente; mas después que su padre cuerdamente dejó el Gobierno y vino a Nápoles, ni creo ni imagino qué, pues favorecido de tu estrella, con la seña que tienes, a aquestas rejas cada noche vienes y tu mal no mejora; y mas, señor, ahora que don Álvaro ausente aun te ha quitado aquese inconveniente. ¿Qué importa, Celio, ver a Porcia bella, si de mi pena no es la causa ella? Este divirtimiento es no más que engañar el pensamiento. Pues, ¿qué causa has tenido para que no sea amor este, ni olvido? Yo la causa dijera si al hablar no temiera que ha de calificarse por locura. Ya que eso se asegura de la objeción explica tu tristeza. ¿Acuérdaste de ver una belleza que, huéspeda de Porcia el mismo día que de España venía, fue a mis ojos, en espacio breve, monstruosa exhalación de fuego y nieve? Bien me acuerdo por señas, que ese día se fue también; y novedad sería que en la ausencia empezase tu violencia cuando se acaban otras en la ausencia. No porque al primer paso, antes de ver las sombras del ocaso, tal vez el sol en nubes se obscurece, podremos decir dél que no amanece; no porque al primer susto del relámpago y trueno tal vez se desvanezca el rayo, es justo decir que no fue rayo de iras lleno; no porque de su seno nazca tal vez, orilla del mar, a breve edad la fuentecilla, donde su cuna en su sepulcro vea, dirán que su cristal, cristal no sea; no porque ardiente llama al primer resplandor con que se inflama expirase tal vez de un soplo herida, se dirá que no tuvo ser ni vida; y no porque, tal vez en el primero albor, la flor examinase el fiero yelo que su esplendor adormeciese, se dirá de la flor que flor no fuese. Luego no porque hallase en un momento la nube, el mar, el soplo, el yelo, el viento, mi amor recién nacido, sol, rayo, fuente, llama y flor no ha sido. Bien argüir pudiera contra aquesa razón, si ya no oyera en el jardín sonoro el instrumento, que es la seña de Porcia. Escucha atento, que el tono ha de decirme si llegaré a la reja, o si he de irme; pues de concierto están nuestros desvelos; que llegue si es amor, que huya si es celos. ¿Para qué es, amor tirano, tanta flecha y tanto sol, tanta munición de rayos y tanto severo arpón? Esperando, Porcia bella, estuve a ver si tu voz me despedía con celos o llamaba con amor. Este es afecto que aunque no fuera seña en los dos siempre sucediera; pues cualquiera dama, señor, con el amor o los celos despide o llama. Es error, que yo sé alguna que, estando al revés de esa opinión, suele llamar con los celos y con los amores no. Muy necio será el amante que, viendo agravio y favor, haga del uno desprecio y del otro estimación. No digo yo que será cuerdo; solo digo yo que lo rebelde tal vez hace su efecto mayor. Bien mi firmeza amparara la opinión de esa opinión si esta noche, como otras, tuviésemos ocasión de hablar despacio. Pues, ¿qué nos lo embaraza? El temor de no estar ya recogido mi padre, pues le obligó el disgusto de la ausencia de mi hermano a la atención de unos despachos; y así, lo que haya de hablar con vós es fuerza que este instrumento lo acompañe porque no pregunte por mí escuchando que aquí divertida estoy, y pueda también, el ruido de la música, el rumor desmentir de nuestras voces. No será esta la ocasión primera que hablado haya en cláusulas el amor, y fantasías; que todas compuesta música son. Pues escuchadme, que tengo mil cosas que hablar con vós; y aunque sea desta suerte importa decirlas hoy. Mi padre dejó el gobierno, ya lo sabéis, por razón de retirarse a vivir a la aldea de Belflor. Mi hermano, que embarazaba aquesta resolución con haber sin su licencia ídose sin que él ni yo sepamos dónde, le ha dado de apresurar la ocasión de suerte que irse mañana intenta de aquí. El dolor me enmudece, porque haya en mí tan nueva pasión que todos canten tañendo y llorando sola yo. Bien es menester, ¡oh Porcia!, disfrazar al dulce son de ese instrumento esa nueva, bien como para el dolor suele dorarse lo amargo del remedio; aunque mejor pudiera decir que es cierta especie de traición halagar con la dulzura y matar con el rigor. ¿Quién más que yo deseara...? Que ha bajado mi señor al jardín; sus pasos siento. Esto es cumplir con los dos. Si celos han de vencerme, aunque blasones de Dios, ¿para qué es, amor tirano, tanta flecha y tanto sol? De celos canta, señal cierta que al jardín entró. ¿Quién, sino tú, tuvo puesta en música su pasión? ¿Quién va? ¿Quién es? Yo soy, Porcia; que tanto me divirtió tu voz estando escribiendo, que su dulce suspensión me hizo bajar al jardín, bien que a pesar del dolor de la ausencia de tu hermano. En estas rejas estoy, gozando en ellas el blando viento que corre veloz, con mi voz y este instrumento divertida. ¿Qué mejor? Y mientras yo me paseo por él, te ruega mi amor vuelvas a cantar. Sí haré, si en eso gusto te doy; y mas si te alejas. Pues volverá a ser la canción... Amor, si de tus rigores te vences, ¿para qué son tanta munición de rayos y tanto severo arpón? Ya dice que volver puedes, pues vuelve a cantar de amor. ¿Puedo llegar, Porcia? Sí, que aunque mi padre bajó al jardín, podrás oírme el aviso que te doy. Mañana se va a su aldea, en ella tiene, señor, un castillo que del bosque es rústica población. Si en achaque de la caza a él quisieres ir, mejor en él tendremos mil veces para hablarnos ocasión. Digo que iré, Porcia mía, a verte. ¿Porcia? ¿Señor? Ya es hora de recogerte. Fuerza es irme. Adiós. Adiós, y ya que el tiempo me quita aun esta breve ocasión, hablando contigo iré, si no de celos, de amor, en otro sentido. ¿Cuál? Eso lo dirá mi voz. ¡Ay mortal ausencia! ¡Ay partida unión! ¡Ay noche sin día! ¡Ay día sin sol! Ya que de amor y de celos variar hubo la canción, fue de ausencia, pues así también convenga a los dos; mas con una diferencia: que ella habla conmigo y yo con aquel bello imposible, diciendo de ambos la voz. ¡Ay mortal ausencia! ¡Ay partida unión! ¡Ay noche sin día! ¡Ay día sin sol! Aquesta la puerta es de palacio, a quien la fama de catalán nombre llama la plaza del Clos; y pues es aquí donde a parar todas las máscaras vienen, donde los músicos tienen tablado para danzar, aquí es donde esperaré ver aquella disfrazada que, de Flora acompañada, salió de casa; pues fue fuerza no haberla seguido hasta que, desta manera, de máscara me vistiera para no ser conocido. No dudes que aquí, señor, ocasión de hablar tendrás, pues al máscara jamás se le ha negado el favor de hablar todo el tiempo que el rostro tenga cubierto, como no sea descubierto quién sea. Notable fue la introdución destos días, pues, aunque padre o marido las acompañen, han sido, Fabio, las galanterías permitidas. Y es de suerte que, con ser tan belicosa nación esta y tan celosa, no ha sucedido una muerte. Ea, ya en la plaza entrando diversos disfraces vi. Verlos podrás desde aquí pasar tañendo y cantando. Veniu las miñonas, a bailar al Clos, tararera, que en las Carnestoltas se disfraz Amor, taratera. Veniu los fadrines al Clos a bailar, tarareta, que en las Carnestoltas Amor se disfraz, tararera. ¿Qué, bien mío, te parece desta común alegría? Que no tuve mejor día en mi vida, y te agradece mi amor el haberme hecho tal festejo. Para mí lo fuera también si aquí la confusión de mi pecho me le dejara gozar, aunque en vano me atormento con mi mismo pensamiento. Volver quieren a bailar. Sonau, músicos, sonau. Prevenid las castañetas. Què voleu? Las paraletas digan tots. Que me pleu. Aven per tot el llogar. Veniu vosaltres con mí. Aven, fadrines, de axí a altre carrer a bailar. ¿Hasla conocido? Sí; y el alma me lo dijera aun cuando yo no supiera que era ella. Pues aquí seguro puedes hablar mientras embozado estés. Gozaré la ocasión, pues. Máscara, ¿queréis danzar conmigo? Vuestra esperanza tarde pienso que llegó. ¿Por qué tarde? Porque no estoy para hacer mudanza; y es vana la pretensión vuestra. Pues yo presumía que una mudanza podría por mí hacerse. Es ilusión. Alguna vez la habréis hecho. Quizá que por eso estoy dispuesta a no hacerla hoy porque la hice ya. Mi pecho no debe desconfïar. El máscara te ha pedido danza; si te ha conocido o no ya es fuerza el danzar: si te conoce, porque sería descortesía; y si no, porque sería cuidado. Yo danzaré si tú licencia me das; que yo por ti me excusaba. ¿Por qué por mí? Porque estaba atenta a tu voz no más. Esto es permitido aquí. ¿Quién será el que a Serafina más que a las demás se inclina? En fin, ¿no respondéis? Sí. ¿Qué es lo que danzar queréis, máscara? Que ser no quiero grosera... Toca el Rugero. ¿Por qué el Rugero escogéis? Porque, a vuestra vista atento, decir pueda en esta calma... Reverencia os hace el alma, reina de mi pensamiento. Y más cuando en vós contemplo que Amor os debe adorar... ...por ídolo de su altar, por imagen de su templo. De nada ofenderme quiero, que quejarse de un rigor... ...licencia daba el amor a que pueda un caballero. Mas lo que excusar intento es que pueda vuestra llama... ...en el sarao a su dama decirla su pensamiento. Y así, para cortesía, esto basta; perdonad. Bien dice en su brevedad esa dicha que era mía. Mejor lo dirá adelante, avisándoos ofendida. ¿Qué? Que me importa la vida; que os volváis luego al instante. Vamos, amigas, de aquí. ¿Con tanta priesa? ¿Por qué irte quieres? No lo sé. ¿No te agrada el puesto? Sí, pero ya parece que es hora que nos recojamos. Por la Tarazona vamos a mi quinta. Mejor es; que allá, sin publicidad, nos podremos divertir. Pues deja ya de venir gente, los puestos dejad. Juanete: saber procura, siguiéndole hasta después, ese máscara quién es. Mi cuidado te asegura de vista, aunque al cabo vaya del mundo. ¿De qué has quedado tan triste? De ver cuán vanas para mi imposible amor son todas mis esperanzas. Presumiendo hallar, ¡ay triste!, algún alivio a mis ansias, fleté aquese bergantín que surto en el mar me aguarda, y sin despedirme,¡ay cielos!, de mi padre y de mi hermana, vine a ver a Serafina, mal dije, a esa fiera ingrata, esa esfinge, esa sirena, ese veneno, esa rabia. Sin duda es fraile y está convidado en otra casa, pues que va con tanta priesa. Y pues que finezas tantas merecerla, al verme Fabio, no han podido una palabra de agrado, y la última fue decirme que el que me vaya su vida importa: ¿qué espero? Crean mis desconfïanzas de una vez que ya este bien se perdió; y pues siempre se halla el principio del consuelo con el fin de la desgracia, tratemos de vivir; toma estos trajes y estas galas. Vuélvelos a quien los dio, que yo, mientras de aquí faltas, la gente de mar haré que se junte, porque vayan por agua y viento mis dichas a buscar sus esperanzas. ¡Oigan qué transformación! Aunque no le veo la cara, que es marinero sé ya, pues es el traje en que anda. La resolución más cuerda es esa. Porque no haga mi pena, entrando en consejo conmigo, alguna mudanza, ya me hallarás embarcado cuando vuelvas; porque es tanta la fe con que a Serafina ha querido y quiere el alma, que si a su vida le importa mi muerte, es justo buscarla. Voy tras él porque no puedo verle, mas seguirle basta. ¡Ha del mar! ¿Señor? ¿Es tiempo para partir, camaradas? El mejor tiempo es del mundo, el mar se mira en bonanza. Pues, ¡alto! ¡A embarcar, amigos! ¡Adiós, adiós esperanzas! ¡Adiós, Serafina! ¡Fuego, fuego! ¿Qué voces son varias las que oigo? A lo que se ve, toda la quinta se abrasa de don Diego de Cardona. ( ¡Ay de mí! ¡Que en ella estaba Serafina.! Sentimientos, no acudáis a la venganza, sino al reparo.) Venid conmigo. ( Que fuera extraña fortuna de mis desdichas si hubiese venido a darla la vida cuando ella piensa que la muerte.) ¡Cielos! Tanta la violencia es del incendio, que en un instante a ser pasa volcán del mar. ¡Fuego, fuego! ¡Entre pavesas y llamas, monstruo de fuego, humo y polvo, un caballero a una dama saca en los brazos! Amigos: si esta ruina, esta desgracia, piadosos os ha traído para socorrer a tanta gente como aquí perece, la más noble, la más alta será que aquesta hermosura tengáis un instante en guarda, en tanto que vuelvo yo a costa de vida y alma a su socorro; que son los que mi favor aguardan deudos, parientes y amigos. Bien podéis, señor, dejarla. Y adiós, que el valor me lleva y obligaciones me llaman a su empeño. ¡Fuego, fuego! ¡Señor! ¡Oye! ¡Espera! ¡Aguarda! Otra vez se arroja allá, el diablo que tras él vaya. ( ¿Quién en el mundo habrá visto jamás dicha tan extraña? ¿En mis brazos Serafina no está ya? ¿No está en la playa aguardando un bergantín? Pues, ¿qué espera? Pues, ¿qué aguarda mi amor?) ¡Amigos, al mar! ¿Qué es lo que intentas? ¿Qué trazas? ¿Qué es esto, señor? Después lo sabréis. Diga la fama que siempre la propria dicha está en la ajena desgracia. ¿Oyen ustedes? ¿Qué digo? Miren, que aquesa es mi ama. CABALLERO Como la gente se salve, la hacienda no importa nada. De todos no ha perecido sino sola una crïada de Serafina. ¡Esperad que allá con vosotros vaya! Amigos, esa hermosura que os entregué desmayada, restitüid a mis brazos, que ya... Señor, ¿con quién hablas? Con unos hombres del mar, a quien dejé vida y alma en Serafina. ¿Haslos visto? Que debieron de llevarla, sin duda, a albergar a alguna de aquesas pobres barracas. No la llevan sino al mar, pues aquel bergantín, que alas le da viento y pies los remos, lleva a Serafina. Calla si no quieres que mi aliento te abrase. Gentil venganza; llévate tu esposa quien de máscara se disfraza, siendo un pobre marinero, y ¿he de pagarlo yo? Aguarda, ¿el máscara era, ¡ay de mí!, el marinero que estaba ahora aquí? Sí, señor. Matome mi confïanza. Pero, ¿qué aguardo que no me arrojo al mar en venganza de mi honor? ¿Qué es esto? Es una desdicha, una rabia, una afrenta, una deshonra, tan grande, ¡ay de mí!, tan rara, que no me atrevo a decirla hasta después de vengarla; y ha de ser desta manera. ¡Espera, ladrón, pirata destos piélagos! Que yo, contra el fuego y contra el agua, lidiaré igualmente. Dadme, ¡cielos!, o muerte o venganza. Por aqueste «¡hombre a la mar!» se dijo ya. ¡Al agua, al agua! A remo y vela el bajel huye; y él, racional barca, en vano seguirle intenta. ¡Amparo, cielo! Él te valga. Jornada III Sale , leyendo una carta. «Mandaisme que os avise de qué causa pudo tener a don Juan Roca tantos días sin escribiros. Y aunque quisiera excusarme de hablar en esto, no puedo dejar de obedeceros. Las carnestolendas pasadas, estando en la quinta de don Diego de Cardona, se prendió en ella tan grande fuego que, no sin peligro, pudieron escapar la vida. Don Juan sacó a su esposa desmayada y dejándola, por acudir a las demás, en poder de unos marineros, que no falta quien diga que eran cosarios disfrazados, se hicieron a la mar con ella, arrojándose don Juan desesperado al agua, de donde le sacaron casi muerto algunos que acudieron a favorecerle; y apenas se hubo reparado cuando faltó de su casa sin llevar consigo más que un criado; y hasta hoy no se ha sabido dél ni de su esposa». No leo más, que no es posible que rendido, que postrado el corazón, a los ojos no salga deshecho en llanto. ¡Oh, válgame Dios, a cuántas desdichas y sobresaltos nace sujeto el honor del más noble, el más honrado! Aquí el serlo lo disculpe, pues a los ojos humanos, por más que esta sea desdicha no deja de ser agravio. Diera por saber adónde don Juan está, y a su lado correr su misma fortuna, cuanto soy y cuanto valgo, para que, juntos los dos, no dejásemos espacio escondido de la tierra que no inquiriésemos, dando, con la muerte del ladrón pirata, asombros y espantos al mundo. ¿Señor? ¿Qué hay, Porcia? ¿Qué es lo que tienes, que hablando contigo a solas estás, colérico y enojado? No sé, Porcia, lo que tengo. ( Aparte. Débame en aqueste caso, ya que me debe el sentirlo, también, don Juan, el callarlo.) Una carta recibí acerca de los pasados pleitos de mi residencia. Pésame de haberte hallado sin gusto, porque venía a pedirte mi cuidado, que me hicieras un favor. ¿Y en qué reparas? Reparo en que quien sin tiempo pide, es fuerza que desairado quede. Para ti no hay tiempo: unos siempre mis halagos son contigo. Pues en esa confïanza a hablarte aguardo, don Álvaro... No prosigas. ¿Ves si hay tiempo o no? Es engaño, pues en cualquiera diré que no me hable en él tu labio; hartas veces te lo he dicho. ¿Qué es lo que ha hecho mi hermano, señor, para que con él te dure el enojo tanto? ¿Qué más que, sin mi licencia, sin saber cómo ni cuándo ni dónde, faltar de casa y venir luego muy falso, con presumir que ha de hallar la puerta abierta y los brazos? De todo eso le disculpa la libertad de los años, fuera de que ¿qué delito es, señor, si lo miramos sin pasión, que un hombre mozo, viendo que has determinado querer vivir en la aldea entre dos rudos villanos, neciamente se despeche, y que, mal aconsejado, falte de tu vista un mes? Que desde que vino ha estado temeroso de tus iras, en la casa retirado del monte, sin salir della; merézcate, pues, mi llanto, que vuelva a casa. Ahora bien, por ti, en fin, se ha de hacer algo; avísale de que venga. Guárdete el cielo mil años; y el aviso seré yo que aquesta tarde cazando iré al monte y le diré que venga a besar tu mano. Haz tú allá lo que quisieres. ¿Qué hiciera yo, ¡cielo santo!, por saber dónde don Juan está y dónde su contrario? Que, ¡vive Dios!, que se viera en mí el ejemplo más raro de amistad que ha visto el mundo. Bien, señora, se ha logrado la intención. Es cierto, pues no es cuanto dispongo y trazo amor de mi hermano solo, sino mío, procurando que la casa desocupe del monte porque sin tantos riesgos el Príncipe pueda ir allá tal vez, logrando mi amor la ocasión de verle. Y así, Julia, a ese crïado que trajo el papel, dirás que a caza esta tarde salgo; que bien puede en el castillo, pues ya conoce a Belardo su casero, entrar, que yo, en diciéndole a mi hermano como mi padre le espera, podré hablarle en él. No en vano, como es pobre amor, es todo trazas, cautelas y engaños. Dame un arcabuz, que quiero por el camino ir tirando; y venga atrás la carroza. Aquí está. ¿Para qué me armo, Amor, con armas de fuego, si cuando a campaña salgo contra ti, me vences solo con una flecha y un arco? ¿Qué hace Serafina? ¿Ya no sabes que es excusado el preguntarlo? Eso es decirme que está llorando. Es verdad. Desde el instante que desmayada en mis brazos pasó del golfo del fuego a incendios de agua, trocando del un extremo a otro extremo dos elementos contrarios, no se enjugaron sus ojos; pues apenas en el barco se vio en mi poder, cobrada de aquel pálido desmayo, cuando a llorar empezó, de suerte que un breve espacio no han podido mis caricias hasta hoy suspender su llanto. Pensé yo, mas no pensé, que aun tiempo para pensarlo no tuve, que Serafina... Espérate fuera, Fabio. Y tú, escuchame, porque mi nombre oyendo en tus labios, y oyendo mi mal, del nombre también el intento, trato de aprovechar la ocasión porque de una vez salgamos tú de dudas, yo de penas y de confusiones ambos. ¿Pensaste, ¡ay de mí!, que fuera mi decoro tan liviano, tan fácil mi estimación, mi sentimiento tan vano, mi vanidad tan humilde, mi tormento tan villano y mi proceder tan otro, que me hubiera consolado de haber en un día perdido esposo, casa y estado, honor y reputación, con solo hallarme en tus brazos vencida de tus traiciones, forzada de tus agravios? No pensé, pero pensé... ¿Qué? Que por el mismo paso que fue tan desesperada mi acción, fueran tus agrados menos crüeles, pues vemos que amor en lo temerario vive, y disculpa no tiene un error enamorado, como no tener disculpa: tanto ama el que yerra tanto. Esa razón, tan sin ella para mí está, que antes saco que quien lo destruye todo nada estima; y así, ingrato, y así, aleve, y así, fiero, traidor, injusto, tirano... Pero no, no digo bien, ya de otro estilo me valgo: don Álvaro, mi señor, supuesto que ya este caso ha sucedido y no tiene remedio, ¿para qué andamos arguyendo en lo que hubiera sido mejor? Ya los astros lo dispusieron así, ya lo quisieron los hados, ya lo admitieron los cielos; pues bien, al remedio vamos, y débate yo el oírme, si es que he de deberte algo. Yo, don Álvaro, no aliento, sin temer que, inficionado el aire de los suspiros de don Juan, me encuentre; paso no doy que, creyendo verle, de mi sombra no me espanto, siendo a aquestas ilusiones aquesta casa de campo adonde tú me has traído, sepultura de mis años. Tú, conseguida, no puedes conseguirme, pues es claro que no consigue quien no consigue el alma; y es llano que una hermosura sin ella es como estatua de mármol, en quien está la hermosura sin el color del halago; vencida, mas no gozada. ¡Oh, mal haya amor villano, que la fuerza del cariño la funda en la de los brazos! Don Juan es noble ofendido: solo en esto digo harto. Que sepa de ti es forzoso, pues, habiéndose quedado Flora en Barcelona, ella lo habrá dicho. Pues pongamos a este miedo, a este peligro y a esta desdicha un reparo; este solo puede ser que tu amor desesperado de que en mí ha de hallar consuelo, se resuelva en rigor tanto a perderme de una vez: sea mi sepulcro el claustro de un convento en que ignorada mi vida... Suspende el labio, no prosigas, que primero que yo viva sin ti, un rayo me mate, ¡válgame el cielo! ¡Ay de mí!, que ya este acaso segunda vez sucedió: mi muerte está pronunciando. No, no temas, que yo, aunque me asusto, no me acobardo. ¡Hola! ¿Qué es eso? Que Porcia, tu hermana, viene cazando por el bosque y a las puertas llega del castillo. En tanto que yo voy a recibirla, por si entrar quiere a este cuarto, Serafina, al aposento te retira de Belardo. ¿Cómo ha de salir de aquí, si ya Porcia ocupa el paso? Pues éntrate en esa cuadra. ¡Cielo, tu favor aguardo! Hermana, Porcia, ¿qué es esto? Llegar, Álvaro, a tus brazos con dos gustos; uno es decirte que, más humano, mi padre me envía por ti; y otro, haber hecho, llegando a las puertas de la torre, el tiro más acertado que hice en mi vida, porque tan veloz pasaba un gamo que con matarle corriendo, puedo decir que volando. Que vengas gustosa estimo. Tan ufana me ha dejado el tiro que no quisiera esta tarde tan temprano dejar el monte; y así, mientras yo quedo cazando, ve tú a la aldea; porque mi padre, que has estimado, el perdón vea en la priesa con que le besas la mano. Dices bien, mas no te quedes tú aquí. Tras ti al monte salgo. Pues en él te dejaré. Norabuena. ¿Oyes, Belardo? Di al Príncipe que me espere aquí si viniere acaso esta tarde. Así lo haré. Belardo, oyes, en sacando yo de aquí a Porcia, retira a esa dama de ese cuarto. ¿Que haya quien diga, señores, que es oficio aprovechado el de alcahuete y a mí no sepa valerme un cuarto? Ve aquí a don Álvaro y Porcia, que me hacen su secretario y al cabo del año no me dan sino sobresaltos. ¿Fuese Porcia? Ya se fue. Y lo estuve deseando, porque si quisiera entrar no pudiera embarazarlo; que no tiene por de dentro, aunque la anduve buscando, llave ni aldaba esta puerta; pero ya segura salgo. No muy segura. ¿Por qué? Porque hasta aquí viene entrando un hombre. Vuelvo a esconderme. Y yo a temblar. ¿Qué hay, Belardo? Seas, señor, bien venido. Habiendo, Porcia, avisado de que hoy aquí la vería, faltando de aquí su hermano, vengo a verla. ¿Dónde está? Con él salió ahora al campo, mas dijo que aquí la esperes. No será mucho el espacio, porque apenas el camino del aldea tomé, cuando vuelvo a verte. ¿Era hora de merecer favor tanto? ¿Cómo podré remediar, que la otra no esté escuchando? Porcia y el Príncipe son. El estar aquí mi hermano ha sido causa de que aquesta ocasión perdamos; pero ya este inconveniente mi ingenio lo ha remediado. ¿Cómo? Haciendo con mi padre que a casa le vuelva, dando fin a su enojo. Yo estimo, como es justo, ese cuidado. Miento, que aún dura en mi pecho aquel incendio pasado. Pero así, loca memoria, sino te venzo, te engaño. Ella oye cuanto se dicen. ¿A qué parte, amor tirano, iré donde tú no reines? Siempre yo quejarme trato. ¿Por qué ahora? Porque sé que os tiene un hermoso encanto en Nápoles divertido. ¿Quieres ver cuánto eso es falso? Pues ha muchos días que yo de Nápoles también falto, porque una grande tristeza me tiene tan retirado que en esta vecina quinta lloro tu ausencia; y es tanto el gusto de vivir solo, que aquestos días he dado en no salir della, y tengo puesto el gusto en unos cuadros que para una galería me hacen los más celebrados pintores de toda Italia, y aun de España, pues yo he hallado alguno que a Apeles puede competir; y tan pagado desto estoy, que todo el día solo en verles pintar gasto. A mí mi desconfïanza me había dicho... Esto va malo. ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido? Aunque no es nada, tu hermano vuelve. Pues en esa cuadra te esconde. Por ti lo hago más que por mí. Mal podré resistirlo. ¡San Hilario! ¡Zas, entrose ya! No puedo asegurar el cuidado de que Porcia a Serafina no vea; y así, tomando la vuelta, vengo a saber si la ha escondido Belardo. ¡Ay de mí! Sin duda viene de algún aviso informado. ¡Aquí Porcia! ¿A qué habrá vuelto? Él llega. ¿Si sabe algo? ¿Porcia? ¿Hermano? ¿Cómo el monte dejas tan presto? El cansancio me rindió, y vuelvo a buscar en este sitio el descanso. Eso sí. Mas tú, ¿a qué vuelves? A que, habiendo reparado la condición de mi padre, advierto lo mal que hago en ir sin ti... Aun eso, bien. ...porque, si vuelve a su enfado, tú le reportes. Pues, ¿hay más de que juntos volvamos? Eso quiero yo. Yo y todo. ¡Quién no os entendiera a entrambos! Así excuso que no vea a Serafina. Así trato de que al Príncipe no vea. ¿No vienes? Sí. Vamos. Vamos. Lindamente se ha dispuesto. Lindamente se ha trazado. Pues mi hermana no la ha visto. Pues no le ha visto mi hermano. ¡Si bien lo supieras! Pero al fin, de mayores daños, aqueste ha sido el menor. ¡Ha, señores encerrados, si no estorbo, salir pueden! En vano intentáis osaros a conocerme. Y aun vós también lo intentáis en vano, no ser de mí conocida. Advertid... Quitad la mano del rostro, que es poca nube para esconder cielo tanto. Ya sé quién sois, y ya sé que ha sido de Amor milagro el traeros donde os vea; y aunque imposibles acasos lo hayan dispuesto, no quiero saberlos ni averiguarlos, porque no me estará bien el perderos, al hallaros en esta casa; y así, porque me dure el engaño de la duda, elijo el medio de estar creyendo y dudando. Solo esto faltaba ahora; que estuviese enamorado el amante de la hermana de la dama del hermano. Generoso Federico de Ursino, si intento en vano, como decís, ocultarme de vós, ¡oh infelice!, en cuanto al ser de vós conocida, no en cuanto al segundo caso, pues yo tan bien contra vós de dos razones me valgo: la primera es el secreto que de mi vista os encargo, y la segunda es pediros que os vais, para que llorando a mis solas, mis desdichas pueda aliviarlas en algo. Una y otra razón vuestra ya conmigo han alcanzado su pretensión. Vuestro nombre jamás saldrá de mi labio; y apartándome de vós, bien que a mi pesar me aparto, daré esta penosa ausencia en albricias deste hallazgo. Quedad con Dios, advirtiendo que me debéis más cuidados que pensáis. Reconocerlos ofrezco, si no pagarlos. Id con Dios. Guárdeos el cielo. Oís, ¿sabéis aquel adagio, los dos, «cállate y callemos»? Yo os lo ofrezco. Yo os lo encargo. ¡Qué ventura! ¡Qué desdicha! ¡Favor, cielos! ¡Piedad, hados! Que ya, viendo a Serafina, espero vivir amando. Que ya, sabiendo quién soy, por puntos mi muerte aguardo. ¿Qué es lo que queréis? Hablar con el Príncipe quisiera, para que ese cuadro viera que acabo de retocar. Pues ahora no está aquí, que a caza esta tarde fue. ¿Vendrá presto? No lo sé. ¿Qué es lo que pasa por mí, fortuna deshecha mía? Pero no lo digas, no, que aun de ti no quiero yo oírlo, porque sería conmigo estar desairada mi pena, al ver que una vida que perdonó acontecida no perdona pronunciada. ¡Válgame Dios! ¡Qué de cosas debe en el mundo de haber fáciles de suceder y de creer dificultosas! Porque, ¿quién creerá de mí, que siendo, ¡ay de mí!, quien soy en aqueste estado estoy? Mas, ¿quién no lo creerá así? Pues todos la escrupulosa condición del honor ven: ¡mal haya el primero, amén, que hizo ley tan rigurosa! Poco del honor sabía el legislador tirano que puso en ajena mano mi opinión, y no en la mía. Que a otro mi honor se sujete y sea, ¡oh injusta ley traidora!, la afrenta de quien la llora y no de quien la comete. ¿Mi fama ha de ser honrosa cómplice al mal y no al bien? Mal haya el primero, amén, que hizo ley tan rigurosa. ¿El honor que nace mío, esclavo de otro? Eso no. ¿Y que me condene yo por el ajeno albedrío? ¿Cómo bárbaro consiente el mundo este infame rito? Donde no hay culpa, ¿hay delito, siendo otro el delincuente? De su malicia afrentosa, ¡que a mí el castigo me den! Mal haya el primero, amén, que hizo ley tan rigurosa. De cuantos el mundo advierte infelices, ¡ay de mí!, ¿habrá otro más que yo? Sí, pues cómplice de tu suerte, tu misma vereda sigo; luego otro hay más desdichado. Pues a este tiempo has llegado, ven discurriendo conmigo. En busca de mi enemigo, patria y hacienda dejé... ¿Y no hallaste rastro aunque ya le llevabas contigo? ...no hallando huella en el mar, disfrazado, solo y triste... A Nápoles te veniste. La causa fue imaginar que si aquí fue amor primero, aquí sin duda vendría. Y aquí de un día a otro día nos hallamos sin dinero. A nadie quise llegar sin honra a decir quién era. Yo, juro a Dios, lo dijera, con hambre, a todo el lugar. ¿Don Luis no es tu amigo? Sí pero, ¿a qué amigo llegara yo a fïarme, en quien no hallara un testigo contra mí? ¡Yo, a que ninguno supiera mi desdicha cara a cara, que con cuidado me hablara y con lástima me viera! No ha de saberse quién soy, pues no soy, mientras vengado no esté; y así, me he aplicado en cuanto inquiriendo voy, a que la curiosidad nombre de oficio me dé. No eres el primero que sustenta su habilidad. Y así, viendo que se hacía esta obra de pintura, como oficial, (¡qué locura!, pero honrada como mía), en ella me acomodé, y si cúya era supiera, antes de hambre me muriera. Hicieras mal, mas, ¿por qué? Porque ya una vez me vio el Príncipe, y recelara el conocerme. Repara en que tanto te trocó la fortuna, que temer no tienes, y estás de modo que te has demudado en todo cuanto no es enflaquecer. Fuera de que en este estado y en este traje, señor, fuera el presumirlo error; y más de quien sin cuidado una vez sola te vio. Pero este el Príncipe es. Dame, gran señor, tus pies. Español, ¿qué te obligó a esperarme aquí? Creyendo el gusto que has de tener, Príncipe invicto, en saber que el cuadro que estaba haciendo está acabado, he querido ser yo el que antes te lo diga. Mucho tu atención me obliga. Pero, ¿qué fábula ha sido la que acabaste primero? La de Hércules, señor; en quien pienso que el primor unió lo hermoso y lo fiero. ¿Cómo? Como está la ira en su entereza pintada, al ver que se lleva hurtada el centauro a Deyanira, y con tan vivos anhelos tras él va, que juzgo yo que nadie le vea que no diga: «este hombre tiene celos». Fuera de la tabla está, y aun estuviera más fuera si en la tabla no estuviera el centauro tras quien va. Este es el cuerpo mayor del lienzo, y en los bosquejos de las sombras y los lejos, en perspectiva menor, se ve abrasándose; y es el mote que darle quiero: «Quien tuvo celos primero, muera abrasado después». No solo en esta ocasión, que el cuadro agradezca es bien; pero el concepto también te agradece mi pasión; y pues a tiempo has llegado que, trayendo mis desvelos celos, me has hablado en celos, te he de feriar un cuidado a precio de una fineza que quiero que hagas por mí. Para servirte nací. Sabrás que de una belleza que una vez vi solamente, tan rendido llegué a estar, que no la pude olvidar con haber vivido ausente. Hoy, bien acaso, he sabido dónde retirada vive; y en tanto que Amor percibe modo en que pueda rendido solicitar sus favores, imagino que no hubiera cosa que más divirtiera mis penas y mis rigores que tener suyo un retrato; tú, al fin, como forastero, no la conoces, y quiero fiarle de ti. Solo trato servirte con alma y vida, mas no me atrevo, señor, si es beldad tan superior, sacarla tan parecida. ¿Por qué? Porque lo intenté alguna vez, y advertí que la hermosura, ¡ay de mí!, no se pinta bien. Ya sé que es difícil de pintar si es perfecta la belleza; pero de tu gran destreza puedo el acierto fïar; y cuando por el acierto, español, no te eligiera, por el secreto lo hiciera. Que te he de servir, es cierto. Pues ven conmigo, advertido de que, si nos dan lugar, a hurto la has de pintar. Yo a la puerta prevenido a todo trance estaré por lo que allí sucediere, de que he de librarte infiere. Digo, gran señor, que iré en tu palabra fiado, y después en mi valor; que aunque un humilde pintor soy, quizá por ser honrado vivo así. De ti lo creo; cree de mí que, agradecido, verás tu deseo cumplido. No sabes tú mi deseo. Señor, ¿qué es esto? En aquella caja pequeña pondrás colores y los demás pinceles, y trae con ella una pistola. ¿Qué nueva aventura aquesta fue? ¿Dónde vas? Yo no lo sé donde el Príncipe me lleva; ya que ultrajes de mi honra quieren que pintor me vea hasta que con sangre sea el pintor de mi deshonra. Ya, señor, que he merecido que más humano me hables, habiendo debido a Porcia hacer estas amistades segundo honor te merezca. ¿Qué es lo que tienes? ¿Qué traes, que las pasiones del pecho se te ven en el semblante? Mira que, como yo soy la causa de tus pesares, me tiene desconfïado tu tristeza, viendo que haces, como en las farsas, extremos disimulados aparte. Don Álvaro, mi tristeza de causa distinta nace; no tienes la culpa tú, esto que te digo baste por ahora. Poco fías de mí. ¿Quieres no apurarme? No me obligues que te diga que don Juan Roca me trae con esta pena. ¿Don Juan? Sí. Pues dime: dél, ¿qué sabes? Apuremos, corazón, toda la malicia al lance. Que es desdichado por ser mi amigo. ( ¡Duda notable!) Pues, ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Qué más que haberle, un infame, aleve, traidor, robado... (aquí el aliento me falte, porque no es bien que contigo ni aun conmigo me declare; mas, ya lo dije) ...a su esposa, sin ser posible ayudarle yo a vengar de su enemigo? ( Aparte. ¡Ay de mí! Todo lo sabe, pues dice que no es posible de su enemigo vengarle. No sin mucha ocasión, ¡cielos!, conmigo llegó a enojarse. Desdichas, no me matéis... Pues ya, ¡ay Dios!, que llega a hablarme hoy tan claro, bien será que yo de mano le gane y cuente todo el suceso tratando de disculparme.) Señor, si... Nada me digas, que es en vano consolarme; ya sé que querrás decirme que es necia fineza darme por entendido en desdicha en que no puedo ampararle, pues dél ni de su enemigo ni de su esposa se sabe desde el día que robada faltó. Mejorose el lance: alentemos, corazón, que ya es el recelo en balde. ¡Qué desdicha! Si supiera yo del agresor cobarde, de su afrenta, le buscara, ¡vive Dios!, para matarle solo en fe de ser tu amigo. ¡Oh, cuánto estimo escucharte! Pues señor, si tú no puedes, como dices, ayudarle, divierte tu pena. Mal se divierten penas tales; pero, con todo, porque no presumas que me falte lugar para tu consejo, al monte saldré esta tarde ya que todos estos días deste gusto me privaste. Manda poner la carroza, que quiero, ya que las paces hicimos, dar por allá la vuelta. Yo, pues, delante iré, para que Belardo de casa, señor, no falte. No es sino por prevenir que Serafina se guarde. Paréceme bien. Aquí don Pedro, señor, el padre de Serafina, te busca. Pues dile que entre, no aguarde; sin duda, el mismo cuidado que tengo es el que le trae. Señor don Luis, vuestros brazos me dad. ¿Ventura tan grande, señor don Pedro, merecen retiradas soledades? Un cuidado me ha traído: yo, señor don Luis ( Pesares, pues me afligís atrevidos, no me consoléis cobardes.) traigo una pena estos días que de los olvidos nace de mi hija y de don Juan, pues no me escriben; y nadie a quien yo escribo responde a propósito. Pues sabe el mundo que la amistad vuestra ejemplo es de amistades; merced me haced de decirme qué sabéis dél. ¡Duda grave! Pues decirlo y no decirlo es a su honor importante. Mas menor inconveniente es que lo dude y lo calle; que en materias del honor hablar sin pensado examen es muy difícil, aunque a muchos parece fácil. ¿Qué me respondéis? Que ya no extraño que a mí me falten cartas, faltándoos a vós. Pues paso más adelante, pero dándome palabra de que lo que os diga a nadie lo diréis. Sí doy. Pues yo... Si vas al monte esta tarde, señor... Mas, ¿quién está aquí? Quien a vuestras plantas yace tendido siempre. Los brazos, señor, esta deuda paguen. Perdona, Porcia, que yo los cumplimientos ataje. Señor don Pedro, venid conmigo; y puesto que parte el camino de la corte el monte, que os acompañe hasta él es justo; hablaremos sin estas dificultades. Obedeceros me toca. Quedad con Dios. Él os guarde. Ven tú en la carroza, pues ya va tu hermano delante. Con más gusto fuera sola, si fuera a ver a mi amante. Aquesto has de hacer por mí; y en prendas de que premiarte sabré, este diamante toma. Poco entiendo de diamantes, que no valen si se venden lo que si se compran valen. Pero volvamos al caso: mayores dificultades venceré por ti. Venid conmigo vós, que yo en parte os pondré que podáis verla, sin ser sentido de nadie. Guiad vós, que obedecer nos toca, no hacer examen. Piensa, español, que por mí aquestas finezas haces. Servirte, señor, deseo. Ningún temor te acobarde, que yo quedo aquí. ¿Temor? Mal, señor, mi valor, sabes; que no acobardan peligros a quien no matan pesares. Adiós; y para otra vez doblones y no diamantes. ¿De qué se queja el vejete? Pues que yo he callado, calle. ¿Qué tienes tú que decir? Un cuento lo diga antes, si no es que llega primero alguno que me le ataje: «A cuatro o cinco chiquillos daba de comer su padre cada día, y como eran tantas porciones iguales, un día se olvidó de uno. Él por no pedir, que es grave desacato de los niños, estábase muerto de hambre. Un gato maullaba entonces; y dijo el chiquillo: 'Zape, ¿de qué me pides los huesos si aun no me han dado la carne?'». A este propósito dije al viejo no me maullase al oído, pues hasta ahora aún no me han dado qué darle. Ya te he entendido, y aquesta cadena el descuido salve. Y a ti te salve y regine, deseslabonada a partes, la cadena del demonio en la vida perdurable; aunque solo oír el cuento para mí es paga bastante. Quitémonos de la puerta, y esperemos a esta parte retirados. Desta cuadra al jardín la reja sale donde ella suele venir a divertirse las tardes; entrad dentro y no hagáis ruido. No haré; mas, ¿qué es lo que haces? Por más seguridad, echo por acá fuera la llave. No, no cierres. ¿No es mejor que yo tenga a todo trance la puerta abierta? No es. Advierte... Calla, no hables, que es la que viene hacia aquí. Pues ya es tiempo de que saque la lámina y los matices. ¡Oh cuántas veces, pesares, os saco a campaña a solas, sin que en tan duro combate, por vuestra parte o la mía, la vitoria se declare! Aún no puedo verla el rostro, que está el villano delante. ¿Pues todo ha de ser, señora, llorar? No, amigo, te espantes, si ya no es de ver que el llanto no haga la pena süave. Advierte... Nada me digas, y si quieres consolarme sea con dejarme sola; que quiero a la sombra que hacen estos emparrados, ver, tal el desvelo me trae, si con el sueño firmar puedo treguas si no paces. De espaldas se ha puesto; no es posible que la retrate. Pues no te sientes así, mejor será hacia esta parte, porque de esas rejas corre más templadamente el aire. Dices bien. ¡Oh sueño, ven a dar alivio a mis males! ¡Ce, la dama es esta! Ya aplico el pincel al naipe. Mas, ¡ay de mí!, que su sueño es de dos muertes imagen. ¿Qué miro? ¡Valedme cielos! Que quiere hacer el dolor que el retrato que el amor erró, le acierten los celos. Todo horrores, todo yelos soy, sin ser ni luz ni trato; que de mi valor ingrato mudarme el arte procura, pues ha hecho una escritura viniendo a hacer un retrato. Tan fuera de mí he quedado, sin aliento y sin acción, que pienso que el corazón a otro pecho se ha mudado, si ya no es que me ha dejado por irla a reconocer dudando que puede ser que sin ver, hablar ni oír, se haya atrevido a dormir quien se ha atrevido a ofender. ¿Cómo en tan dura batalla tengo, a pesar de mi estrella, valor para conocella y temor para matalla? Mas, si encerrado me halla el lance, ¿qué he de intentar? ¡Que haya sabido el pesar hacer que esté preso yo donde pueda verle y no donde le pueda vengar! Venganza ha de ser segura la que ha de hacer el honor, que es la sobra de valor tal vez falta de cordura. Fuera de que, si se apura su venganza a mi esperanza, la media parte me alcanza; pues sufrir, temer, penar, corazón hasta tomar por entero la venganza... ¡Aguarda, espera! ¡No manches tu noble acero en mi vida! ¡No me mates! ¡No me mates! ¿Qué es esto, mi bien? Haber visto entre sueños la imagen de mi muerte, nunca fueron tus brazos más agradables. La dicha de un desdichado siempre de un acaso nace. Don Álvaro es, ¡vive el cielo!, hijo de don Luis, su amante. Repórtate, que a decirte que viene hoy aquí mi padre me he adelantado. ( ¡Ya, cielos, no hay sufrimiento que baste! Cuantas razones propuse aquí para reportarme, al verla en sus brazos, todas es forzoso que me falten.) ¡Muere traidor! ¡Y contigo muera esa hermosura infame! ¡Ay de mí! ¡Válgame el cielo! Ahora, más que me maten; que ya no estimo la vida. ¡El ruido se oyó a esta parte! ¡Entrad todos! ¿Qué ha sido esto? Llegar, infelice padre, muerta a tus brazos porque no tengas tú que matarme. Yo a tus plantas porque en ellas mi vida infeliz acabe. ¿Serafina? ¿Álvaro? ¡Cielos! ¿Quién vio tragedia tan grande? Sin duda le han descubierto. Al que pretenda injuriarle le quitaré yo mil vidas, puesto que está en esta parte en mi confïanza. Pero, ¿qué espectáculo notable es aqueste? Un cuadro es que ha dibujado con sangre el pintor de su deshonra. Don Juan Roca soy: matadme todos, pues todos tenéis vuestras injurias delante. Tú, don Pedro, pues te vuelvo triste y sangriento cadáver una beldad que me diste; tú, don Luis, pues muerto yace tu hijo a mis manos; y tú, Príncipe, pues me mandaste hacer un retrato que pinté con su rojo esmalte. ¿Qué esperáis? Matadme todos. Ninguno intente injuriarle, que empeñado en defenderle estoy. Esas puertas abre. Ponte en un caballo ahora y escapa bebiendo el aire. ¿De quién ha de hüir? Que a mí, aunque mi sangre derrame, más que ofendido, obligado me deja, y he de ampararle. Lo mismo digo yo, puesto que aunque a mi hijo me mate, quien venga su honor, no ofende. Yo estimo valor tan grande; mas, por no irritar la ira, me quitaré de delante. Honrados proceden todos; y para que en mí no falte también otra ilustre acción, la mano a Porcia he de darle de esposo. Dichosa he sido. Porque en boda y muerte acabe el pintor de su deshonra, perdonad yerros tan grandes. FIN