El buen celo premiado Gonzalo de Céspedes y Meneses Capítulo I Dase principio al cuento prometido Corría a la misma sazón el año de 1589, cuyo invierno fue airado; y nevada, escura y fría la noche deste propio suceso. Entraba, pues, casi a la mitad della, por la calle del Coso, un hombre de camino, religioso en el hábito, aunque sin compañía, cuando al llegar al monasterio donde iba encaminado, impensada y aun temerosamente le cercaron cinco hombres, de quien, aunque al principio presurnió defenderse, fue tan de repente salteado que, sin contradicción, hubo, no sin espanto, de seguir su mandado y a la voz de uno de ellos que, en mal pronunciado catalán le ordenó se apease. Ejecutólo al punto, y juntamente advirtiendo que sólo le pedían confesase cierto hombre que allí cerca tenían mortalmente herido, alegre se redujo a su primer sosiego; no obstante que el temor de diferente aprieto le privó, por entonces, de mejor parecer, porque es notable el hombre que bien sabe elegirle en el impensado peligro. Así, por esta causa, atropellando inconvenientes que se verán muy presto, concediendo a su intento, a pocos pasos, revolviendo una esquina, algo confusamente miró en la blanca nieve, si bien ya matizada de su reciente sangre, un hombre que, con gemidos graves, se revolcaba casi en los umbrales de la misma portería del convento. Allí los cinco, que no tan solamente en el adorno de sus personas, sino en su buen olor, ponían en mayor crédito y opinión el suceso, apartándose un poco del fraile, dieron lugar a que, acercándose ai herido, pudiese ministrarle aquella última y saludable medicina; si bien solicitando su breve despidiente, cuando el uno o el otro fomentaban su priessa, o ya temiendo ser hallados en el delito, o ya juzgando que la noche iba con presurosos pasos acercándose al día. Concluyóse, a su parecer, aquel artículo. Y así, viendo al fraile que se venía hacia ellos, y oyéndole decir que aquel miserable hombre había expirado en sus brazos, llegando al reconocimiento y ciertos de su verdad, le dejaron, volviendo al convento las espaldas; donde, queriendo el religioso quedarse, asiéndose dél los dos muy fuertemente, le advirtieron que callando prosiguiese con ellos, porque de hacer otra cosa correría semejante peligro. Aseguráronle con aquesto la vida y juntamente la vuelta en mejor coyuntura; con que, rodeado de temores intrínsecos y con inviolable silencio, hubo de seguir su derrota hasta que, atravesando algunas calles, salieron bien fuera del concurso del lugar, y adonde la soledad y tenebrura de la noche, acompañados del sordo rumor y embate de los vientos, acrecentaban su cuidado y afligían, con nuevas causas, su turbado espíritu. Acercábanse a unos paredones antiguos, ruinas o vestigios de ciertos asolados jardines, adonde apartándose dos de la compañía, oyó al uno (y aun al que a él le había parecido que como a dueño obedecían los demás) que, así hablando con el otro, decía: -Hermano, yo me voy desangrando poco a poco; y así, antes que mi peligro se acreciente, conviene dar la vuelta a nuestra casa; haced vos, entretanto, de suerte que esta diligencia tenga el efecto que todos deseamos; pues aunque ese hombre quiera con obstinación contradecirla, en parte os lo dejo que podréis a puñaladas conseguirla. Y que sin alargar su plática (dicho esto, y respondido del que llamaba hermano, a su propósito) se volvía acompañado de uno de ellos, con que pasando los demás adelante, su temor y sospecha confirmada se aumentó de suerte, que casi de turbado no acertaba a levantar los pies. En efecto, habiéndose alargado por entre la espesura de unos árboles y teniendo el lugar por oportuno, aquél que había quedado con la orden, acercándose al fraile, le dijo estas razones: -Padre mío, bien entiendo que, sabido el intento que hasta aquí nos ha traído, ha de pareceros demasiado y aun nuestra curiosidad tan indiscreta como poco piadosa; mas, supuesto la resolución última que a nuestro dueño oístes, ni yo podré eximirme de ella, ni vos excusaros de responder a cuanto os preguntare, advirtiendo que réplica ninguna bastará a satisfacerme menos que la verdad; cuyas premisas y conjeturas fuertes traigo tan bien reconocidas que será por demás cualquiera prevención o rodeo. No le dejó proseguir oyendo su aspereza el religioso; antes (en medio de tales confusiones), alentado, le respondió: -No sé por cierto, caballero, adónde tantas estratagemas van enderezadas, y mayormente usándose con un hombre indigno, por la veneración de estos hábitos, de semejante violencia. Haced, sin tenerme más atribulado, lo que os está dispuesto, que de mí yo os prometo que pudiendo satisfacer en algo a vuestro gusto, no querré ponerme ni poneros en mayor contingencia. -Así pienso (replicó el mismo hombre) que os será más a cuento. Y porque sin dilatarlo más salgamos uno y otro de dudas, sabed, padre, que para lo que aquí os hemos sacado no es otra cosa que a que nos reveléis sin excepción alguna la confesión que aquel herido os hizo. Y con tanto, cesando en su abominable pregunta, dejó lo horrible y espantoso de ella tan enmudecido y acobardado a su mismo dueño, como turbado y temeroso al que le oía; cuya respuesta, después de una larga intermisión, no sin admiración de los presentes, fue bien ajena de lo que esperaban; porque sin dilatarlo más, destocándose la capilla y sombrero, que hasta entonces había tenido puesta, y descubriendo el cabello igual y sin distinción o señal de corona, con intrépido ánimo le dijo estas palabras: -La mayor satisfacción que puede daros mi turbada lengua es la que al presente tenéis delante; y ansí, señor, si esto no aprovechare, satisfaráos al menos saber que no sólo no soy, como habéis pensado, sacerdote, pero ni aun religioso lego. Esta transformación que veis y el valerme de ella ocasionaron no más que mis propios peligros, mi necesidad y secreto; y, sobre todo, el ampararme mejor de la justicia, de quien mal de mi grado ando escondido el rostro; por lo cual, habiendo de venir de Épila esta noche, por más seguridad, previno de esta suerte mi jornada un hermano mío religioso que asiste en el convento en quien nos encontramos y adonde tengo ahora por infalible y cierto que la impensada ocasión de verme entonces debió de animar vuestra resolución y pensamiento, si ya mejor no la juzgamos por atrevimiento detestable y horrible. Yo os confieso, al presente, que pude en los principios de esta tragedia declarar este enigma; aunque si va a decir verdad, prométoos que el temor de mi propio castigo, y el verme tan de repente salteado, me privó de cualquiera razonable discurso, pues juzgándome en poder de mis enemigos o en las manos de la justicia, más difícil empresa se me hiciera muy fácil como realmente vuestra demanda y el tenerme por confesor y sacerdote me lo pareció; no obstante (que con diferente presupuesto), con aquel infeliz hombre no me alargué a más que, fingiendo confesarle, piadosamente exhortarle a morir, representándole el juicio temeroso adonde tan en breve había de ser juzgado. También conozco ahora el riesgo en que he puesto mi vida con tal declaración, si ya vuestra prudencia no reprime su injusta cólera, admitiendo por disculpa a este engaño tantas razones. Pues aunque, por reservarme en ella, pudiera con palabras confusas, con discursos equívocos, fingir el cumplimiento de vuestro deseo y disimular mi disfraz, no sólo no lo he querido, ni aun imaginado intentar, pero antes he determinado primero padecer dos mil muertes que infamar con tan notable injuria la religión y el hábito de quien, para sombra y amparo de mi vida, me he favorecido y aun la nobleza y fe de mi nación, de quien, por las premisas que he tenido, parecéis extranjeros. Capítulo II Toman los delincuentes nueva resolución, aumentando con ella sus culpas y delitos No pasó adelante el fingido fraile, ni aun pienso le dejaran los oyentes; antes, conociendo en la turbación que les había causado su mayor detrimento, acordó, como valiente aragonés, valerse en la defensa de tan inviolable Sacramento de más ásperos medios, que no le fueron poco necesarios, según lo que le avino. Porque vista de aquellos hombres la claridad de su satisfacción y no teniendo réplica que hacerle, brevemente discurrieron en lo que su parecer más convenía, que siempre es miserable propiedad de pecado que uno engendre y acarree otro, hasta caer en la última desesperación. Habían éstos, cuando resolvieron su primera maldad, asegurádola, juzgando que (aunque se consiguiese) el propio daño y castigo en que incurría el religioso, revelando la confesión, ése mismo les había de salvar y guardar secreto. Y así, faltando tan cierta circunstancia y conocida la contingencia en que su mal consejo les dejaba, justamente temiendo, tomaron ahora por remedio otro tercero y, en su modo, tan bárbaro delito, determinándose a matar al pobre que en ninguna cosa los había ofendido. Mas la justicia de Dios, a quien ya la concurrencia y perseverancia de tales ofensas tenía irritada, permitió que en la ejecución de ellas hallasen el castigo. No se contentaban aquellos perversos homicidas con la muerte que dejaban hecha ni con el depravado sacrilegio que intentaron; antes, frustrada su esperanza y despeñados en furiosa cólera, juntamente confirman con el último exceso su perdición, porque los cielos, cuanto parecen al castigar más remisos y tardos, tanto más suelen acrecentar el tormento y la pena. Postrado el ánimo, entonces más se alienta y resucita, aun en los muy cobardes, cuando se ven cercados de mayores peligros. Reconoció el suyo el aparente religioso; y así, antes de verse acometido, ya él estaba, con mejor prevención, sacando un corto pistolete de la manga, defensa que él había reservado hasta el último trance. Amagos, pues, de aqueste y reparos con el manto revuelto pudieron al principio serle alguna resistencia; mas viéndose ya rodeado por todas partes, y que ni el amenaza de aquel pequeño rayo no les templaba o suspendía, disparándole al uno, conocieron su audacia y el efecto, derribándole muerto. La turbación que este suceso causó en los compañeros, aunque fue muy corta, todavía dio lugar a que, recibiendo algunas heridas, cobrase el agresor la espada del difunto, y con ella (ayudado de Dios que comenzaba a pagarle su buen celo) tan grande esfuerzo que a pocos golpes lo envió compañía; y queriendo embestir al último que ya volvía las espadas, reconocida su buena suerte, corrigió la venganza y, tomando su mula, con diligentes pasos dio la vuelta al convento. Suelen la Providencia y el corazón humano tal vez hurtar su oficio a la profecía; y así, no obstante que los dos procuraron, ya con evidentes persuasiones y ya con secreta resistencia, torcer aquel intento, representando el forzoso peligro en que nuestro fingido fraile se ponía, su fatal suerte atropelló tan seguros recelos, pareciéndole más acertado proseguir su viaje que dilatarle a mejor coyuntura. Y así, no reparando en que precisamente había de volver por el puesto adonde quedó aquel hombre herido o muerto y en lo que podía en su breve ausencia haberse ofrecido; y asimismo en los indicios y bastantes muestras que iban dando su hábito y las manchas de la reciente sangre de sus heridas, atropellando por todo, apresuró la jornada, poniendo su perdición en contingencia; porque apenas atravesó dos calles que enderezaban su camino, cuando poco antes de llegar a la portería le salteó un tropel de gente, que oyendo el rumor de las herraduras le salió al encuentro, dándose fácilmente a conocer por ministros de justicia, de quien, con el alboroto que les había causado lo que después sabréis, aunque los hábitos pudieran eximirle de su jurisdicción, no por eso dejó su diligencia y libertad de proponer su intento, preguntándole de qué lugar venía, por qué parte o camino y aun qué personas en él había encontrado; todo a fin de sacar, por semejantes conjeturas, la probanza y averiguación que ya andaba haciendo acerca del herido que hemos dicho, al cual, poco después que sus homicidas se desviaron del puesto, llegó esta gente encaminada de otros nuevos y mayores indicios, sucesos de tan grave importancia como el que queda escrito. Capítulo III Prosigue el caso, y dícese para su mayor inteligencia el que antes de esto había pasado por aquestos ministros Andaban, pues, algunas horas antes rondando la ciudad aquellos hombres; y en aqueste ejercicio discurriendo de unas partes a otras, cuando menos pensaron, dieron de ojos con una de las muchas y peregrinas aventuras, a quien suele asistir el silencio, secreto y oscuridad de la noche. Digo que al emparejar de unas grandes y autorizadas casas que caían detrás de aquel convento, sintieron que de sus altas ventanas, poco a poco, iban descolgando unas sábanas; de cuya novedad, prometiéndose mayores lances, sin desplegar los labios esperaron su efecto, que no se dilató; antes, en un momento, sirviendo aquel débil instrumento de segura escala, vieron con varonil despejo bajar por ella una mujer que, en tocando en el suelo, fue rodeada de sus armas y luces. No excusó el femenil sujeto la turbación que el caso requería y así, aunque deseara encubrirse, le faltaron las fuerzas, con que, mal de su grado, quedó patente el vergonzoso rostro, acompañado de tan peregrina hermosura, que dejó a los presentes con igual respeto y admiración; porque este don de la naturaleza, privilegio del cielo y breve tiranía, no sólo atrae y fuerza los corazones y benevolencia de los hombres, mas aun trueca en afabilidad y cortesía la más inculta y bárbara condición. Pasósele a la dama, con el repentino sobresalto, parte de su temor, y así, más sosegada, retirando a los principales ministros a una parte, descubrió su pena, sacando entre suspiros tiernos de su pecho las siguientes razones: -No os admire tanto mi atrevimiento, ¡oh noble gente!, cuanto os lastime el afrentoso caso en que me veo. El dueño y señor de estas casas, hombre bien conocido, aunque extranjero de esta grande ciudad y reino, es no sé si diga mi desdichado esposo, cuya ofensa, o indicios de que la haya en su mayor reputación, le ha obligado a salir esta misma noche en busca del cómplice que presume y, según los efectos, he sospechado que a darle muerte, acompañándose, para ello, de algunos criados y deudos. Dejóme, pues, en aqueste intermedio, en el encierro y seguridad de quien, faltándome aparejo para romper sus puertas, he salido con designio y propósito de huirle el rostro y juntamente el peligro que amenaza mi vida, la cual, con el honor, encomiendo a la obligación de vuestro oficio y proceder. Interrumpió, llegando aquí, con lágrimas su cuento lastimoso; y los oyentes, informados de otras circunstancias convenientes y movidos de una secreta fuerza, que para provocar a misericordia más que el hombre encierra en sí cualquier mujer, con bien pensado acuerdo, dispusieron el remedio; y así resueltos, respecto de las partes y calidad de aquella dama, los unos la acompañaron hasta dejarla en seguro depósito, y los otros, parte quedaron en espera de su esposo y parte se dividieron por las vecinas calles; diligencia tan buena y acertada, que ella sola, al fin, como dispuesta de mejor providencia, les puso, en breve espacio, los delincuentes y la averiguación en su poder. Porque los que asistían al marido, viéndole, aunque mal herido, llegar a las puertas de su casa, cuando pensó que sus intentos estaban más ocultos y celados, se apoderaron de él y juntamente de un criado, cuyos hombros, por venir desangrado, le servían de arrimo. Bien quisiera el afligido caballero disimular el caso; mas como la justicia estaba sobre aviso, ni sus razones satisficieron, ni sus ruegos y promesas les obligaron. No obstante que, temiendo su vida, le dejaron con muchas y fieles guardas arrestado en su misma casa; adonde entendida la ausencia de su esposa, confiriendo por ella su declarada y más pública afrenta, el interior tormento de tal desdicha ayudó a sus heridas, de manera que, en pocos días, las hizo irremediables. Capítulo IV Declárase quien eran el caballero herido y el fingido fraile En el ínterin que sucedió esta prisión y mientras el criado fue flevado a la cárcel, llegando los demás, que se habían repartido por las vecinas calles, a la portería del convento, y hallando en ella y revuelto en su sangre aquel cuerpo, queriendo, para conocerle mejor, limpiarle el rostro, en él, aunque mortal y pálido y en la honrosa señal de Calatrava, no sin general compasión, fue conocido y no menos que por uno de los más generosos y bizarros mancebos de aquella gran ciudad. Su nombre era don Félix, y su sangre y virtud tan conocida que, no sólo causó en los circunstantes el dolor que he dicho, mas aún les fue incentivo para su castigo y venganza; y así, queriendo con nueva compañía proseguir los unos tan importante prueba y los demás en el último remedio del desdichado caballero, al ponerlo en sus hombros sintieron que, como si volviera de algún parasismo mortal, el cansado espíritu anhelaba de sí pequeñas lumbres. Con que apresurando el camino de su casa, con mejor esperanza, se le entregaron a sus deudos y criados, que no sin lágrimas y mayor alboroto le recibieron; y acudiendo al remedio de su vida. en breve término le restañaron la sangre y dispusieron otros saludables antídotos y medicinas, si bien en este tiempo no se descuidó la justicia en lo que la tocaba; antes, dejando hasta el fin del suceso en bastante guarda su persona, dividiéndose en calles y cuadrillas, procuraron rastrear los delincuentes, para cuyo efecto hacía las repreguntas que ya oisteis al disfrazado religioso, que por muy buen partido tomara, en semejante razón, hallarse muchas leguas del tal aprieto. Y no así su recelo le salió engañoso; antes, apenas comenzó a responderles, cuando en la voz y el rostro descubierto a la luz de las linternas fue de casi todos conocido. Era, pues, este desgraciado hombre hijo de la ciudad, y, aunque algo inquieto, persona de calidad y valientes manos; y de presente, habiéndose hallado en una muerte, mientras con sus deudos y hacienda se acomodaba, yendo y viniendo de Épila, en aquel disfraz, le sucedió lo que habéis oído; y últimamente el caer en las manos de la justicia, que no menos alegre con tan buena prisión, guió con él a la cárcel pública, adonde, respecto de la religión, a su instancia, le permitieron dejar los hábitos, aunque la reciente sangre de que venían manchados y las heridas que traía (sobre su principal delito) acrecentó nuevos y diferentes indicios, vehementes presunciones de que podría él haber sido alguno de los cómplices que buscaban. Con que haciéndole primero curar, acordando nueva orden. le dejaron encerrado y sin comunicación en uno de los aposentos y cámaras destinadas a semejantes cosas, adonde el pobre y desgraciado Federico (que este era su propio nombre), con tristeza entrañable, efecto de tan extraordinarias desventuras, gastó lo restante de la noche y otros dos días sin entender ni penetrar el fin de aquel encierro, ni el silencio con que, aun de los mismos que le curaban, era tratado. Capítulo V Acontecimiento notable en la reclusión de Federico En medio de tanto desconsuelo, la justicia divina, a cuya poderosa diestra había movido el celo y religión con que aqueste hombre aventuró su vida contra la detestable maldad que al principio oisteis, guió por sus particulares y secretos juicios, no sólo los sucesos en que estaba inocente, mas aquellos que más pudieran apretarle; de suerte que, cuando se juzgó por perdido, entonces casi llegaron amontonados el galardón, la estimación y fin de todos sus temores y trabajos; porque es oficio del cielo recompensar con beneficio y premio duplicado las obras que se hacen por su respeto. Mas antes de tan dichoso efecto y mientras los jueces (ya con la dama que tenían en depósito, ya con el marido, preso en su misma casa y mortalmente herido, y ya con el galán don Félix en la suya, y no en menor peligro, y, finalmente, con el criado que asistía en la cárcel) iban haciendo diligente pesquisa, en una de las prolijas noches de su encierro, como el dolor de las heridas y el intenso temor desvelasen al pobre Federico, estando fatigando su espíritu con varios pensamientos, sin pensar interrumpió su pena una voz lastimosa que, en medio de suspiros tristes, se dejaba entender confusamente; con que no poco alborotado, olvidando sus fatigas, más atento aplicó los oídos y la vista a una juntura breve que en forma de resquicio hacían los ladrillos de un tabique, y por donde salía, a su parecer, aquel nuevo rumor. Y no fue en vano aquesta diligencia, pues apenas puso allí los ojos cuando en el aposento vecino miró en un pobre colchón tendido un hombre, mas tan oprimido de grillos y cadenas que casi su pesadumbre sola le hacían inmóvil. Tenía pegada en la pared frontera una vela encendida, con cuya luz también determinó el rostro, y en él, aunque lloroso y lastimado, la poca edad del dueño, al cual, movido de su natural compasión y deseando en alguna manera consolarle, le comenzó a llamar en baja voz, diciéndole: -Amigo y compañero de mis desdichas, cuyos trabajos bien pienso las igualan, suspended a mi ruego parte de tanta pena, porque si no es posible remediarla quejándoos, menos será acertado prevenir el dolor antes de su ejecución. Sírvanos de consuelo mis conformes cuidados, y, participando yo de los vuestros, juntamente descansarán nuestros corazones comunicándose. Aquí, esperando la respuesta, y viendo que con igual admiración le volvía el rostro, calló Federico y con más atención vio que, acercando al tabique mismo el fatigado cuerpo, satisfacía sus razones con la siguiente plática: -Si en tan graves desventuras pudiera dispensarse el sentimiento, o mitigarse al menos, estad cierto, noble y piadoso amigo, que vuestra prudente persuasión venciera su rigor o suspendiera el temor incesable que me aflige; mas él es de tan miserable condición, que, como el más espantoso de los males, irremediablemente me tiene sin consuelo, incapaz de consejo; yo espero por instantes la muerte, y aunque será corta satisfacción de mis delitos, ellos y mi mala vida producen tan cobardes extremos, porque así como el morir es dulce y agradable a los buenos, por el contrario, para los malos es sumamente amargo y espantoso. Suspenso dejaron a Federico tan notables razones; y aunque le pareció por demás el consolar su dueño, todavía, con nuevas réplicas, volvió a intentarlo así: -Aunque tan justas causas como habéis referido pueden en parte atajar mi razón y aun aumentar mi pena, el deseo de divertir la vuestra habrá también de excusar mi importunación y porfía. Yo soy de parecer que afligiros con tal desconfianza no hará mejor efecto que anticipar el daño que se espera; cosa por cierto indigna de un ánimo varonil, en quien no sólo han de ser los trabajos tolerables, mas hasta el fin acompañados de constancia y firmeza. Apártese, pues, de vuestro espíritu tan miserable presupuesto; que si para facilitarlo gustáredes que con mis desdichas os entretenga, dándome, en cambio, el alivio y consuelo de las vuestras, tendré a muy buena suerte el referirlas. Casi ordinariamente, o ya con el temor, o ya con la razón, se convencen los hombres; con que no sería mucho que las de Federico obrasen en aquesta sazón según su intento, como, al fin, sucedió; pues obligado y aun reconocido el afligido preso, no sólo mostró con nuevo aliento mayor ánimo, mas, deseando parecer corregido, enjugó las lágrimas; y en vez de escuchar ajenos males, como quiera que, comunicados éstos, son menores, mejoró la elección, tomando por partido el referir los suyos. Y así, apercibiéndose para contar su historia, puso al nuevo amigo en justa obligación y aun en cuidado de ensanchar el resquicio. Después de lo cual, ofreciendo atención y acomodándose según su miserable estado, uno escuchó en silencio y otro de aquesta suerte dio principio a su cuento. Capítulo VI Cuenta el preso su vida a Federico Aunque, sin deslizarme a exornaciones y preámbulos, pudiera reducir mi promesa a mayor brevedad, dejando circunstancias, si no forzosas, no ajenas del intento, todavía (si bien a costa de mi alma) deseo tanto pagar vuestro consuelo, que pienso referiros su pena, sin celar mi secreto muchas cosas que vergonzosamente han de aumentar mis culpas; no obstante que ya de ellas tengo por permisión del cielo (que al encubrirlas y acobardó mis fuerzas) hecha bastante confesión a quitarme la vida, cuyo fin pienso que se suspende hasta ratificarme. Con esta prevención, si ya no lástima, podréis, amigo, tener paciencia oyendo en mi discurso la mala cuenta que ha dado de sí este mísero compañero de vuestras desgracias. Doce años podrá haber que, infelizmente, con semejante edad, salí, por muerte de mis padres, de las montañas de León, patria de muchos buenos, con que, si no se excusa, al menos se acrecienta la ingratitud infiel que me ha reducido a tales términos. Mi nombre es Fulgencio, y mi hacienda tan corta que para sustentarme fue preciso doblar mi inclinación, acomodándola a servir, y en aquesta ciudad, a un caballero, de quien no sólo vine a ser su mayor privanza, mas juntamente amigo y compañero, no criado, de su único hijo, mancebo de mi tiempo, aunque de diferentes partes y virtudes. Con éste, bien que su padre viejo enderezaba para otros fines sus acrecentamientos, cursé en la Universidad, ciñéndome al gusto de mi dueño, algunos años, en el loable ejercicio de las letras, sin que de ellas me divirtiesen el hervor de la sangre ni la inconstancia de la juventud, cuya naturaleza, no sólo inclina a variedades y caídas, mas pronostica, ociosa, arrepentida y trabajosa vejez. Y si bien reconozco excepción de esta regla, no culpo, no, tan bien gastados días; lloro, sí, con razón, el haber huido sus documentos y cedido al furor de las armas la quietud de los estudios; pues quizá este desorden acarreó el presente naufragio. Preveníase en aquesta sazón en la Coruña, en Lisboa y parte de Vizcaya la más potente armada que han visto nuestros siglos, magnánimo y piadoso remedio del católico Felipe contra las invasiones de la India y expugnación de Inglaterra, que las fomentaba. Alborotóse, para jornada tan bien acepta, la nobleza de España, y singularmente la de aquesta corona, entre quien, dejando este su mejor paraíso, por gusto de su padre, fue mi dueño, y yo en su compañía; y habiéndole primero hecho merced de un hábito, nos embarcamos en vasos escogidos casi veinte mil hombres de pelea, setecientas piezas de artillería, municiones, arcabuces y picas para los católicos de la isla, que en viendo las banderas de España se habían de juntar a nuestro ejército, de quien era cabeza y general el duque de Medina, con quien salimos de Lisboa a los fines de Mayo, maltratando desde el mismo punto los vientos el armada; perdiéndose primero en la costa de Bayona algunas galeras y abrasándose gran parte de la pólvora, rindiéndose navíos; y finalmente, faltando prevenciones que, a cargo del príncipe de Parma, dejaron en opinión su crédito. Cesó, sin mejores efectos, jornada tan bien prevenida, dando a España la vuelta, y en ella a algunos puertos de Galicia, en quien desembarcando, perecieron de enfermedad, ocasionada del trabajo padecido en tantas borrascas y contagio de los mantenimientos, muchos soldados y personas de lustre, que aventureros habían servido a Su Majestad, no siendo mi amo y yo de los más bien parados. Si bien convalecientes, quisimos desde la Coruña volvernos a Zaragoza; y poniéndolo por la obra, a dos o tres jornadas, una siesta llegamos al Cebrero, al mismo punto que otros muchos de a mula, acompañando una litera; de adonde parando en la posada, salieron dos mujeres, una de anciana edad; mas la que la seguía de tan pocos años, que pienso frisaban con los quince, digno asiento de la mayor belleza de la tierra. ¡Oh, cuán bien a este atributo llamaron los gentiles mudo engaño! Porque si muchos hablando engañan, sólo la hermosura callando engaña y ciega al que la considera. Sucedióle lo mismo a mi inconsiderado dueño, pues apenas hizo la vista objeto de sus partes, cuando abriendo por ella francas puertas al alma, sin más considederación trocó su libertad en vasallaje, Quedó como rendido, humillado y sujeto a diversos cuidados y confusiones; y así, no sabiendo qué remedio tomarse, de mi consejo supo su nombre, su calidad y naturaleza; porque sin dificultad absolvió estas preguntas uno de sus criados. Eran las dos señoras hija y mujer de cierto caballero de los de la jornada, que quedaba enfermo en Santiago; y con tan grande aprieto, que les convino venirle a acompañar desde Zaragoza, adonde (no sé si diga que para mi total perdición) tenían, como nosotros, su morada, Llamábase la hija doña Elena, y por única y sola, exageradamente querida de sus padres, cuya hacienda era tanta como su calidad. Con tal información se resolvió mi dueño a hablarlas; y así el saber que eran de nuestra patria facilitó su intento, llegando con tan buen achaque a hacerles cortesía. Son los ricos vestidos, los adornos preciosos, el mejor sobrescrito de la persona; y más cuando, con tan honrosa insignia como un hábito, las partes se aventajan y lucen. Y cayendo todo esto sobre la presencía gallarda, rostro agradable y algún conocimiento de sus padres, no hay duda sino que sería mi dueño recibido con gusto, como así sucedió, y aunque no admitidos sus ofrecimientos corteses, correspondidos con igual agasajo. Hablaron de su tierra algunas cosas y no pocas de la infeliz jornada, procurando el nuevo enamorado, por dilatar rato de tanto gusto, introducir materias que lo alargasen; mas llegándose la hora de comer, y poco después la de su partida, haciendo esfuerzos para acompañarlas, ellas, a su pesar, lo divirtieron; quedando tan triste y afligido que, juzgando que de su inclinación y amoroso afecto se había hecho poco caudal (y como siempre la más fiel señal de un cierto amor es comenzar temiendo y desconfiando), de tal modo estas dudas aumentaron su incendio que, olvidado del primer viaje, se dispuso a volver haciendo escolta a doña Elena; para lo cual, pasando aquella tarde a Villafranca, por mejor disimulo, haciendo dos esclavinas, dimos la vuelta cumpliendo votos que, si en la pasada tormenta no los prometimos, no sé cómo los cielos nos sacaron a seguro puerto. Capítulo VII Prosigue Fulgencio el amor de su dueño y dice su suceso en Compostela Al fin, siguiendo la voluntad de mi amo, me acomodé a su modo, caminando, aunque a cortas jornadas, las que hasta Compostela nos quedaban, cuyo divino santuario, tercero a los mayores de la tierra, visitamos el siguiente día; siendo tanta después nuestra diligencia que, no sólo dimos con la posada de las damas, mas aún, tuvimos orden para aposentarnos pared en medio. Con semejante prevención, todas las horas que quería ponerse delante de su dama, sobrando la ocasión, vecindad de ventanas y asistencia suya por la enfermedad y cura de su padre, fácilmente podía conseguirlo; y así fueron sin número las que se ofreció a sus ojos; que al principio, si no repararon en su cuidado, la continuación de su presencia les fue poco a poco granjeando, hasta que el advertir algunas señas y el parecerla que antes le hubiese visto, la hizo que dudase curiosa en su conocimiento; y de esta duda que cayese en la cuenta, acabando de entender, entre el basto sayal de la esclavina, la causa de su peregrinación. Mas no mudando, con la fineza de este amor, la severidad de su condición, mi amo fue perdiendo la paciencia y, al paso que su gusto y desdén le enflaquecía, iba en aumento su pasión. Mas como en las mayores resistencias se alienta y se mejora el noble espíritu, así agora el desprecio y desdén, que juntamente diera al traste con otra voluntad, parece que animaba la suya; con que no sólo fió atrevido su amor de la fortuna, mas puso en crédito, si ya tal vez pueden los acaecimientos dichosos subordinarse al despejo y audacia. En fin, el tierno amante, juzgando que con la comodidad de las ventanas fácilmente, en hallándola sola, podía darla un papel y que, si ofendida le arrojase, no perdía reputación en proseguir su intento, últimamente se resolvió a escribirla, y en tan buena ocasión, que no sólo tuvo su diligencia efecto, mas juntamente fue admitida con agradables muestras: cosa para el amante tan alegre, que puso en contingencia su buen juicio. Decíale en el billete, entre tiernos afectos, la fuerza de su amor, la firmeza de su perseverancia y, aunque en bosquejo, asimismo mezclaba algo de sus merecimientos, parte de su calidad y mucho de sus pretensiones, hacienda y esperanzas; enderezando tales razones a que su dama tuviese de sus cosas mejor crédito y, sin indignación de sus empleos, acogiese menos esquiva a los que sólo a su honor se dedicaban. Leyó casi a sus ojos doña Elena todo el papel, y con tanto contento de mi dueño como ya habéis oído. Mas como nuestros fáciles placeres tienen tan seguros descuentos, brevemente se halló con mayor pena y su dama con igual confusión. Porque en medio de la suspensión en que sus conceptos la tenían, sin poderlo remediar ni encubrir, la halló su madre con el hurto en las manos y al turbado galán pendiente de sus ojos. Cuando aún los flacos principios, o ya por razón o causa accidental, llegan a errarse, parece que aperciben iguales fines. Veréis presto en mi propia experiencia esta verdad, bien que fomentada de propias culpas, de ingratitudes, de venganzas y alevosos deseos. Cayó, pues, de improviso la basa, el fundamento de este edificio, cuyas ruinas, entre su primera esperanza, lloraba mi dueño, convertidas en cenizas y humo; retirándose, en tanto, doña Elena y su madre, la cual, si en público no hizo grandes extremos, en la clausura y encierro de su hija se mostraron mayores. Mas, antes que paséis adelante, advertid este punto y en él la fuerza de una privación, el rigor de una voluntad oprimida y, últimamente, los efectos que de tanto cuidado, encierro y diligencia resultaron. No desmayó el amante con tal desgracia, aunque considerada en la ocasión primera favorable, era justo temerse a no disponer la fortuna del suceso por diferentes medios; porque lo que sin duda fuera sin largo trato, sin finezas muy grandes y continuos servicios, imposible alcanzar, sin merecer, sin pensar, lo hizo fácil una madre indiscreta, un recato encogido y una severidad demasiada. Mi dueño, pues, a quien las dificultades ponían mayor esfuerzo, constante en su propósito, asistió a conseguirle; viviendo con cuidado, y recogido, tanto por no causarle a doña Elena, cuanto por no ser conocido en semejante disfraz de los muchos caballeros que acudían de la jornada. Por estas causas, lo más del día guardábamos la casa; en quien, en estos intermedios y muy cerca de mi propia cama, no sin poca advertencia, en diferentes noches y horas sentía unos pequeños golpes, dados, según mi parecer, en la pared vecina; cosa que aunque al principio no me causó novedad, su continuación y hora extraordinaria me obligó después a sospechar curioso y, juntamente, a decírselo a quien (como tan buen amante) menores circunstancias le alborotaran; y así, con vigilancia, queriendo él asistir a ésta, sucediendo los golpes en la siguiente noche y en la misma parte, tiempo y sazón, sin más considerar (porque él ya antes tenía conjeturado por señales y muestras evidentes que aquel tabique caía al cuarto en que doña Elena posaba), prometiéndose un alegre suceso, comenzó a responder con los mismos golpes; y luego, suspendiendo la obra, a escuchar si repetían en el reclamo, como en efecto se hizo. Porque apenas aplicó los oídos, cuando en voces confusas entendió que le preguntaban si era alguno de los dos peregrinos; a que, no obstante que por entonces no se distinguía el conocimiento de la voz, con mayor alegría fue satisfecha. Mas antes es justo que sepáis, porque no se dificulte este acaecimiento, que no sólo las casas de Santiago, empero casi todas las de Galicia, son por la mayor parte de madera; digo los traveses, divisiones, tabiques y aposentos; de los cuales era este de quien voy hablando y por donde, así en la presente como en otras noches. comunicó mi dueño más bien, reconocida a su dama. Y aunque a su ingenio, a su vehemente voluntad se le debía tan discreta industria, todavía, recelosa de algún engaño, no quiso aquella primera noche alargarse a más que a pedir acomodásemos de tal suerte aquel puesto que pudiese ella vernos; pues con algunos fáciles barrenos saldría de duda y pasaría con mejor objeto. En fin, unos y otros por entonces quedamos dudosos, hasta que haciendo, según el advertencia, los barrenos, mi amo salió de confusión y aun de juicio; y doña Elena mostró, aunque vergonzosa, igual contento, y descubrióse bien en sus razones, como asimismo el tierno amante en sus agradecimientos humildes. Quería ella obligarle y salir gananciosa, y así, en breves palabras, estimó su voluntad, aseguróse de su perseverancia, encareció las primicias de su recompensa, y el peligro a que se ponía, el temor y cuidado de sus padres, y últimamente, recibiéndole por suyo, puso límites a los efectos de su amor, anteponiendo su honra y la obediencia paternal. Y si bien con esto raras veces deja de atropellarse, replicando su amante, la dejó tan contenta como segura de su buen empleo. Capítulo VIII Convalece su padre de doña Elena: vuélvense a Zaragoza, y ella tácitamente en el camino se desposa con su galán Por esta parte, y con el viento en popa, fue engolfándose aqueste amor recíproco; y viéndose casi todas las noches, en ellas acabaron de satisfacerse y aun de encadenarse, con tan estrecho nudo, que sólo la muerte ha podido romperle. Aquí, haciendo el afligido Fulgencio una gran suspensión, dando nuevos gemidos, interrumpió su cuento; no obstante que la promesa hecha a Federico (dejándole aún más confuso su impensado extremo) le forzó, reprimiendo las lágrimas, a proseguirle de esta suerte: -No hay tan valiente antídoto contra toda aspereza como el trato y la comunicación, dulce y agradable tiranía de los corazones humanos. Esta reduce la condición más bárbara, el ánimo más entero y el deseo más esquivo; y así llano es que siendo tal su operación, mejor ahora en dos tales sujetos, en dos espíritus generosos, en una discreción apacible haría su efecto. Pues es certísimo que no pudo mi amo hallar remedio más seguro para conseguir su deseo y amartelar de veras el pecho de su dama, como la continuación de sus visitas; en cuyo término, teniéndolo la enfermedad de su padre, llegó el día de su convalecencia, y después el de volverse con igual regocijo a su natural; si bien ya entre los dos amantes tenían dispuesto, para oportuna ocasión en el camino, la mayor seguridad de sus intentos, y esto temerosos de que la condición terrible de su madre atropellase con ellos; y más si a las sospechas referidas se le juntase el entender la voluntad de su hija. Y así, para mejorar su partido y recato, mi amo, en diferente hábito, adelantaba las jornadas; y a las noches en el de mozo de espuelas, fingiéndose mi criado, esperaba solícito la ocasión; que aunque a las veces tarda, al fin se deja hallar de quien la busca. Y así como por providencia superior iban encaminados sus fines, todas las cosas enderezadas a ellos les sucedían a propósito. Estuvo en un lugar mitad de la jornada, como recién convaleciente, apretado su padre de doña Elena; con que la noche misma que a él llegamos, el alboroto y confusión de los criados y el nuevo afligimiento de su madre, dieron lugar a que los dos se viesen, y con tan buen espacio que, hallándonos presentes yo y otro criado de a pie que nos acompañaba, después de ternísimos abrazos, haciendo a nosotros y a los cielos testigos, se dieron fe y palabra de esposo; y con tanto, gustando doña Elena que estuviese encubierto hasta mejor coyuntura, de común acuerdo y por obviar algún inconveniente que los dañase, se despidieron, aunque no sin lágrimas, para no verse más hasta Zaragoza, adonde en breve tiempo y más crecido gusto fuimos bien recibidos; no obstante que, a suspenderse más nuestra venida, hallara mi señor muerto a su padre. Estaba éste cargado de vejez y de achaques, tan arraigados y poderosos, que a pocos lances le concluyeron, quedando mi dueño, aunque heredado y rico, sumamente lloroso. Con que ocupado en sus exequias y retiramiento forzoso, y aumentando su tristeza la ausencia y tardanza de su dama, se le pasaría un mes, después del cual, a ser el arco de iris de sus tormentas, llegó a esta ciudad, prosiguiéndose en ella nuestra empresa amorosa con mayor libertad. Y aunque llenos de luto y exteriores iguales, tan alegre el amante a la vista de su esposa, como ella diligente y solícita en mostrársele siempre que su celosa madre dispensaba en su recato y guarda. Mas duróles este pequeño alivio solamente lo que ella tardó en penetrar sus pasos; porque cuando un amor es vehemente y fiel, casi se imposibilita el encubrirle: fuera de que su mayor inquietud y nuevo desasosiego puso en los ojos de su madre la causa, y juntamente con los pasos y asistencia de su amante, el autor de ella. Al cual, no obstante que dos veces tan solas le había visto, tenía con la primera sospecha tan impreso, como aborrecido y odioso en su corazón, con que creciendo agora la ocasión quedó así mesmo confirmada su mala voluntad. Y no así como quiera, sino con tan notable extremo y aversión que, de la propia suerte, juzgó de su persona para yerno como si realmente fuera un hombre indigno. Decíase entonces que el ser esta señora extranjera del reino y de nación poco afecta, ocasionaba sus desprecios. De aquí nació el retirársela; bien que nunca pudo excusarse su comunicación, valiéndonos de diferentes trazas para continuarla; aunque con tales inconvenientes que, considerados muchas veces, mi dueño propuso a doña Elena el declararse, pidiéndola a sus padres. Mas ella, que interiormente sabía que intentaban casarla con un deudo cercano de su madre, quiso primero se desbaratase aquel designio que se les propusiesen sus deseos, temiendo que su declarado rencor, ayudado de la ocasión presente, los atropellaría o pondría de peor condición; y así, esperando que el tiempo dispusiese estas cosas para mejor satisfacer su fiel amante y vencer la dificultad de verse, acordó otra ingeniosa estratagema. Capítulo IX Prosigue el preso su amoroso discurso y cuenta en él la traza con que llegó su efecto Advirtiónos, pues, doña Elena cuánto importaría al cumplimiento y fin de sus amores que mi persona, archivo entonces de ellos, procurase entrar en el servicio de sus padres; pues este pensamiento tendría efecto, o ya valiéndose de negociaciones, o ya de intercesión, que no se lo negasen; con lo cual, no juzgando difícil esta traza, porque ni tampoco su madre me conocía, hubo de aprobarla mi amo, y yo, aunque sentí el dejarle (por su mayor contento), me dispuse. Y fingiendo con mis compañeros y amigos diferente ocasión, valiéndonos de inteligencias poderosas, se consiguió la nuestra; y de manera que en breves días pude, no sólo contarme por criado de doña Elena, mas juntamente (a fuerza de asistencias y puntualidades) por el más confidente y querido de sus padres. Cuando, al tirar el arco, pasa el pulso sus límites, o la cuerda se desanuda y rompe, o él, saltándose, quiebra y despedaza. Tal sucedió por la celosa guarda, por la aspereza y terrible severidad de su madre; pues llegó a apretarla de suerte que, privada, con declaradas muestras, de la esperanza de sus deseos, se aumentaron sus llamas, para que, sazonadas con tantas repugnancias, llegase más aprisa el último lance, por cuya ejecución, trazándolo ella, se dispuso mi persona que, como ladrón de casa, sin guardarse de mí, pude fácilmente meter al dueño de mis transformaciones en mi aposento; y dél a conveniente hora, con llaves hechas de propósito, en el de su dama, con quien yo entiendo que ni él andaría corto, ni puesta en semejante aprieto ella más desdeñosa. Ratificóse entonces la primera palabra; y, consumándola, salió en mi compañía sin ser sentido. Con esta traza, tan bien asegurada, consiguieron su gusto y prosiguieron sus deseos que, aun en su cumplimiento, anhelaban por mayor esfuerzo. Porque no la dulce posesión causa desprecios en el amante fiel; antes, gozada, crece la estimación y el conocimiento de más amables partes. Mas ¿quién pensara ahora que en tan estrechos lazos, en vínculo tan indisoluble, pudiera haber quien, sin desanudarle para su destrucción, como el magno Alejandro, le cortara por medio? Ocasionó tan grande desventura el ausencia forzosa de mi dueño que, a precisos negocios de su religión, hubo de partir a Castilla, con gusto y beneplácito de doña Elena, cuya persona y el despidiente de sus cartas, avisos y sucesos, quedó a cargo de mi mucha diligencia. Iban las de sus padres aumentándose en aquesta sazón, cuidadosos de darla estado y mayormente la compañía del pariente que he dicho. Mas como la hermosa dama estaba ya tan imposible, resistiendo, aunque humilde, ya con su corta edad o ya con otras causas, procuraba excluirse. Pareciéronles frívolas y aparentes; y así apretaban su delicado espíritu, el cual, mientras pudo vencer al temor y amenazas, estuvo firme; mas cuando de su resolución y parecer previnieron libertades secretas, trocando neciamente su blandura en rigores, determinaron oprimirla con fuerza. Quitáronla, en consecuencia de esto, sus galas, midieron sus pasos y acortaron su clausura y encierro; y con tan exagerada diligencia que de ningún criado, por más familiar y confidente que fuese, llegaba por entonces a ser vista. Y, con ser tal su tratamiento y pena, pienso que aún la llevara con paciencia gustosa, si a estas desdichas no se le acrecentaran otras mayores. Culpa de su poca capacidad, pues, en tales extremos, fuera justo excusar cualquiera inconveniente. Digo, pues, que la afligida dama, en medio de estas tribulaciones y para su mayor consuelo, reiterando una y muchas veces las cartas y billetes de su amante, recreaba el corazón doliente; y, con la dulzura de sus requiebros y la discreción de sus razones, acompañaba la triste soledad de sus encierros. Y aunque, a su parecer, hacía estas muestras recatada del sol, no así lo fueron del cuidado y recelo de su madre, en cuyas manos dieron, a su pesar, estos papeles, y juntamente el desengaño cierto de sus inobediencias. Con que no obstante que ni en ellos se escribía o mentaba mi asistencia, ni razón que ensangrentase en algo su sospecha, todavía lo que leyó bastó a creer que aquella pretensión iba muy adelante. ¡Oh providencia inútil de este frágil sujeto! ¿No es bueno que la causa urgentísima de verdades tan claras, de tan averiguado amor y voluntad, en vez de remediar el inferido daño y de desistir de su intento, no sólo no la obligó, pero, al contrario, vencida de ira, atropelló el maternal amor su propio gusto, desalentó su confianza, y, finalmente, con amenazas y obras, no sólo puso en detrimento su vida, mas lo que doña Elena sintió y aun temió mucho más, mengua en su honestidad, falta en su honra? Capítulo X Presume hacer su madre en doña Elena indignas experiencias, y temiéndolas ella, se rinde a su voluntad Hasta aquí pudo durar la constante perseverancia de una mujer principal, en quien mayor batería hace, mayor estrago, un átomo de infamia que todos los rigores, aspereza y crueldad. Porque no la espada furiosa de Tarquino, sino el amago afrentoso de su esclavo, forzó a la castísima Lucrecia. Y así, rendida de tan grave dolor y aumentándosele con nuevas amenazas, pues aun se extendieron a intentar experiencias imprudentes en la entereza de su cuerpo, temiendo este último golpe, dio el sí forzado doña Elena y, poco después, al segundo esposo y pariente, con las diligencias necesarias y bendiciones de la Iglesia, la posesión de su persona. Pasaron todas aquestas cosas con tanto secreto a los principios, y después (porque doña Elena no se volviese atrás) tan por la posta, que, aunque con ella avisé al ausente, cuando a toda diligencia llegó al remedio, ya su dama estaba sin él. Pagando yo, que ni tenía la culpa, ni había faltado a cosa de su gusto, el tormento rabioso de sus penas, el entrañable y nunca oído dolor que rompió sus entrañas. Pues a la primera vista que tuvimos, discurriendo en el caso, no sólo puso falta en mi diligencia, sobra en mi olvido y obstáculo en mi fe, mas arrancando de la espada, en vez del premio merecido por tantos servicios y trabajos, saqué de sus manos muchas heridas y, lo que más sentí, injurias indignas y afrentosas de su boca. Convínome, por no dejar la vida, huirle el rostro; y así, llegando a mi posada y diciendo en ella otra diferente ocasión, di orden en mi cura, y no se consiguió tan fácilmente que primero no me viese en mortal peligro; y fuera de éste, en largos días de cama y convalecencia obrando en su progreso de tal suerte la memoria de tan injusta ofensa que, no sólo no me abstuvo lealmente de tales pensamientos nuestra antigua crianza y amistad estrechísima, el pan, el sustento que, como, al fin, criado y hombre noble debiera anteponer a la injuria, sino que olvidando estas y las demás circunstancias que pudieran divertir la venganza, cerrándoles los ojos, me dispuse a ella; y con tal presupuesto, disimulando, recibí algunos recaudos, muchos dineros y mayores regalos, que ya con menos pasión me enviaba mi arrepentido y pesaroso dueño casi en todo el discurso de mis males. La miserable vida que en estos intermedios padecía doña Elena (en quien, porque no se me olvide, había muerto su padre), bien claramente la mostraba su rostro, cuya hermosura, marchitada y triste, hacía públicas sus interiores penas, su forzado gusto, y, sobre todo, la aborrecible compañía de un hombre siempre mil afecto a sus ojos; y de quien, o su propia conciencia, o el defecto que pudo presumir de su persona, la tenía temerosa y en continuos recelos. Y no presumo que fuera de razón; porque con desear su esposo y deudo tiernamente su agrado y sumamente su posesión desde el día que llegó a tenerla, ni el rostro se le miró contento, ni en sus afectos y razones se conoció el gusto que antes, ni menos las caricias, asistencia y amor del nuevo estado; y, en conclusión, según el tiempo lo declaró después, don Rodrigo (que tal era su nombre) tuvo más que premisas del suceso; y poco a poco, en confirmación de sus sospechas, vino a entender las que más le irritaron. Porque muchas con los juicios del ánimo adivinamos la fuente, donde nacen nuestros bienes o males. El espíritu amante de mi dueño, perdida su antigua posesión, bebía los vientos por ver y hablar a doña Elena; y ella, que no menos cautiva dispusiera su alma a tener quien la animara, con el mismo deseo, vacilando, intentaba mil medios que yo, por principio de mi mayor venganza, dificultaba y corregía. Mas no pudiendo, sin declarada contradicción, negar en todo la inteligencia de mi ayuda, no obstante que en ella se fundó la ejecución de mi cruel deseo, propuse el tratarlo de manera que, a horas excusadas y sin sospecha. los dos amantes se hablasen muchas veces por una alta ventana, de cuyas pláticas (después de amargas lágrimas y satisfacciones sin remedio), a no prevenirla mi ingratitud y alevosía, resultara sin duda una extraordinaria resolución. Mas yo, que solamente deseaba con obstinado corazón rabiosa venganza, atajé sus intentos divertiéndolos hasta mi conveniencia con disimulación cautelosa, que es singular destreza (permítaseme culpe mi propia maldad) tener siempre consigo la traición palabras dulces, obras enormes, seguridad matando, y promesas y disimulaciones para engañar mejor. Capítulo XI Descubre Fulgencio a don Rodrigo los amores de su dueño; trazan su venganza los dos, y concluye su cuento Confieso, amigo, que fui, sobre todos los hombres, a mi buen dueño ingrato y que ni sus injurias, sus palabras y heridas pudieron lastimarme en la honra. Porque el señor no afrenta a su criado, y, por el consiguiente, ni en mí cupo su ofensa ni en él mi venganza y satisfacción; y así, cualquier castigo, cualquiera pena, juzgo por muy igual al merecimiento de mi delito. Este llegó, en efecto, a sazonarse y prevenirse en mi pecho de tal manera que, advertidas las sospechas y disgustos de don Rodrigo, su pesar y cuidado, hice de su furor, de su ira (al parecer justa), instrumento y cuchillo para vengarme. Y en ocasión oportuna, vendiéndome por muy su confidente y leal criado, puse en sus oídos los pasos de mi antiguo señor (y aun antes y después del casamiento, sin tocar en cosa de mi daño), su pretensión y voluntad. No obstante que de ella, por parecerme honesta y justa a los principios y por juzgar después que con el nuevo estado cesaría, no había prevenido como al presente su prosecución y según me obligaba mi lealtad. Con lo cual, diciéndole así mesmo el modo de sus vistas, la ventana y la hora, y ofreciendo ayudar con la vida últimamente, prometí perderla en la satisfacción de su honra, dejando, a razones tan triste, absorto y suspendido su corazón. Mas satisfecho de mi verdad y no poco ayudado de su sospecha se alentó a la venganza, ordenándola sin mayor dilación por el camino más breve y conveniente a su honor y castigo de semejante afrenta. La cual aún vio primero, a instancia mía, con sus propios ojos; porque como los seguros amantes fiaban de los míos su secreto, fácilmente, redundando de mí, podían cogerles en el hurto, Mas de otra suerte no; porque para emprenderle, las ausencias que don Rodrigo hacía de noche a la conversación o el juego eran su sazón principal, y yo, en la calle, la centinela y cierto aviso de su vuelta. Habiendo, pues, conseguido patente el desengaño de sus celos, creció con él el sangriento ánimo, si bien cuanto a su esposa, aunque a su primera duda acreditaba semejante muestra, todavía, el parecerle que conjeturas solas no bastaban a disponer de ella le tenía indeterminable. En fin, la siguiente noche, acompañándole su hermano, yo y otros tres criados, puestos en diferentes sitios, esperamos el lance, de quien era mi vigilancia y orden el fundamento principal. Llegó, pues, el descuidado galán a su acostumbrado desvelo, y debajo de mi seguro y confianza, apenas con doña Elena comenzó su plática, cuando su esposo juntamente dio los primeros pasos de su venganza. Los cuales fueron cerrarla por de fuera el aposento adonde enajenada con su amante (digo desde sus ventanas) estaba en dulces coloquios, y luego, descendiendo a la calle, en viéndolo rodeado de todos, se halló embestido y aun herido de mi espada mi pobre dueño. A los principios no dejó de mostrar valiente resistencia, pues a nuestro pesar, en compasado término, fue retirándose un grandísimo espacio, hasta que finalmente acosado de tantas armas, ciego de la oscuridad y tenebrura de la noche, resbalando en la nieve que los nublados con inclemencia despedían, cayendo, perdió el sentido y juntamente las esperanzas de su defensa. Con que siendo blanco a nuestra cólera y espadas, quedó rendido y pidiendo, por últimas ansias, confesión. Mas curándonos poco de su demanda, juzgándole por muerto, nos quisimos volver, si al mismo tiempo no interrumpiera este propósito el sentir los pasos de una mula, y poco después que en ella se acercaba casi al puesto en que estábamos un religioso, cosa que inopinadamente causó en don Rodrigo notable alboroto, y no tanto por el riesgo en que estaba, cuanto porque la no pensada vista de aquel fraile indució de repente otra nueva salida, para del todo acabar con sospechas. Mas ella fue de suerte, que entiendo el mismo infierno no se atreviera a imaginarla. Al fin, aunque nosotros la ignoramos entonces, confiriendo de la nobleza de su pecho que quería hacer a su enemigo aquel beneficio, por orden y mandato suyo apeamos al fraile, y advirtiéndole el caso, no sin alguna alteración, asistió a él, confesándole; no obstante que, cuando concluido aquel acto quiso, pidiendo beneplácito, despedirse y llamar en la portería de su convento, cuyo umbral ocupaba el desangrado cuerpo. entonces, sacándonos de duda, descubrió don Rodrigo su dañado propósito; pues nos le hizo sacar a más seguro puesto; y aunque, sintiéndose en el camino herido mortalmente, no se halló en la ejecución, encomendándola a su hermano y a mis compañeros; arrimado a mis hombros dio la vuelta a su casa, y a mí en el camino de ella bastante parte y cuenta de su espantoso atrevimiento. Pues no era menos que, para penetrar si de la confesión de mi dueño resultaba el seguro de la ofensa que presumía en su esposa, hacer que el fraile, o de grado o de fuerza, la revelase. Mas no permitió el cielo que tan grave pecado se siguiese a su primer delito, ni que uno y otro se quedase sin el castigo que todos merecíamos; porque apenas llegamos a las puertas de nuestra casa, cuando en ellas se apoderó de don Rodrigo la justicia, y a mí me trujo a estos aposentos, adonde habiendo estado tres días que, a lo que yo sospecho fue suspensión por mayores indicios hoy, que es el tercero, me sacaron a un temeroso tribunal; en quien viéndome, de una parte, rodeado del verdugo cruel de mi conciencia y, de otra, declarándome la confesión de doña Elena, la de don Rodrigo su esposo y la del mal vendido dueño mío, en que los unos me culpaban de traidor y los otros de cómplice; y juntamente sabiendo la mejoría del uno, el depósito de la dama y peligro mortal de don Rodrigo, la muerte de su hermano y las heridas de otro criado, que así mismo con él hallaron en el campo (porque así la divina justicia por mano de aquel fraile los había castigado), y últimamente, juzgándome por causa de tan grandes desdichas, acobardado y confuso, sin esperar a que negando se pusiese en contingencia mi vida, no sólo confesé cuanto me imputaban, mas, agravando mi culpa, la tomé tan de atrás como en la prolijidad de aqueste cuento habéis oído de mi boca. Estas fueron las últimas palabras del mísero Fulgencio y, aun, el principio de su mayor confusión de Federico; pues aún no acertaba a darle las debidas gracias, ni menos el consejo que tan por la posta convenía en sus declarados delitos. Capítulo XII Dáse fin a la historia, y goza Federico el premio merecido de su buen celo y religión Satisfecho Federico, por lo que había escuchado, de que su tragedia y aquélla eran una misma, pues el don Félix que la justicia halló fue el que en hábito de fraile él había ayudado a morir y a quien mató con el pistolete su hermano de don Rodrigo, y su criado el que también dejó herido en el campo; y cierto de que su culpa, según tales indicios, estaba bien averiguada, perdió totalmente la confianza y con ella el breve consuelo que la ignorancia de tal suceso le había causado: mas, puesta en los cielos su esperanza y remedio, con ánimo constante aguardó el temeroso fin, divirtiendo la noche y hablando sobre el caso con el nuevo amigo, hasta que, a las primeras horas del siguiente día, oyendo abrir su puerta, le convino callar y seguir a uno de los ministros que allí le habían encerrado. Bien presumió que iba a la presencia de los jueces, y así, encomendándose al que lo es de todos, llegó a su tribunal. En quien, haciéndole ante todas cosas cargo de su antiguo delito, se prosiguió a los indicios presentes leyendo la confesión que más le culpaba, que era la del segundo herido, con quien asimismo fue entonces careado, y aun convencido en lo que traía resuelto confesar de plano; y así, sin más apremio, incitado de cielo y sin querer valerse de otros recursos y manifestaciones que pudiera, declaró largamente cuanto en aquesta historia queda escrito, concluyendo con la exageración que merecía el honrado y piadoso celo que le movió a ponerse por la defensa de su fe, del inviolable sacramento, de su patria y nación, en tan grande peligro. De que no solamente los considerados, y advertidos jueces no se indignaron, mas antes, con impulso particular y convencidos de otra fuerza mayor, poco a poco fue su rigor trocado en misericordia, y en muestra de su efecto mandaron le curasen e hiciesen honrado tratamiento; con que alentado y lleno de alegría, remitido a más fácil prisión, quedó esperando mejorado suceso. Mientras esto pasaba en la cárcel, lastimado de tan vergonzosas injurias, y vencido del terrible dolor de las heridas, murió el lastimado don Rodrigo; castigando los cielos, en éste y los demás afrentosos golpes, no sólo su temerario y detestable intento, mas el loco rigor, la imprudencia y aprietos de su suegra. Con lo cual, desengañados los jueces, en acuerdos y consultas consideradas, mandaron hacer justicia de los dos criados digo del que hallaron herido y del triste Fulgencio; dieron por libres a don Félix y a su dama: y en cuanto a aquella culpa, absolvieron a Federico y, premiando su buen celo por lo demás, fue suelto con fáciles fianzas. Determinación que entendida del pueblo, no sólo fue aplaudida de sus voces, mas aprobada con general decreto de los hombres prudentes, calificando aqueste regocijo con mayores extremos la convalecencia y salud adquirida del gallardo don Félix; y, finalmente, la revalidación de sus bodas con doña Elena, premio tan bien debido a su perseverancia, cuanto indigno de habérsele, por tan infelices y extraños caminos, dilatado la imprudencia y rigor de una mujer; a la cual no así término largo se le dilató su castigo, mas antes prevenido y apresurado por sus propias manos; apenas vio a don Félix en la posesión, que tanto por su parte se había contradicho, cuando, juzgándolo por su mayor desdicha, desamparó su casa, dejó su única hija y, acompañada de dos criados, tomó el camino de la ciudad de Játiva, donde era natural, y en cuyo viaje, rabiando con deseos de venganza y pidiéndola al cielo de su sangre, se le cumplió bastantemente; pues haciendo la última noche de su vida, jornada en un lugar pequeño de moriscos, hasta hoy no se ha sabido más de ella, ni su compañía; y así se cree que, por quitarla muchas y ricas joyas que llevaba, o por el odio que aquellos pérfidos tenían a nuestra religión, o por uno y por otro, hicieron de ella y de sus criados lo que de otros innumerables cristianos que en tan vil hospedaje murieron a sus manos, si bien ni tampoco ellos han quedádose sin el merecido galardón, merced al cielo y al benigno y santo rey don Felipe III, que acabó de arrancar de entre nosotros tan maldita y perniciosa semilla.