Otra segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes Sacada de las crónicas antiguas de Toledo, por H. de Luna, intérprete de la lengua española. A los lectores      La ocasión, amigo lector, de haber hecho imprimir la segunda parte de Lazarillo de Tormes, ha sido por haberme venido a las manos un librillo que toca algo de su vida, sin rastro de verdad. La mayor parte de él se emplea en contar, como Lázaro cayó en la mar, donde se convirtió en un pescado, llamado atún, y vivió en ella muchos años, casándose con una atuna de quien tuvo por hijos tres peces como el padre y la madre. Cuenta también las guerras que los atunes hacían, siendo Lázaro el capitán, y otros disparates tan ridículos como mentirosos, y tan mal fundados como necios. Sin duda que el que lo compuso, quiso contar un sueño necio, o una necedad soñada. Este libro, digo, ha sido el primer motivo que me ha movido a sacar a luz esta segunda parte al pie de la letra, sin quitar ni añadir, como la vi escrita en unos cartapacios, en el archivo de la jacarandina de Toledo, que se conformaba con lo que había oído contar cien veces a mi abuela y tías al fuego las noches de invierno, y con lo que me destetó mi ama: por más señas, que disputaban muchas veces ellas, y otras vecinas, cómo había podido ser que Lázaro hubiese estado tanto tiempo dentro del agua como se cuenta en esta segunda parte sin ahogarse. Las unas decían en pro, las otras en contra: aquéllas acotaban el mesmo Lázaro, que dice no le podía entrar el agua, por estar lleno y colmado de vino hasta la boca. Un buen viejo esperimentado en nadar, para probar ser cosa hacedera, interpuso su autoridad, diciendo había visto un hombre, que entrando a nadar en el Tajo, se zambulló y metió en unas cavernas, desde que el sol se puso hasta que salió, que con su resplandor pudo atinar el camino, y cuando todos sus parientes y amigos estaban hartos de llorarle y buscar su cuerpo para darle sepultura, saltó sano y salvo. La otra dificultad que en su vida hallaban era, el no haber ninguno conocido ser Lázaro hombre, y que todos los que le veían lo juzgasen por pez: a esto respondía un buen canónigo (que por ser muy viejo estaba todo el día al sol con las hilanderas de rueca) haber sido más posible: ateniéndose a la opinión de muchos autores antiguos a modernos, entre los cuales son: Plinio, Eliano, Aristóteles, Alberto Magno, los cuales certifican haber en la mar unos pescados, que a los machos llaman tritones, y a los hembras nereydas, y a todos hombres marinos, los cuales de la cintura arriba tienen figura de hombres perfectos, y de allí abajo de peces; y ya dio que aunque esta opinión no fuera defendida de autores tan calificados, bastaba para escusa de la ignorancia española, la licencia que los pescadores tenían de los señores inquisidores; pues fuera un caso de Inquisición, si dudaran de una cosa que sus señorías habían consentido se mostrase por tal. A este propósito (aunque sea fuera del que trato ahora) contaré una cosa que sucedió a un labrador de mi tierra, y fue, que enviándole a llamar un inquisidor para pedirlo le enviase de unas peras que le habían dicho tenía estremadas, no sabiendo el pobre villano lo que su señoría le quería, le dio tal pena que cayó enfermo, hasta que por medio de un amigo suyo supo lo que le quería levantose de la cama, fuese a su jardín, arrancó el árbol de raíz, y lo envió con la fruta, diciendo no quería tener en su casa ocasión de que le enviasen a llamar otra vez; tanto si lo que los tomen, no sólo los labradores y gente baja, mas los señores y grandes, todos tiemblan cuando oyen estos nombres Inquisidor e Inquisición más que las hojas del árbol con el blando céfiro. Esto es lo que lo que he querido advertir al lector para que pueda responder, cuando en su presencia se verificasen tales cuestiones; y asimismo le advierto me tenga por coronista, y no por autor de esta obra, con que podrá pasar una hora de tiempo: si le agradare aguarde la tercera parte con la muerte y testamento de Lazarillo, que es lo mejor de todo, y si no reciba la buena voluntad. Vale. Capítulo primero Donde Lázaro cuenta la partida de Toledo para ir a la guerra de Arjel.      Quien bien tiene y mal escoje, por mal que le venga no se enoje. Dígolo a propósito, que no pude ni supe conservarme en la buena vida que la fortuna me había ofrecido, siendo en mí la mudanza como accidente inseparable que me acompañaba tanto en la buena abundante, como en la mala y desastrada vida. Estando pues gozando el mejor tiempo que patriarca gozó, comiendo como fraile convidado, y bebiendo más que un saludador; mejor vestido que un Teatino, y con dos docenas de reales en la bolsa más ciertos que revendedora de Madrid; mi casa llena como colmenar, con una hija injerta a canutillo, y con un oficio que me lo podía envidiar el echa-perros de la iglesia de Toledo, llegó la fama de la armada de Argel, nueva que me inquietó e hizo que como buen hijo determinase seguir las pisadas y huellas de mi buen padre Tomé Gonzales (que buen siglo halla), con deseo de dejar en los venideros siglos ejemplo y dechado, no de guiar a un astuto ciego, ratonar el pan del avariento clérigo, servir al pelón escudero, y finalmente gritar las faltas agenas; mas el ejemplo y dechado fue de dar vista a los moros ciegos en sus errores, de abrir y romper los atrevidos y corsarios bajeles, de servir a mi valeroso capitán de la Orden de San Juan, con quien asenté por repostero, capitulando que todo lo que ganase sería para mí (como lo fue); finalmente, quise dejar ejemplo de gritar y animar, llamando a Santiago y cierra España. Despedime de mi amada consorte y cara hija; ésta me rogó no me olvidase de traerla un morisco, y la otra que me acordase de enviarle con el primer mensajero una esclava que la sirviese y algunos cequíes berberiscos con que se consolase de mi ausencia. Pedí licencia al Arcipreste mi Señor, a quien encargué el cuidado y regalo de mi muger e hija, prometiéndome haría con ellas como si fuesen propias suyas. Partí de Toledo alegre, ufano y contento, como suelen los que van a la guerra, colmado de buenas esperanzas, acompañado de grande cantidad de amigos y vecinos que iban al mesmo viaje llevados del deseo de mejorar su fortuna. Llegamos a Murcia con intención de irnos a embarcar a Cartagena, donde me sucedió lo que no quisiera, por conocer que la fortuna que me había puesto en lo más alto de su rueda voltaria y subido a la cumbre de la bienaventuranza terrestre con su curso veloz, comenzaba a despeñarme a lo más ínfimo: fue, pues, el caso, que llegando a la posada vi un semi-hombre, que más parecía cabrón según las vedijas e hilachas de sus vestidos: tenía un sombrero encasquetado, de manera que no se le podía ver la cara; la mano puesta en la mejilla, y la pierna sobre la espada que en una mala vaina de cimoges traía: el sombrero a lo picaresco, sin coronilla, para evaporar el humo de la cabeza; la ropilla era a la francesa, tan acuchillada de rota, que no había en donde poder atar una blanca de cominos; la camisa era de carne, la cual se veía por la celosía de sus vestidos; la calzas al equivalente; las medias, una colorada y la otra verde, que no le pasaban de los tobillos; los zapatos eran a lo descalzo, tan traídos como llevados: en una pluma que cosida en el sombrero llevaba, sospeché ser soldado: con esta imaginación le pregunté de dónde era, y adonde bueno caminaba: alzó los ojos para ver quién era el que se lo preguntaba, conociéndome, y yo a él: era el escudero que en Toledo serví, quedé admirado de verle en tal trae. Conocida mi admiración, dijo: no me espantaría, Lázaro amigo, te maravillase verme como me ves, pero presto no lo estarás si te cuento lo que por mí ha pasado desde el día que yo te dejé en Toledo hasta hoy. Tornando a casa con el trueque del doblón para pagar a mis acreedores, encontré con una arrebozada que, tirándome del herreruelo, con lágrimas y suspiros mezclados con sollozos, me pidió con encarecimiento la favoreciese en una necesidad que se le ofrecía: roguele me diese cuenta de su pena, que más tardaría en dármela que yo en dalle remedio: ella sin dejar el llanto, con una vergüenza virginal dijo, quo la merced que le había de hacer, y ella me suplicaba le hiciese, era la acompañase hasta Madrid en donde le habían dicho estaba un caballero, que no se había contentado con deshonrarla, sino que además lo había llevado todas sus joyas, sin tener respeto a la palabra de esposo que le había dado, y que si yo quería hacer por ella esto, ella haría por mí lo que una muger obligada debía. Consolela lo mejor que pude dándole esperanzas, que si su enemigo estaba en el mundo se tuviese por desagraviada. En conclusión, sin tornar el pie atrás partimos a la corte, hasta donde la hice la costa. La señora que sabía bien adonde iba, me llevó a una bandera de soldados, donde la recibieron con alegría y la llevaron delante del capitán, para que la pusiese en la lista de las cicatriceras, y tornándose a mí con una cara de poca vergüenza dijo: a dios seor peligordo, pues ésta no es para más. Viéndome burlado, comencé a echar espumajos por la boca, diciéndole, que si como era muger fuera hombre, la sacaría el alma de cuajo. Un soldadillo de los que allí estaban se llegó a mí y me hizo una mamona, no osando darme un bofetón, que si me lo hubiera dado, allí podían abrir la sepultura: como vi aquel negocio mal encaminado, sin decir chus ni mus, me fui más que de paso, por ver si me seguiría algún soldado de talle para matarme con él: porque si me pusiera con aquel soldadejo, y le matara (como sin duda hiciera), ¿qué honra o qué fama ganaría? mas si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado más cuchilladas que arenas hay en el mar. Como vi que ninguno osaba seguirme, fuime muy contento.      Busqué una comodidad y por no haberla hallado tal cual merecía, estoy como ves: verdad es que he podido ser repostero, o escudero de cinco o seis remendonas, oficios que aunque muriese de hambre no los tomaría. Concluyó el bueno de mi amo con decir que por no haber hallado unos mercaderes de su tierra, que lo prestasen dineros, estaba sin ellos y no sabía adonde ir aquella noche. Yo que le entendí la leva, le convidé con la mitad de mi cama y cena, admitió el convite: cuando nos quisimos acostar le dije, quitase los vestidos de encima del lecho que era pequeño para tanta gente. A la mañana quise levantarme sin hacer ruido, eché mano a mis vestidos, y fue en vago, porque el traidor me los había hurtado o ídose con ellos: pensé quedarme muerto en la cama de pura pena, y me hubiera sido mejor por evitar tantas muertes como después recibí: di voces apellidando, al ladrón; al ladrón; subieron los de casa y halláronme como el nadador, buscando con que cubrirme por los rincones del aposento: se reían todos, como locos, y yo renegaba como carretero: daba al diablo al ladrón fanfarrón que me había tenido la mitad de la noche contando grandezas de la persona y linage. El remedo que por entonces tomé (porque ninguno me lo daba) fue ver si los vestidos de aquel mata siete me podían servir, hasta que Dios me deparase otros; pero era un laberinto, ni tenían principio, ni fin: entre las calzas y sayo no había diferencia: puse las piernas en las mangas, y las calzas por ropilla, sin olvidar las medias que parecían mangas de escribano: las sandalias me podían servir de cormas, porque no tenían suelas: encasqueteme el sombrero poniéndolo de arriba abajo, por estar menos mugriento: de la gente de a pie y de a caballo que iban sobre mí, no hablo. Con esta figurilla fui a ver a mi amo. que me había enviado a llamar, el cual espantado de ver aquella madagaña, le dio tal risa, que las cinchas traseras se aflojaron, e hizo flux: por su honra es muy justo se pase en silencio. Después de haber hecho mil paradillas, me preguntó la causa de mi disfraz; contéselo, y lo que de ello resultó fue, que en lugar de tener lástima de mí, me reprendió y echó de su casa, diciendo: que como aquella vez había acogido aquel hombre en mi cama, otro día haría lo mismo con alguno que le robase. Capítulo II Cómo Lázaro se embarcó en Cartagena.      De cosecha tenía el no durar mucho con mis amos: así lo hice con éste, aunque sin culpa mía; vime desesperado, solo y afligido, en traje que todos me daban de codo y se burlaban; unos me decían: no está malo el sombrerillo con puerta falsa, parece tocado de flamenca: otros, la ropilla es al uso, parece pocilga de puercos, pues demás que vuestra merced está dentro: le corren tan gordos, que los podría matar y enviar salados a la señora su mujer. Díjome un mochiller, seor Lázaro, por Dios que las medias le hacen buena pantorrilla: las sandalias son a lo apostólico, replicó un barrachel; es que el señor va a predicar a los moros. Tanto me decían y corrían, que estuve determinado a tornarme a mi casa; no lo hice por pensar que la guerra sería muy pobre si en ella no se ganaba más de lo perdido: lo que más sentía era, que huían de mí como de un apestado. Embarcámonos en Cartagena: la nave, era grande y bien abastecida: izaron las velas, y diéronlas al viento, que la llevaba e impelía con grande velocidad. La tierra se nos escondió y el mar se embraveció con un viento contrario, que levantaba las velas hasta las velas hasta las nubes: la borrasca crecía, y la esperanza faltaba: los marineros y pilotos nos desauciaron: los gemidos y llantos eran tan grandes, que me pareció estábamos en sermón de pasión: con la grande bataola no se entendía nada de lo que se mandaba: unos corrían a una parte: otros a otra: parecíamos caldereros: todos se confesaban con quien podían, y tal hubo que se confesó con una piltrafa, ella le dio la absolución también como si hubiera cien años que ejercitara el oficio. A río revuelto ganancia de pescadores; como vi que todos estaban ocupados, dije entre mí: muera Marta y muera harta. Bajé a lo hondo da la nave, donde hallé abundancia de pan, vino, empanadas, conservas que nadie les decía, ¿que hacéis hay? comencé a comer de todo y a henchir mi estómago por hacer provisión hasta el día del juicio. Llegose a mí un soldado pidiéndome le confesase, y espantado de verme con tan buen aliento y apetito, preguntome cómo podía comer viendo la muerte al ojo: díjele lo hacía por miedo de que el agua de la mar que había de beber cuando me ahogase, no me hiciese mal: mi simplicidad le hizo sacar la risa de los carcañales. A muchos confesé que no decían palabra con la agonía, ni yo la escuchaba con la prisa de tragar. Los capitanes y gente de consideración, con dos clérigos que había, se salvaron en el esquife: yo estaba mal vestido, y así no cupe dentro. Cuando estuve harto de comer, fuime a una pipa de buen vino, y trasmudé en mi estómago todo lo que cupo: olvideme de la tormenta y aun de mí mismo. La nave dio al través, y el agua entraba por ella como por su casa: un cabo de escuadra me asió de las manos, y con la agonía de la muerte me dijo lo escuchase un pecado que me quería confesar, y era que no había cumplido una penitencia que le habían dado de ir en romería a nuestra Señora de Loreto, habiendo tenido mucha comodidad para ello, y que entonces que quería no podía: y yo le dije, que con la autoridad que tenía se la conmutaba, y que en lugar de ir a nuestra Señora de Loreto, fuese a Santiago: ¡ay señor! dijo él, cuánto quisiera yo cumplir esa penitencia, mas el agua empieza a entrarme por la boca, y no puedo: si así es lo repetí, os doy por penitencia, que bebáis toda la de la mar: mas no la cumplió, que muchos hubo allí que bebieron tanto como él. Llegando a mi boca lo dije, a otra puerta, que esta no se abre, y aunque la abriera, no pudiera entrar, porque mi cuerpo estaba tan lleno de vino, que parecía cuero atisbado. Al estallido de la nave acudió gran cantidad de pescados: parecía les habían dado socorro con los del navío: comían de las carnes de los miserables ahogados (y no en poca agua), como si pacieran en prado concejil. Quisieron hacer ejecución en mi persona: puse mano a mi tizona, y sin detenerme en pláticas con tan ruin gente, daba en ellos como asno en centeno verde. Silvando me decían, no queremos hacerte mal, salvo saber si tienes buen gusto. Tanto hice, que en menos de medio cuarto de hora, maté más de quinientos atunes, que eran los que querían hacer gaudeamos con estas carnes pecadoras. Los pescados vivos se cebaron en los muertos, y dejaron la compañía de Lázaro que no les era provechosa. Vime señor en la mar sin contradición ninguna. Discurrí de unas a otras partes, donde vi cosas increíbles: infinidad de osamenta y cuerpos de hombres: hallé cantidad de cofres llenos de joyas y dineros: muchedumbre de armas, sedas, lienzos y especería. Todo me daba envidia, y todo lástima por no tenerlo en mi casa: con que, como decía el vizcaíno, comiera el pan empringado con sardinas. Hice todo lo que pude, y no hice nada. Abrí una gran arca, e henchila de doblones y joyas preciosísimas: tomé algunas sogas de muchas que allí había, con que la até, y anudando unas a otras, hice una tan larga, que me pareció bastante para llegar a la superficie del agua. Si puedo sacar estas riquezas de aquí (decía entre mí), no habrá bodegonero en el mundo más regalado que yo: haré casas: fundaré rentas, y compraré un jardín en los cigarrales: mi muger se pondrá don, y yo señoría: casaré a mi hija con el más rico pastelero de mi tierra: todos vendrán a darme el parabién, y yo les diré que lo he bien trabajado, sacándolo, no de las entrañas de la tierra, pero del corazón de la mar: no mojado de sudor, mas remojado como curadillo seco. En mi vida he estado tan contento como entonces, sin considerar, que si abría la boca, quedaría allí con mi tesoro sepultado hasta ciento y un año. Capítulo III Cómo Lázaro salió de la mar.      Viéndome tan cerca de morir, temía: y tan cercano de ser rico, me alegraba: la muerte me espantaba, y el tesoro me deleitaba, para huir de aquélla y gozar de éste. Desnudeme los andrajos que mi amo primero me había dejado por el servicio que le había hecho: ateme la soga al pie, y comenzé a nadar (que aunque sabía poco, la necesidad me ponía alas en los pies y reinos en las manos). Los pescados que alrededor estaban acudieron a picarme, haciéndome caminar con sus rempujones, que me servían como de estribo: ellos picando y yo coceando, llegamos hasta la superficie del agua, donde me sucedió una cosa, que fue causa de toda mi desdicha. Los pescados y yo encontramos con unas redes que unos pescadores habían tendido, los que sintiendo la pesca enredada tiraron con tanta furia, y el agua me comenzó a entrar, no con menor, que sin poder resistir me comencé a ahogar, y lo hubiera hecho si los marineros con su prisa acostumbrada, no sacaran la presa a los barcos. Doy al diablo el mal sabor: en todos los días de mi vida he bebido cosa peor: súpome a los meados del señor Arcipreste, que un día mi muger me hizo beber diciendo ser vino de Ocaña. Puesto en el barco los peces y yo a revuelta de ellos, comenzaron a tirar de la cuerda, por la cual (como dicen) sacaron el ovillo. Halláronme atado a ella, y admirados decían: ¿qué pescado es éste que tiene las facciones de hombre? ¿si es diablo o fantasma? tiremos de esta soga, veremos que trae asido al pie: tiraron con tanta fuerza que el barco se iba a lo hondo: conociendo el peligro la cortaron, y con ella las esperanzas a Lázaro de hacerse de los Godos. Pusiéronme boca a bajo para que echara el agua que había bebido: vieron que no estaba muerto (que no hubiera sido para mí lo peor): diéronme un poco de vino, con que como lámpara con aceite torné en mí. Hiciéronme mil preguntas, a ninguna respondí, hasta que me dieron de comer, y cobrando aliento, lo primero que les pregunté fue por la corma que traía atada al pie: dijéronme como la habían cortado por librarse del peligro en que se habían visto. Allí se perdió Troya, y Lázaro sus bien colocados deseos: allí comenzaron sus dolores, angustias y tormentos. No hay mayor dolor en el mundo que haberse visto rico, y en los cuernos de la luna, y verse pobre y sujeto a necios. Todas mis quimeras se fundaban en el agua, y ella me las anegó todas. Conté a los pescadores lo que ellos y yo habíamos perdido en haberme cortado las pihuelas. Fue tan grande el enojo que recibieron, que uno de ellos se quiso desesperar. El más cuerdo de todos dijo: sería bueno me tornasen a la mar, y que me aguardasen allí hasta que saliese: siguieron todos el voto de éste, y no obstante los inconvenientes que yo les representé, estaban en sus trece: diciendo, que pues sabía el camino, me era fácil (como si fuera ir a la pastelería o al bodegón): cegoles tanto la codicia, que me querían ya echar, si mi dicha o desdicha no ordenase llegase dolido estábamos un barco que venía a ayudarles a llevar la pesca: callaron porque los otros no supiesen el tesoro que habían descubierto: fueles forzoso por entonces dejar su mala intención; llegaron los barcos a la lengua del agua, echáronme entre los pescados para disimular, con intención de tornarme a buscar cuando pudiesen. Tomáronme entre dos y llevaron a una cabañuela que cerca tenían. Uno que no sabía el misterio, les preguntó qué era aquello, respondiéronle ser un monstruo que habían cogido con los atunes. Puesto en aquella pobre zahurda, les rogué me diesen algunos andrajos con que cubrir mi desnudez y con que poder salir delante de los hombres: eso será, dijeron ellos, después de haber hecho cuenta con la huéspeda: no entendí entonces esta gerigonza. Estendiose la fama del monstruo por la comarca: venía mucha gente a la choza para verme: los pescadores no me querían mostrar diciendo aguardaban licencia del señor Obispo a Inqusidores para mostrarme, y que hasta entonces era escusado. Yo estaba atónito, sin saber qué decir ni hacer, no adivinando su intención, sucediome lo que al cornudo, que es el postrero que lo sabe. Inventaron, pues, estos diablos una invención, que el mismo Satanás no hubiera urdido otra semejante, que pide un nuevo capítulo y una nueva atención. Capítulo IV Cómo llevaron a Lázaro por España.      La ocasión hace al ladrón: los pescadores echando de ver se les ofrecía tan buena, asiéronla de la melena, y aun de todo el cuerpo. Viendo que acudía tanta gente al nuevo pescado, determinaron desquitarse de la pérdida que habían hecho cortándome la soga del pie, y así enviaron a pedir licencia a los señores Inquisidores para mostrar por toda España un pez, que tenía cara de hombre: alcanzáronla con facilidad, por medio de un presente que del mejor pescado que habían cogido hicieron a sus señorías. Cuando el buen Lázaro estaba dando gracias a Dios por haberle sacado del vientre de la ballena (que fue un milagro tanto mayor, cuanto mi industria y saber era menor, nadando como una barra de plomo), tomáronme entre cuatro de aquellas, que parecían más verdugos de los que crucificaron a Jesucristo, que hombres: atáronme las manos y pusiéronme una barba y casquete de musgo, sin olvidar los mostachos, que parecía salvage de jardín. Envolviéronme los pies en espadañas: vime como trucha montañesa. Lloraba mi desdicha: gemía quejándome de mi hado o fortuna: decía, ¿qué es esto que tanto me persigues? en mi vida te vi, ni te conozco; pero si por los efectos se rastrea la causa, por lo que de ti he esperimentado; creo no hay sirena, basilisco, vívora, ni leona parida más cruel que tú: subes a los hombres con halagos y caricias a la cumbre de tus deleites y riquezas, dejándolos de allí despeñar en el abismo de todas las miserias y calamidades, tanto mayores cuanto tus favores lo habían sido. Oyó mi soliloquio uno de aquellos borreros, y con voz carretil me dijo: si el señor atún habla más palabra, le pondrán en sal con sus compañeros, o lo quemaremos como a monstruo, los señores Inquisidores han mandado, prosiguió, lo llevemos por las villas y lugares de España, a enseñarlo a todos como portento y monstruo de natura. Yo les juraba que no era atún, monstruo ni otra cosicosa, mas que hombre, tanto como cualquiera hijo de vecino, y si había salido de la mar, era por haber caído en ella con los que se ahogaron en la armada de Argel. Eran sordos, y tanto peores, cuanto menos querían entender. Viendo que mis ruegos eran tan perdidos como la legía con que laban la cabeza al asno, tuve paciencia aguardando a que el tiempo que todo lo cura, curase mi mal, que procedía de aquellos malditos metamorfosios. Pusiéronme en una media cuba, hecha al modo de un vergantín, que llena de agua, y yo sentado en ella, me llegaba hasta los labios: no me podía levantar en pie por tenerlos atados con una soga, de la cual salía un cabo, por entre los cellos de aquel pelambre, de suerte que si por malos de mis pecados pipeaba, me hacían dar un camarujo, como rana, y beber más agua que hidrópico: cerraba la boca hasta que sentía que el que tiraba aflojaba; entonces sacaba la cabeza fuera como tortuga y escarmentaba en la mía propia. Puesto de esta suerte me mostraban a todos, y eran tantos los que acudían a verme (pagando cada uno un cuartillo) que en un día ganaban doscientos reales. Crecía la codicia a medida de la ganancia, la cual les hizo dudar de mi salud; para conservarla entraron en bureo, si sería bueno sacarme las noches del agua, por temor que la mucha humedad y frialdad no me acortase la vida, que ellos querían más que a la propia (por el provecho que de ella se les seguía). Determinaron estuviese siempre en ella, creyendo que la costumbre se tornaría en naturaleza, de manera que el pobre Lázaro estaba como arroz o como cáñamo en balsa. A la piadosa consideración del benigno lector dejo lo que en tal caso podía sentir, viéndome preso con tan estraño género de prisión. Cautivo en tierra de libertad y aherrojado por la malicia de aquellos codiciosos titiriteros, y lo peor y que más sentía era, serme necesario contra hacer el mudo sin serlo, ni aun podía abrir la boca, porque al punto que la abría, estaba tan alerta mi centinela, que sin que nadie lo pudiera ver, me la henchía de agua temiendo no hablase. Mi comida era pan remojado, que los que venían allí echaban para verme comer: de manera que en seis meses que en aquel baño estuve, maldita otra cosa que comí: perecía de hambre, mi bebida era agua de la cuba, que por no ser muy limpia, era más sustanciosa, particularmente que con la frialdad me dieron unas camarillas, que me duraron lo que me duró aquel purgatorio aguado. Capítulo V Cómo llevaron a Lázaro a la corte.      Lleváronme aquellos sayones de ciudad en villa, y de villa en aldea, y de aldea en cortijo, mas alegres con la ganancia que pascua de flores. Burlábanse del pobre Lázaro y cantaban diciendo: viva, viva el pescado que nos da de comer sin trabajo.      El atahud iba encima de un carro; acompañábanme tres: el carretero, el que tiraba de la cuerda cuando yo quería hablar, y el relator de mi vida este hacia las arengas contando el estraño modo que habían tenido en pescarme, y mintiendo más que sastre en víspera de pascua. Cuando caminábamos por despoblados, me permitían hablar, que fue la mayor cortesía que dellos recibí: preguntábales quién diablos les había puesto en la cabeza me llevasen de aquella manera puesto en piscina. Respondíanme que sino lo hacía así moriría al punto, pues siendo como era pescado, no podía vivir fuera del agua. Viéndolos tan porfiados determiné de serlo, y así me lo persuadía, pues que todos me tenían por tal, creyendo que el agua de la mar me habría mudado, siendo la voz del pueblo, como dicen, la de Dios: y así de allí adelante no hablaba más que en misa. Entráronme en la Corte, donde la ganancia era grande por ser la gente de ella amiga de novedades, a quien siempre acompaña la ociosidad. Entre muchos que vinieron a verme fueron dos estudiantes que considerando por menudo la fisonomía de mi rostro, dijeron a medio tono jurarían en una ara consagrada, que yo no era pescado sino hombre, y que si ellos fueran ministros de justicia sacaran la verdad en limpio, limpiándonos a todos las espaldas con una penca. Rogaba a Dios en mi alma que lo hiciesen, con tal que me sacasen de allí; quise ayudarles, diciendo, los señores bachilleres tienen razón; mas apenas había abierto la boca, cuando mi centinela me la había metido en el agua: los gritos que dieron todos cuando me zambullí (o me zambulleron) impidió que los buenos licenciados pasasen adelante en su discurso. Echábanme pan, y yo lo despachaba antes que se remojase mucho: no me daban la mitad de lo que comiera. Acordábame de la abundancia de Toledo y de mis amigos los Alemanes, y de aquel buen vino que solía pregonar. Rogaba a Dios repitiese el milagro de la cena de Galilea, y que no permitiese que muriese a manos del agua mi mayor enemigo. Consideraba lo que aquellos estudiantes habían dicho, que por el ruido nadie lo entendió confirmeme en que era hombre, y por tal me tuve, de allí adelante, aunque mi muger me había dicho muchas veces era una bestia, y los muchachos de Toledo me solían decir, señor Lázaro encasquétese un poco el sombrero que se le ven los cuernos: todo esto y el llevarme en remojo me había hecho dudar si era hombre perfecto o no: mas desde que oí hablar a aquellos benditos zahorís del mundo, no dudé más en ello, y así procuraba librarme de las manos de aquellos caldeos. Una noche en el mayor silencio de ella, viendo que mis guardas dormían a pierna suelta, procuré soltarme, mas por estar las cuerdas mojadas me fue imposible: quise dar voces: pero consideré que no me serviría de nada, pues el primero que las oyese me taparía la boca con un azumbre de agua. Viendo cerrada la puerta a mi remedio, con gran impaciencia empecé a revolcarme en aquel cenagal, y tanto hice y forcejeé que la cuba se trastornó y yo con ella: derramose toda el agua: viéndome libre grité pidiendo favor: los pescadores despavoridos conociendo lo que yo había hecho acudieron al remedio que fue taparme la boca, hinchéndomela de yerba, y para confundir mis voces las daban ellos mayores apellidando justicia, justicia; y diciendo y haciendo, tornaron a henchir la cuba de un pozo que allí estaba, con una presteza increíble: el huésped salió con una alabarda, y todos los de la posada, cuales con asadores y cuales con palos: acudieron los vecinos y un alguacil con seis corchetes, que por allí acertó a pasar; el mesonero preguntó a los marineros qué era aquello: respondieron ser ladrones que les querían hurtar su pez: él como un perdido gritaba: a los ladrones, a los ladrones: unos miraban si saldrían por la puerta o si saltarían de un tejado a otro: ya mis custodios me habían tornado a la tina. Sucedió que el agua que de ella se había derramado cayó toda por un abugero a un aposento más bajo, sobre una cama donde dormía la hija de casa; la cual movida de caridad había acogido en ella a un clérigo que para su contemplación había venido a aposentarse allí aquella noche. Espantáronse tanto del diluvio del agua que sobre su cama caía, y de las voces que todos daban, que sin saber qué hacer, se echaron por una ventana desnudos como Adán y Eva, pero sin hojas de higuera en sus vergüenzas. Hacía una luna muy clara, que su claridad podía competir con la del que se la daba; al punto que los vieron, apellidaron: ladrones, tengan los ladrones: los corchetes y alguacil corrieron tras ellos, y a pocos pasos los alcanzaron, porque como iban descalzos, las piedras no les dejaban huir; y sin ser oídos ni vistos los llevaron a la cárcel. Los pescadores salieron muy de mañana de Madrid a Toledo sin saber lo que Dios había hecho de la simple doncellita y del devoto clérigo. Capítulo VI Cómo llevaron a Lázaro a Toledo.      La industria de los hombres es vana: su saber, ignorancia, y su poder flaqueza, cuando Dios no le fortalece, enseña y guía. Mi trabajo sirvió sola de acrecentar el cuidado y solicitud de mis guardas, los cuales enojados del asalto de la noche pasada, me dieron tantos palos por el camino, que me dejaron casi muerto, diciendo: maldito pescado, ¿queríais iros? ¿no conocéis el bien que os hacen no mataros? sois como la encina, que no dais el fruto sino a palos. Molido, reprendido y muerto de hambre, me entraron en Toledo: aposentáronse junto a Zocodover en casa de una viuda, cuyos vinos solía yo pregonar. Pusiéronme en una sala baja, adonde acudía mucha gente. Entre otros vino mi Elvira con mi hija de la mano: cuando la vi no pude detener dos hilos de lágrimas que rebentaron de mis ojos. Lloraba y suspiraba, pero entre cuero y carne, porque no me privasen de lo que tanto amaba, y de la vista de lo que quisiera tener mil ojos para ver; aunque fuera mejor que los que me privaban de la palabra lo hicieran de la potencia visiva, porque mirando atentamente a mi muger, la vi, ¡no sé si lo diga!... vila la tripa a la boca: quedé espantado y atónito; aunque si tuviera juicio no tenía de qué, pues el Arcipreste mi señor me había dicho cuando salí de aquella ciudad para la guerra, haría con ella como si fuera suya propia. De lo que más me pesaba era de no poder persuadirme estaba preñada de mí, pues había más de un año que estaba ausente. Cuando moraba con ella y vivíamos en uno, y me decía: Lázaro, no creas te haga traición, porque si lo crees haces muy mal; quedaba tan satisfecho, que huía de pensar mal de ella, como el diablo del agua bendita: pasaba la vida alegre, contento y sin celos, que es enfermedad de locos. Muchas veces he considerado entre mí, que esto de hijos consiste en la aprensión; por que ¡cuántos hay que aman a los que piensan serlo suyos sin tener más de ellos que el nombre! ¡y otros que por alguna quimera que se les pone en el capricho, los aborrecen por imaginar que sus mugeres les han puesto la madera tinteril en la cabeza! Comencé a contar los meses y días; hallé cerrado el camino de mi consolación: imaginé si mi buena consorte estaba hidrópica: durome poco esta pía meditación, porque al punto que de allí salió, comenzaron dos viejas a decirse una a otra: ¿qué os parece de la Arcipresta? no le hace falta su marido. ¿De quién está preñada? preguntó la otra. ¿De quién? prosiguió la primera: del señor Arcipreste, y es tan bueno que por no dar escándalo si pare en su casa sin tener marido, la casa el domingo con Pierres el gabacho, que será tan paciente como mi compadre Lázaro. Éste fue el toque y el non plus ultra de mi paciencia: comenzóseme a abrir el corazón sudando dentro del agua, y sin poder irme a la mano me caí desmayado en la pocilga: el agua se entraba a más andar por todas las puertas sin resistencia alguna, dando muestras de estar muerto, harto contra mi voluntad, la cual fue de vivir todo lo que Dios quisiera y yo pudiese, a pesar de gallegos y de la adversa fortuna. Los pescadores afligidos hicieron salir fuera a todos, y con grande diligencia me sacaron la cabeza fuera del agua: halláronme sin pulso, y sin aliento, y sin él se lamentaban, llorando la pérdida que para ellos no era pequeña. Sacáronme fuera de la tina: procuraron hacerme vomitar lo que había bebido; mas fue en vano, porque la muerte había cerrado la puerta tras si. Viéndose en blanco, y aun en alvis, como domingo de Cuasimodo, no sabían imaginar el remedio, ni aun dar un medio a su pena y fatiga: salió decretado por el concilio de tres, que la noche venida me llevasen al río y me echasen dentro con una piedra al cuello para que me sirviese de sepulcro la que lo había hecho de verdugo. Capítulo VII De lo que le sucedió a Lázaro en el camino del río Tajo.      Ninguno desespere por más afligido que se vea, pues cuando menos se catará abrirá Dios las puertas y ventanas de su misericordia, y mostrará no serle nada imposible, y que sabe, puede y quiere mudar los designios de los malos en saludables y medicinales remedios para los que en él confían. Pareciéndoles a aquéllos sayones de ramplón, que la muerte no se burlaba, siendo costumbre suya no hacerlo, me metieron en un costal, y atravesándome en un macho, como zaque de vino, o por mejor decir de agua, estando lleno de ella hasta la boca, se encaminaron por la cuesta del Carmen con más tristeza, que si llevaran a enterrar al padre que los había engendrado y a la madre que los parió. Quiso mi buena suerte que cuando me pusieron sobre el mulo, fue de pechos y tripas: como iba boca abajo, comencé echar agua por ella, como si hubieran levantado las compuertas de una represa, o esclusa. Torné en mi acuerdo y cobrando aliento conocí estar fuera del agua y de aquel desdichado pelambre. No sabía donde estaba, ni adonde me llevaban: sólo oí decir: importa para nuestra seguridad buscar un pozo muy hondo para que no lo encuentren tan presto. Por el hilo saqué el ovillo: imaginándome lo que era, y viendo que no podía ser mas negro el cuervo que las alas, oyendo ruido de gente cerca, di voces diciendo: aquí de Dios, justicia, justicia. Los del ruido eran la ronda, que acudieron a mis gritos con las espadas desnudas: reconocieron el costal y hallaron al pobre Lázaro hecho un abadejo remojado. En cuerpo y alma sin ser oídos ni vistos, nos llevaron a todos a la cárcel: los pescadores lloraban por verse presos, y yo reía por estar libre. Pusiéronlos a ellos en un calabozo y a mí en una cama. A la mañana siguiente nos tomaron nuestros dichos; ellos confesaron la traída y llevada por España, mas que lo habían hecho creyendo era pescado, habiendo para ello pedido licencia a los señores Inquisidores. Yo dije la verdad de todo, y como aquellos vellacos me tenían atraillado y puesto de manera que no podía pipear. Hicieron venir Arcipreste y a mi buena Elvira para probar si era verdad que yo fuese el Lázaro de Tormes que decía: dijo ser verdad que parecía en algo a su buen marido; mas que creía no era él, porque aunque había sido una gran bestia, antes sería mosquito que pez, y buey que pescado: diciendo esto y haciendo una grande reverencia se salió. El procurador de mis verdugos requirió que me quemasen, porque sin duda era monstruo, y que él se obligaba a probarlo. ¡Eso sería el diablo, decía yo entre mí, si hay algún encantador que me persigue, transformándome en lo que le da gusto! Los jueces lo mandaron callar. Entró el señor Arcipreste, que viéndome tan descolorido y arrugado, como tripa de vieja, dijo no me conocía en la cara, ni talle. Trújele a la memoria algunas cosas pasadas y muchas secretas, que entre nosotros habían pasado; particularmente, le dijo se acordase de la noche que vino desnudo a mi cama, diciendo tenía miedo de un duende que había en su aposento, y se había acostado entre mi muger y mí. Él, porque no pasase adelante con las señas, confesó ser verdad que yo era Lázaro su buen amigo y criado. Concluyose el proceso con el testimonio del señor capitán que me sacó de Toledo y fue de los que se escaparon de la tormenta en el esquife, confesando ser yo en persona Lázaro su criado. Conformose con esto la relación del tiempo y lugar en que los pescadores dijeron haberle pescado. Sentenciáronlos a cada uno a doscientos azotes, y su hacienda confiscada, una parte para el Rey, otra para los presos, y la tercera para Lázaro. Halláronles dos mil reales, dos mulas y un carro: de que pagadas las costas y gastos, me cupieron veinte ducados. Quedaron los marineros pelados y aun desollados, yo rico y contento, porque en mi vida me había visto señor de tanto dinero junto. Fuime a casa de un amigo, donde, después de haber envasado algunas cántaras de vino para quitar el mal gusto del agua, y puesto a lo de Dios es Cristo, comencé a pasearme como un conde, comiendo como cuerpo de rey, honrado de mis amigos, temido de mis enemigos, y acariciado de todos. Los males pasados me parecían sueño; el bien presente, puerto de descanso, y las esperanzas futuras, paraíso de deleites. Los trabajos humillan, y la prosperidad ensoberbece. El tiempo que los veinte escudos duraron, si el Rey me hubiera llamado primo, lo tuviera por afrenta. Cuando los españoles alcanzamos un real, somos príncipes, y aunque nos falte, nos lo hace creer la presunción. Si preguntáis a un mal trapillo quién es, responderos ha por lo menos, que desciende de los Godos, y que su corta suerte lo tiene arrinconado, siendo propio del mundo loco levantar a los bajos y bajar a los altos, pero que aunque así sea, no dará a torcer su brazo, ni se estimará en menos que el más preciado, y morirá antes de hambre, que ponerse a un oficio; y si se ponen a aprender alguno, es con tal desaire que, o no trabajan, o si lo hacen es tan mal, que apenas se hallará un buen oficial en toda España. Acuérdome que en Salamanca había un remendón que cuando le llevaban algo que remendar, hacía un soliloquio quejándose de su fortuna que le ponía en términos de trabajar en un tan bajo oficio, siendo descendiente de tal casa y de tales padres, que por su valor eran conocidos en España. Pregunté un día a un vecino suyo, quiénes habían sido los padres de aquel fanfarrón: dijéronme que su padre había sido pisador de uvas, y en invierno matapuercos, y su madre lava vientres: quiero decir, criada de mondonguera. Había yo comprado un vestido de terciopelo raído, y una capa traída de raja de Segovia: llevaba una espada con cuya contera desempedraba las calles. No quise ir a ver a mi muger cuando salí de la cárcel, por hacerle desear mi visita, y para vengarme del desprecio que había hecho de mí, en ella: creí sin duda que viéndome tan bien vestido se arrepentiría y recibiría con los brazos abiertos: mas tijeretas eran y tijeretas fueron. Hallela parida y recién casada: cuando me vio dijo gritando, quítenme de delante a ese pescado mal remojado, cara de ansarón pelado, que si no, por el siglo de mi padre, me levante y le saque los ojos. Yo con mucha flema la respondí: poco a poco señora atiza-candiles, que sino me conoce por marido, ni yo por muger: dénme a mi hija, y tan amigos como antes: hacienda he ganado, proseguí, para casarla muy honradamente. Parecíame que aquellos veinte ducados habían de ser como las cinco blancas de Juan espera en Dios, que en gastándolas hallaba otras cinco en su bolsa; mas a mí, como era Lazarillo del diablo, no me sucedió así, como se verá en el siguiente capítulo. El señor Arcipreste se opuso a mi demanda, diciendo, que no era mía, y para prueba de ello me mostró el libro del bautismo, que confrontado con los capítulos matrimoniales, se veía que la niña había nacido cuatro meses después que yo había conocido a mi muger. Caí de mi asno, en que hasta entonces había estado a caballo, creyendo ser mi hija la que no lo era. Volví las espaldas tan consolado como si jamás las hubiera conocido. Fui a buscar a mis amigos, conteles el caso, consoláronme, que fue menester poco para ello. No quise tornar al oficio de pregonero, porque aquel terciopelo me había sacado de mis casillas. Yéndome a pasear hacia la puerta de Visagra, en la de San Juan de los Reyes, encontré a una antigua conocida, que después de haberme saludado me dijo, como mi muger estaba más blanda después que había sabido tenía dineros, particularmente porque el gabacho la había parado como nueva. Roguela me contase el casó; ella lo hizo diciendo, que el señor Arcipreste y mi muger se habían puesto un día a consultar si sería bueno tornarme a recibir a mí y echar al gabacho, poniendo razones en pro y en contra: la consulta no fue tan secreta, que el nuevo velado no la entendiese, el cual disimulando, a la mañana se fue a trabajar al olivar, adonde su muger y la mía fue a medio día a llevarle la comida. El la ató al pie de un árbol, habiéndola primero desnudado, donde le dio mas de cien azotes, y no contento con esto, hizo un lío de todos sus vestidos, y quitándole las sortijas se fue con todo, dejándola atada, desnuda y lastimada, donde sin duda muriera si el Arciprestre no hubiera enviado a buscarla. Prosiguió diciendo, creía sin falta, que si yo echaba rogadores me recibirían como antes, porque ella la había oído decir: desdichada de mí, ¿por qué no admití a mi buen Lázaro, que era bueno como el buen pan, nada melindroso, ni escrupuloso, el cual me dejaba hacer lo que quería? Este fue un toque que me trastornó de arriba abajo, y estuve por tomar el consejo de la buena vieja, pero quise comunicarlo primero con mis amigos. Capítulo VIII Cómo Lázaro pleiteó contra su mujer.      Somos los hombres de casta de gallinas ponederas, que si queremos hacer algún bien, lo gritamos y cacareamos; pero si mal, no queremos que nadie lo sepa, para que no nos disuadan lo que sería bueno estorbasen. Fui a ver a uno de mis amigos, y hallé tres juntos, porque después que tenía dineros, se habían multiplicado como moscas con la fruta: díjele mi deseo, que era tornarme con mi muger, y quitarme de malas lenguas siendo mejor el mal conocido, que el bien por conocer: afeáronme el caso, diciendo era un hombre que no tenía sangre en el ojo, ni sesos en la cabeza, pues quería juntarme con una ramera, piltrafa escalentada, mata-candiles, y finalmente, mula del diablo, que así llaman en Toledo a las mancebas de los clérigos. Tales cosas me dijeron y tanto me persuadieron, que determiné de no rogar ni convidar. Echando de ver mis buenos amigos ¡del diablo lo fueran ellos! que su consejo y persuasiones eran eficaces, pasaron adelante diciendo, me aconsejaban como quien tan íntimo lo era suyo, sacase las manchas y quitase el borrón de mi honra tornando por ella, pues iba tan de capa caída, dando una querella contra el Arcipreste y contra mi muger, pues todo no me costaría blanca, ni cornado, siendo ellos como eran ministros de justicia. El uno que era un procurador de causas perdidas, me ofrecía cien ducados por mi provecho: el otro como más entendido por ser un letrado de cantoneras, me decía que si él estuviera en mi pellejo, no daría mi ganancia por doscientos: el tercero me aseguraba (que como corchete que era lo sabía muy bien) haber visto otros pleitos menos claros, más dudosos que habían valido a los que los habían emprendido, una ganancia sin cuento; cuanto más que creía que a los primeros encuentros del dómine Bacalarius, me hinchiría a mí las manos, y se las untaría a ellos, porque desistiésemos de la querella, rogándome que tornase con mi muger resultándome de ello más honra y provecho, que si yo lo hacía. Encarecieron la cura arregostándome con buenas esperanzas. Cogiéronme del pie a la mano, sin saber que responder a sus argumentos sofísticos, aunque bien se me alcanzaba ser mejor perdonar y humillarse, que no llevar las cosas a punta de lanza, cumpliendo el mandamiento de Dios más dificultoso, que es el amor a los enemigos, y más que mi muger no me había hecho obras de ello; al contrario, por ella había comenzado a alzar cabeza y a ser conocido de muchos que con el dedo me señalaban diciendo: veis aquí al pacífico Lázaro; por ella comencé a tener oficio y beneficio. Si la hija que el Arcipreste decía no ser mía, era o no, Dios escrudiñador de los corazones lo sabe, y podría ser que así como yo me engañé, él pudiera engañarse también, como puede suceder que alguno de los que leyendo mis simplicidades, riendo se hinche la boca de agua, y las barbas de babas, sustente a los hijos de algún reverendo; trabaje, sude y afane por dejar ricos a los que empobrecen su honra, creyendo por cierto, que si hay muger honrada en el mundo, es la suya; y aun podría ser que el apellido que tienes, amigo lector, de cabeza de Vaca, la hubieses tomado de la de un toro. Mas dejando a cada uno con su buena opinión, todas estas buenas consideraciones no bastaron, y así di una querella contra el Arcipreste y contra mi muger. Como había dineros frescos, en veinte y cuatro horas los pusieron en la cárcel, a él en la del arzobispo, y a ella en la pública. Los letrados me decían no reparase en los dineros que me podía costar aquel negocio, pues todo había de salir de salir de las costillas del dómine; y así por hacerle más mal, y que fuesen mayores las costas, daba cuanto me pedían. Andaban listos, solícitos y bulliciosos; sentían el dinero como las moscas la miel; no daban paso en vano. En menos de ocho días el pleito estuvo muy adelante y mi bolsa muy atrás Las probanzas se hicieron con facilidad, porque los alguaciles que los habían preso, los hallaron en fragante delito y los llevaron a la cárcel en camisa como estaban: los testigos eran muchos, y sus dichos verdaderos. Los buenos del procurador, letrados y escribanos, que conocieron la flaqueza de mi bolsa, comenzaron a desmayar; de suerte, que para hacerles dar un paso, era menester meterles más espuela que a mula de alquiler. La remisión fue tan grande, que conocida por el Arcipreste y los suyos, comenzaron a gallear, untándoles las manos y los pies a los suyos: parecían pesas de reló, que subían a medida que los míos bajaban. Diéronse tal maña, que en quince días salieron de la cárcel bajo fiado, y en menos de ocho, con testigos falsos condenaron al pobre Lázaro a pedir perdón, en costas y destierro perpetuo de Toledo. Pedí perdón, como era justo lo hiciese, quien con veinte escudos se había puesto a pleitear con quien los contaba a espuertas. Di hasta mi camisa para ayuda de pagar las costas, saliendo en porreta a cumplir mi destierro: vime en un instante rico, pleiteando contra una dignidad de la Santa Iglesia de Toledo, empresa sólo para un príncipe; respetado de mis amigos, y puesto en predicamento de hombre honrado que no sufría moscas en la matadura, y en el mismo me hallé echado, no del paraíso terrenal, cubiertas mis vergüenzas con hojas de higuera, mas del lugar que más amaba y de donde tantos regalos y placeres había recibido. Cubierta mi desnudez con andrajos, que en unos muladares había hallado, acojime al consuelo común de todos los aflijidos, creyendo que pues estaba en lo más bajo de la rueda de la fortuna, necesariamente había de volver a subir. Acuérdome ahora de lo que oí decir una vez a mi amigo el ciego, que cuando se ponía a predicar era un águila; que todos los hombres del mundo subían y bajaban por la rueda de la fortuna, unos siguiendo su movimiento, y otros al contrario, habiendo entre ellos esta diferencia: que los que iban según el movimiento con la facilidad que subían, con la misma bajaban; y los que al contrario, si una vez subían a la cumbre, aunque con trabajo, se conservaban en ella mas tiempo que los otros. Según esto yo caminaba a pelo y con tanta velocidad, que apenas estaba en lo alto, cuando me hallaba en el abismo de todas las miserias. Vime hecho pícaro de más de marca, habiendo sido hasta entonces recoleto, pudo muy bien decir: desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Encamineme hacia Madrid pidiendo limosna, que lo sabía muy bien hacer: molinero solía ser, volvime a mi menester. Contaba a todos mis cuitas, unos se dolían y otros se reían de mí, y algunos me daban limosna; con ella como no tenía hijos ni muger que sustentar, me sobraba la comida y aun la bebida. Aquel año habían cojido tanto vino, que a las más puertas que llegaba me decían si quería beber, porque no tenían pan que darme; jamás lo rehusé, y así me sucedió algunas veces, en ayunas haber envasado cuatro azumbres de vino, con que estaba más alegre que moza en víspera de fiesta. Si he de decir lo que siento, la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre: si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que por alcanzarla, dejaban lo que poseían, digo por alcanzarla, porque la vida filósofa y picaral es una misma; sólo se diferencian en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los pícaros sin dejar nada la hallan. Aquéllos despreciaban sus haciendas para contemplar con menos impedimento en las cosas naturales, divinas y movimientos celestes: éstos para correr a rienda suelta por el campo de sus apetitos: ellos las echaban en la mar, y éstos en sus estómagos: los unos las menospreciaban como caducas y perecederas: los otros no las estimaban, por traer consigo cuidado y trabajo, cosa que desdice de su profesión; de manera que la vida picaresca es más descansada que la de los reyes, emperadores y papas. Por ella quise caminar como por camino más libre, menos peligroso y nada triste. Capítulo IX Cómo Lázaro se hizo gana-pan.      No hay oficio, ciencia ni arte, que si se ha de saber con perfección, no sea necesario emplear la capacidad del más agudo entendimiento del mundo, a un zapatero que haya ejercitado treinta años su oficio, decidle que os haga unos zapatos anchos de puntas, altos de empeine y cerrados de lazo: ¿haralos? Primero que os haga un par como le pedís, os perderá los pies. Preguntad a un filósofo, por qué las moscas cagan en lo blanco, negro, y en lo negro, blanco: pararse ha tan colorado, como moza a quien se lo vieron afeitar a la candela, y no sabrá qué responder; y si a esto responde, no lo hará a otras mil niñerías.      Encontré junto a Illescas un archipícaro, conocido por la punta: me llegué a él como a un oráculo, para preguntarle el cómo me había de gobernar en la nueva vida sin perjuicio de barras: respondiome, que si quería salir limpio de polvo y paja, juntase a la ociosidad de María, el trabajo de Marta: a saber que con ser pícaro añadiese serlo de cocina, del mandil, del rastro, o de la soguilla, que era como poner una salvaguardia a la picardía. Díjome más; que por no haberlo hecho así al cabo de veinte años que ejercitaba su oficio, el día anterior le habían dado doscientos por holgazán: agradecile el aviso y tomé su consejo. Cuando llegué a Madrid compré una soguilla, con que me puse en medio de la plaza, más contento que gato con tripas, Dios y en hora buena, el primero que me engüeró fue una doncella (él me perdone si miento) de hasta diez y ocho años, más relamida que monja novicia; díjome la siguiese; llevome por tantas calles, que pensé lo había tomado a destajo, o que se burlaba de mí: a cabo de rato llegamos a una casa, que en el postiguillo, patio y mugercillas que allí bailaban, conocí ser del partido: entramos en su celda, donde me dijo si quería me pagase de mi trabajo antes que de allí saliese: respondile, bastaba cuando llegásemos a donde llevaba el lío: cargué con todo, y encaminándose a la puerta de Guadalajara, allí me dijo se había de poner en un carro para ir a la feria de Nájera. La carga era ligera, por ser lo más de ella salserillas, redomas de aceites y aguas: en el camino supe usaba de aquel oficio. El primero que me dio canilla, dijo ella, fue el padre Rector de Sevilla, de donde soy natural, el cual lo hizo con tanta gracia, que desde aquel día le soy muy devota: encomendome a una beata con quien estuve bien proveída de lo necesario más de seis meses: de allí me sacó un Capitán llevándome de ceca en meca, y de zoca en colodra hasta donde me veis: ¡y pluguiera a Dios jamás hubiera salido de la protección de aquel buen padre que me trataba como a hija y me amaba como si fuera su hermana! al fin me ha sido necesario trabajar para ganar mi vida. En éstas llegamos al carro, que estaba para partir, puse en él lo que llevaba, pidiéndole me pagase mi trabajo. La descosida dijo, que de muy buena gana, y levantando el brazo me dio tan gran bofetada, que me echó en el suelo, diciendo: ¿es tan bozal que pide dineros a las de mi oficio? ¿no le dije antes que partiésemos de la casa llana, se pagase en mí si quería? Saltó en el carro como un caballejo; picó dejándome picado: quedé más corrido que mona, sin saber lo que me había sucedido, considerando que si el fin de aquel oficio era tal como el principio, medraría bien al cabo del año. No me había apartado de allí, cuando llegó otro carro que venía de Alcalá de Henares. Saltaron en tierra los que venían dentro, que todas eran putas, estudiantes y frailes. Uno de la orden de San Francisco, me dijo si le quería hacer caridad de llevarle su hato hasta su convento: díjele con alegría que sí, porque bien eché de ver que no me engañaría como había hecho la berrionda. Carguémele, y era tan pesado, que apenas lo podía llevar, mas con la esperanza de la buena paga me esforcé. Llegué al monasterio muy cansado, porque estaba lejos: tomó el fraile su lío, y diciendo, sea por el amor de Dios, cerró tras sí la puerta: aguardé allí hasta que saliese a pagarme; mas viendo que tardaba, llamé a la portería. Salió el portero preguntándome lo que quería: díjele me pagase el porte del hato que había traído: respondiome fuese con Dios que ellos no pagaban nada, y cerró la puerta, diciendo no llamase más, porque era hora de silencio, y que si lo hacía me daría cien cordonazos: quedeme helado. Un pobre de los que estaban en la portería me dijo: hermano bien se puede ir que estos padres no tocan dineros, porque viven de mogollón. Ellos, repliqué, pueden vivir de lo que quisieren, que mi trabajo me pagarán, o yo no seré quien soy. Torné a llamar con gran cólera; salió el lego motilón con mayor, y sin decir qué haces ahí, me dio un rempujón, que me echó en el suelo como si fuera pera madura, y poniéndose de rodillas sobre mí, me dio media docena de rodillazos y otros tantos cordonazos, con que me dejó magullado, como si hubiera caído sobre mí la torre del reló de Zaragoza. Quedeme allí tendido más de media hora sin poderme levantar: consideraba mi mala dicha, y las fuerzas de aquel irregular tan mal empleadas, que mejor estuviera sirviendo al Rey Nuestro Señor, que no comiendo las limosnas de los pobres; aunque ni para aquello son buenos, porque son carnes holgazanas. El emperador Carlos V mostró bien esto, cuando el general de los Franciscos le ofreció veinte y dos mil frailes para la guerra, que no pasasen de cuarenta años, y que llegasen a los veinte y dos. El invicto emperador respondió que no los quería, porque habría menester veinte y dos mil ollas todos los días para sustentarlos: dando a entender, ser más hábiles para comer que para trabajar. ¡Dios me lo perdone! que desde aquel día aborrecí tanto a estos religiosos legos que me parecía cuando los veía ver un zángano de colmena, o una esponja de la grasa de la olla. Quise, pues, dejar aquel oficio, mas aguardé pasasen las veinte y cuatro horas. Capítulo X De lo que le sucedió a Lázaro con una vieja alcahueta.      Desmayado y muerto de hambre me fui poco a poco la calle adelante, y pasando por la plaza de la Cebada encontré una vieja rezadora con más colmillos que a mí diciendo, que si quería llevarle un cofre a casa de una amiga suya que estaba cerca de allí, me daría cuatro cuartos. Cuando lo oí di gracias a Dios que de una boca tan hedionda como la suya salía una tan dulce palabra como era que me daría cuatro cuartos: díjele que sí, de muy buena gana, aunque más buena era la de empeñar aquellos cuatro cuartos, que no de llevar carga, pues más estaba para ser llevado que para llevar. Cargué el cofre con gran dificultad, porque era grande y pesado: díjome la buena vieja lo llevase, con tiento, porque había dentro unas redomas de aguas que las estimaba en mucho. Respondila no tuviese miedo, que yo iría poco a poco; porque aunque quisiera no pudiera hacer otra cosa, por estar tan hambriento que apenas podía menearme. Llegamos a la casa donde llevábamos el arcón: recibiéronle con grande alegría, particularmente una doncellita cariampollar y repolluda (que tales sean las musarañas de mi cama, después de bien harto), la cual con rostro alegre dijo quería guardar el cofre en su retrete. Llevelo a él; la vieja le dio la llave diciéndole lo guardase hasta que volviese de Segovia, adonde iba a visitar una parienta suya, y de donde pensaba volver dentro de cuatro días. Abrazola despidiéndose de ella: díjole dos palabras al oído, de que quedó tan colorada la doncella, que parecía una rosa; y aunque me pareció bien, mejor me hubiera parecido si estuviera harto. Despidiose de todos los de aquella casa, pidiendo perdón al padre y a la madre del atrevimiento: ellos le ofrecieron su casa para servirse de ella: diome cuatro cuartos, diciéndome a la oreja, que a la mañana siguiente volviese a su casa y me haría ganar otros tantos. Fuime más alegre que una pascua, y que día de San Juan: cené con los tres, guardando uno para pagar la cama. Consideraba la virtud del dinero, que al punto que aquella vieja me dio aquellos pocos cuartos, me hallé más ligero que el viento, más esforzado que Roldán y más fuerte que Hércules. ¡Oh dinero que no sin razón la mayor parte de los hombres te tienen por Dios! Tú eres la causa de todos los bienes, y el que acarrea todos los males. Tú eres el inventor de todas las artes, y el que las conservas en su perfección: por ti las ciencias son estimadas y las opiniones defendidas, las ciudades fortalecidas, y sus fuertes torres allanadas, los reinos restablecidos y al mismo tiempo perdidos. Tú conservas la virtud, y tú mismo la pierdes: por ti las doncellas castas se conservan, y las que lo son dejan de serlo: finalmente no hay dificultad en el mundo que para ti lo sea, ni lo más escondido que no penetres; cuesta que no allane, ni collado humilde que no ensalces.      Venida la mañana fui a casa de la vieja, como me lo había mandado: díjome volviese con ella a traer el cofre que había llevado el día antes. Dijo a los señores de la casa que volvía por él, porque en el camino de Segovia, a media legua de Madrid, había encontrado a su parienta que venía con la misma intención que ella, de verla; y que lo había de menester luego, a causa de la ropa limpia que en él había, para aposentarla. La niña de la rollona la volvió la llave besándola, y abrazándola con más ahínco que la primera vez; y volviéndose a hablar al oído, me ayudaron a cargar mi cofre, que me pareció más ligero que el día antes por que mi vientre estaba más lleno. Bajando por la escalera encontré con un estorbo, que el diablo sin duda había puesto allí: tropecé, y rodando con él bajé hasta el recibimiento donde estaban los padres de la inocente niña. Rompime las narices y las costillas. Con los golpes que el diablo del arca dio, se abrió y apareció dentro un galán mancebo, con su espada y daga. Estaba vestido de camino; no tenía herreruelo; las calzas y ropilla eran de raso verde, con plumaje del mismo color; ligas encarnadas con medias de nácar; zapato blanco y alpargatado. Púsose en pie con buen donaire, y haciendo una grande cortesía y reverencia, se salió por la puerta afuera. Quedaron atónitos de la repentina visión, y mirándose el uno al otro parecían matachines. Habiendo vuelto de su éstasis, llamaron a gran prisa a dos hijos que tenían, y contándoles el caso con grande alboroto tomaron sus espadas diciendo: muera, muera, salieron a buscar al pisaverde; mas como iba de prisa no le pudieron alcanzar. Los padres que quedaron en casa cerraron la puerta y acudieron a vengarse de la alcahueta, mas esta que había oído el ruido y sabido la causa, se salió por una puerta falsa siguiéndola siempre la novia. Halláronse burlados y atajados, y bajaron a dar en mí, que estaba derrengado sin poderme mover, que si no fuera por esto hubiera seguido las pisadas del que me causó tanto mal. Llegaron los hermanos sudando y jadeando, jurando y votando que pues no habían alcanzado al infame habían de matar a su hermana y a la tercera; mas cuando les dijeron que se habían ido por la puerta trasera, allí fue el blasfemar, jurar y renegar. El uno decía: ¡que no encontrara yo ahora aquí al mismo diablo con su caterva infernal para hacer en ellos tanto estrago como si fueran moscas! venid, venid, diablos; ¿mas para qué os llamo? pues cierto que adonde estáis teméis mi cólera y no osaréis poneros delante. ¡Si yo hubiera visto aquel cobarde, con solo soplar, lo hubiera aventado adonde jamás se hubieran oído nuevas de él! El otro proseguía: ¡si lo hubiera alcanzado, el mayor pedazo que de él quedara había de ser la oreja! mas si está en el mundo, y aunque no lo esté, no se escapará de mis manos, porque yo lo buscaré aunque se esconda en las entrañas de la tierra. Estas fanfarronadas y fieros decían, y el pobre Lázaro aguardaba que todos aquellos nublados descargarían sobre él. Más miedo tenía de los muchachos, que había diez o doce, que de aquellos valentones. Chicos y grandes de tropel arremetieron a mí: los unos me daban de coces, los otros de puñadas; éstos me tiraban de los cabellos, y aquéllos me abofeteaban. No salió en vano mi temor, que las muchachas me metían las abujas de a blanca, que me hacían poner el grito en el cielo: las esclavas me pellizcaban haciéndome ver las estrellas: los unos decían, matémosle; los otros, mejor será echarlo en la letrina. El martilleo era tan grande que parecía majaban granzas, o mazos de batan, que no cesaban. Viéndome sin aliento, cesaron de herirme, mas no de amenazarme. El padre como más maduro, o como más podrido, dijo me dejasen, y que si yo decía la verdad de quien era el robador de su honra, no me harían más mal. No les podía satisfacer su deseo, porque ni sabía quien era, ni lo había visto en mi vida hasta que salió del atahud; pero como no les decía nada tornaron de nuevo. Allí era el gemir, allí el llorar mi desdicha, allí el suspirar y renegar de mi corta fortuna, pues siempre hallaba nuevas invenciones para perseguirme. Díjeles como pude, me dejasen, que yo les contaría lo que había en aquel caso: hiciéronlo, y yo les dije al pie de la letra lo que pasaba; pero no daban crédito a la verdad. Viendo que la tempestad no cesaba, determiné engañarlos, si podía, y así les prometí de enseñarles el malhechor. Cesaron de martillear sobre mí, ofreciéndome maravillas: preguntáronme cómo se llamaba y en dónde vivía: respondiles que no sabía el nombre, ni menos el de su calle; pero que si ellos me querían llevar, porque ir por mis pies era imposible, según me habían maltratado, les enseñaría su casa. Holgáronse de ello; diéronme un poco de vino, con que torné algún tanto en mí, y bien armados me tomaron entre dos, de los sobacos, como a dama francesa, y me llevaron por Madrid. Los que me veían decían: a ese hombre lo llevan a la cárcel, otros, al hospital, y ninguno daba en el blanco. Iba confuso y atónito sin saber que hacer ni decir, porque si quería llamar ayuda, habían de dar queja de mí a la justicia, que la temía más que a la muerte: huir era imposible, no sólo por el quebrantamiento pasado, pero por ir en medio del padre, hijos y parientes, que para el caso se habían juntado ocho o nueve, y iban todos como unos San Jorges. Cruzamos calles, pasamos callejas, sin saber adónde estaba, ni adónde los llevaba. Llegamos a la Puerta del Sol, y por una calle que a ella sale, vi venir un galancete, pisando de punta, la capa por debajo del brazo, con un pedazo de guante en una mano, y en la otra un clavel, braceando, que parecía primo hermano del Duque del Infantado: hacía mil ademanes y contorsiones. Al punto le conocí, que era mi amo el escudero, que me había hurtado el vestido en Murcia: y sin duda que algún santo me lo deparó allí (porque yo no había dejado ninguno en las letanías que no hubiese llamado). Como vi la ocasión que me mostraba su calva, asila del copete, y con una piedra quise matar dos pájaros, vengándome de aquel fanfarrón, y librándome de aquellos sayones. Así les dije, señores, alerta, que el galán robador de vuestra honra viene aquí, que ha mudado de vestido. Ellos ciegos de cólera, sin hacer más discurso me preguntaron quién era: señaléselo: arremetieron a él y asiéndole de los cabezones lo echaron en el suelo, dándole mil coces, puntapiés y mojicones. Uno de los mozalvillos, hermano de la doncella, le quiso meter la espada por el pecho; mas su padre lo estorbó y apellidando a la justicia lo maniataron. Como vi el juego revuelto y que todos estaban ocupados, tomé las de villadiego, y lo mejor que pude me escondí. Mi buen escudero me había conocido, y pensando que eran algunos deudos míos que le pedían mi vestido, decía: déjenme, déjenme, que yo pagaré dos vestidos; mas ellos le tapaban la boca a puñadas. Ensangrentado, descalabrado y molido le llevaron a la cárcel, y yo me salí de Madrid, renegando del oficio y aun del primero que lo había inventado. Capítulo XI Cómo Lázaro se partió para su tierra y de lo que en el camino le sucedió.      Quise ponerme en camino, mas las fuerzas no llegaban al ánimo, y así me detuve en Madrid algunos días; no lo pasé mal porque ayudándome de muletas, no pudiendo caminar sin ellas, pedía limosna de puerta en puerta, y de convento en convento, hasta que me hallé con fuerza de ponerme en camino: dime prisa a ello por lo que oí contar a un pobre, que al sol con otros se estaba espulgando: era la historia del cofre como la he contado, añadiendo que aquel hombre, que habían puesto en la cárcel pensando era el del arca había provado lo contrario, porque a la hora que había pasado el caso, estaba ya en su posada, y persona del bario le había visto con otro vestido del con que le habían prendido; mas que con todo eso lo habían sacado a la vergüenza por vagamundo, y desterrádolo de Madrid: y así él, como los parientes de la doncella buscaban un ganapán, que había sido el que lo había urdido, con juramento que el primero que lo encontrase lo había de acribillar a estocadas. Abrí el ojo, y púseme en uno un parche, rapándome la barba como cucarro; quedé con tal figurilla, seguro de que la madre que me parió no me hubiera reconocido. Salí de Madrid con intención de irme a Tejares por ver si tornando al molde, la fortuna me desconocería. Pasé por el Escorial, edificio que muestra la grandeza del monarca que lo hacía (porque aún no estaba acabado) tal que se puede contar entre las maravillas del mundo, aunque no se dirá de que la amenidad del sitio ha convidado a edificarle allí, por ser la tierra muy estéril y montañosa; pero si la templanza del aire, que en verano lo es tanto, que con sólo ponerse a la sombra no enfada el calor, ni la frialdad ofende, siendo por estremo sano. A menos de una legua de allí encontré con una compañía de gitanos, que en un casal tenían su rancho: cuando me vieron de lejos, pensaron era alguno de los suyos, porque mi traje no prometía menos; mas de cerca se desengañaron. Esquibáronse algún tanto, porque según eché de ver, hacían una consulta o lección de oposición: dijéronse que aquél no era el camino derecho de Salamanca, pero sí el de Valladolid. Como mis negocios no me forzaban mas a ir a una parte que a otra, díjeles, que pues así era quería antes que volviese a mi tierra ver aquella ciudad. Uno de los más ancianos me preguntó de donde era, y sabiendo que de Tejares, me convidó a comer por amor de la vecindad de los lugares, porque él era de Salamanca: admití el convite, y por postres me pidieron les contase mi vida y milagros. Hícelo sin hacerme de rogar con las más breves y sucintas palabras, que cosas tan grandes permitían. Cuando llegué a tratar de la cuba, y de lo que en Madrid me había sucedido en casa de un mesonero, dioles muy gran risa, particularmente a un gitano y a una gitana, que daban las carcajadas de más de marca. Comencé a correrme poniéndome colorado: el gitano compatriota que conoció mi corrimiento dijo; no se apure hermano, que estos señores no se ríen de su vida, siendo ella tal, que pide antes admiración que risa, y pues tan por estenso nos ha dado cuenta de ella, justo es le paguemos en la misma moneda, fiándonos de su prudencia, como él lo ha hecho de la nuestra; y si estos señores me dan licencia contarle he de donde la risa procedió. Todos le dijeron la tenía, pues sabían que su mucha discreción y esperiencia no le dejarían pasar los límites de la razón. Sepa, pues, prosiguió él, que los que allí ríen y carcajean son la doncella y clérigo, que saltaron por la ventana in puribus, cuando el diluvio de su cuba los quiso anegar: ellos, si gustan, le contarán los arcaduces por donde han venido al presente estado. La gitana flamante pidió licencia, captando la benevolencia del ilustre auditorio, así con voz sonora, reposada y grave relató su historia del modo siguiente. «El día que salí o salté, por mejor decir, de casa de mi padre y me llevaron a la trena, me pusieron en un aposento más oscuro que limpio, y más hediondo que adornado: al dómine Urvez, que está presente y no me dejará mentir, le metieron en el calabozo, hasta que dijo ser clérigo, que del mismo lo remetieron al señor obispo de anillo, que le dio una muy grande reprensión por haberse pensado ahogar en tan poca agua, y haber dado tal escándalo; pero con la promesa que hizo de ser más cauto, y de atar su dedo de modo que la tierra no supiese sus entradas y salidas, le soltaron mandándole no dijese misa en un mes. Yo quedé en guarda del alcaide, que como era mozo y galán, y yo niña, y no de mal talle me bailaba el agua delante. La cárcel era para mí jardín y Aranjuez de deleites: mis padres, aunque indignados de mi libertad, hacían lo que podían para que la tuviese; pero en vano, porque el alcaide ponía los medios posibles para que no saliese de su poder. El señor licenciado que está presente andaba alrededor de la cárcel como perro de muestra, por ver si podía hablarme; hízolo por medio de una buena tercera, que era un águila en el oficio, vistiéndole con una saya y cuerpo de una criada suya, y poniéndole un rebozo por la barba como si tuviera dolor de muelas. De la vista, resultó la traza de mi salida. La noche siguiente se hacía un sarao en casa del conde de Miranda, y al final habían de danzar unos gitanos. Con ellos se concertó Canil (que así se llama ahora el señor vicario) para que le ayudasen en sus pretensiones: hiciéronlo tan bien, que mediante su industria, gozamos de la libertad deseada, y de su compañía, que es la mejor de la tierra. La tarde antes del sarao hice al alcaide más monerías que gata tripera y más promesas que el que navega con borrasca: obligado de ellas respondió no con menos, rogándome, le pidiese, que mi boca sería la medida, como no fuese carecer de mi vista. Agradecíselo mucho, diciéndole que el carecer de la suya sería para mí el mayor mal que me podía venir. Viendo la mía sobre el hito, roguele que aquella noche, pues podía, me llevase a ver el sarao: pareciole cosa dificultosa; pero por no desdecirse, y porque el cieguecillo le había tirado una flecha, me lo prometió. El alguacil mayor estaba también enamorado de mí, y había encargado a todas las guardas, y al mismo alcaide tuviese cuenta con mi regalo, y que ninguno me traspusiese: por hacerlo más secreto me vistió como page, con un vestido de damasco verde, pasamanos de oro; el bohemio de terciopelo del mismo color, forrado de raso amarillo: una gorra con garzota y plumas, con un cintillo de diamantes; una lechuguilla con puntas de encaje; medias pajizas, con ligas de gran balumba; zapatillo blanco picado y espada y daga dorada a lo de aires bola. Llegamos a la sala donde había infinidad de damas y caballeros: ellos galanes y bizarros, y ellas gallardas y hermosas: había muchos arrebozados y embozadas. Canil estaba vestido a la valentona, y en viendome se me puso al otro lado, de manera que yo estaba en medio del alcaide y de él. Comenzó el sarao, donde vi cosas que por no hacer a mi cuento dejaré: salieron los gitanos a bailar y voltear: sobre las vueltas se asieron, dos de ellos de palabras y de unas en otras, desmintió el uno al otro. El desmentido le respondió con una cuchillada en la cabeza, haciéndole echar tanta sangre de ella, que parecía habían muerto un buey. Los asistentes, que hasta entonces habían pensado ser burlas, se alteraron, gritando; aquí de la justicia; los ministros de ella se alborotaron; todos los circunstantes metieron mano a las espadas; yo saqué la mía, y cuando me vi con ella en la mano me puse a temblar de miedo de ella. Prendieron al delincuente, y no faltó, quien echado para ello, dijese que estaba allí el alcaide a quien le podían entregar: el alguacil mayor le llamó para encargarle el homicida. Quisiera llevarme consigo; pero por miedo que no me conociesen me dijo me retirara a un rincón, que me mostró, y que no me apartase de allí hasta que él volviese. Cuando vi aquella ladilla despegada de mí, tomé de la mano al dómine Canil, que estaba sin volverse de mi lado, y en dos brincos salimos a la calle donde hallamos a uno de estos señores, que nos encaminó a su rancho. Cuando el herido, que ya todos tenían por muerto, echó de ver que estaríamos libres, se levantó diciendo: señores basta de burla, que yo estoy sano, y esto no ha sido sino para alegrar la fiesta. Quitose una caperuza dentro de la cual estaba una begiga de buey, que encima de un buen casco acerado tenía llena de sangre preparada, y con la cuchillada se había reventado. Todos comenzaron a reír de la burla, sino el alcaide, para quien fue muy pesada: torció al lugar señalado, y no hallándome en él, comenzó a buscarme preguntando a una gitana vieja si había visto un page de tales y tales señas. Ella que estaba advertida le dijo que sí, y que le había oído decir, cuando salió de la mano con un hombre, vámonos a retirar a San Felipe: fuese con grande prisa a buscarme, mas en vano, porque él iba hacia oriente, y nosotros huíamos al occidente. Antes que saliésemos de Madrid, habíamos trocado mi vestido, y del que me dieron encima doscientos reales: vendí el cintillo en cuatrocientos escudos: di a estos señores en llegando doscientos, porque así se lo había prometido Canil. Este es el cuento de mi libertad, si el señor Lázaro quiere otra cosa mande, que en todo se le servirá como su gallarda presencia merece.» Agradecile la cortesía, y con la mejor que pude me despedí de todos: el buen viejo me acompañó media legua; preguntele en el camino si los que estaban allí eran todos gitanos nacidos en Egipto: respondiome que maldito el que había en España, pues que todos eran clérigos, frailes, monjas o ladrones, que habían escapado de las cárceles, o de sus conventos; pero que entre todos, los mayores bellacos eran los que habían salido de los monasterios, mudando la vida contemplativa en activa. Tornose con esto a su rancho, y yo a caballo en la mula de San Francisco me dirigí a Valladolid. Capítulo XII De lo que sucedió a Lázaro en una venta, una legua antes de Valladolid.      Que rumiar llevó para lodo el camino de mis buenos gitanos, de su vida, costumbres y tratos. Espantábame mucho cómo la justicia permitía públicamente ladrones tan al descubierto, sabiendo todo el mundo que su trato y contrato no es otro que el hurto. Son un asilo y añagaza de bellacos, iglesia de apóstatas y escuela de maldades; particularmente me admiré de que los frailes dejasen su vida descansada y regalona, por seguir la desastrada y aperreada del gitanismo; y no hubiera creído ser verdad lo que el gitano me dijo, si no me hubiera mostrado a un cuarto de legua del rancho detrás de las paredes de un arrañal; un gitano y una gitana, él rehecho y ella carillena; él no estaba quemado del sol, ni ella curtida de las inclemencias del cielo. El uno cantaba un verso de los salmos de David, y la otra respondía con otro: advirtiome el buen viejo, que aquellos eran fraile y monja, que no había más de ocho días que habían venido a su congregación con deseo de profesar más austera vida. Llegué a una venta una legua antes de Valladolid, en cuya puerta vi sentada a la vieja de Madrid con la doncellita de marras: salió un galancete a llamarlas para que entrasen a comer; no me conocieron por ir tan disfrazado siempre, con mi parche en el ojo, y mis vestidos a lo bribonesco; mas yo conocí ser el Lázaro que había salido del monumento que tanto me había costado. Púseme delante de ellos, para ver si me darían algo: no me podían dar, pues no tenían para ellos. El galán, que había servido de despensero, fue tan liberal, que para él, para su enamorada y para la vieja alcahueta, había hecho aderezar un poco de hígado de puerco con una salsa: todo lo que había en el plato, lo hubiera yo traspalado en menos de dos bocados. El pan era a tan negro como los manteles, que parecían túnica de penitente o barredero de horno: coma, mi vida, le decía el señor, que este manjar es de príncipes: la tercera comía y callaba por no perder tiempo, y por ver que no había para tantos envites, comenzaron a fregar el plato que le quitaban el betún: acabada la triste y pobre comida, que más hambre que artura les había causado, el señor enamorado se escusó con decir que la venta estaba mal provista. Viendo que allí no había nada para mí, pregunté al huésped si había que comer, díjome que según la paga: quísome dar una poca de asadura: preguntéle si tenía otra cosa, ofreciome un cuartillo de cabrito que aquel enamorado no había querido por ser caro; quise hacerles un fiero, y así dije me le diese: púseme con él a los pies de la mesa, donde era de ver el mirar de ellos: a cada bocado tragaba seis ojos, porque los del enamorado, los de la señora y los de la alcahueta estaban clavados en lo que comía. ¿Qué es esto? dijo la doncella, ¿aquel pobre come un cuartillo de cabrito, y para nosotros no ha habido más que una pobre patorrilla? El galán respondió había pedido al huésped algunas perdices, capones o gallinas, y que había dicho no tenía otra cosa que darle: yo que sabía el caso, y que por no gastar, o por no tener de que hacerlo, les había hecho comer con dieta, quise comer y callar: parecía aquel cabrito piedra imán; cuando menos me caté, los hallé a todos tres encima de mi plato: la sin vergüenza cachondilla, tomó un bocado y dijo: con vuesa licencia, hermano, y antes de tenerla, ya lo había metido en la boca: la vieja replicó, no le quitéis a este pecador su comida; no se la quitaré, dijo ella, porque yo se la pienso pagar muy bien; y diciendo y haciendo comenzó a comer con tanta prisa y rabia, que parecía no lo había hecho en seis días: la vieja tomó un bocado por probar qué gusto tenía; el galán diciendo, esto les agrada tanto, se hinchó la boca con un tasajo como un puño. Viendo pues que se desmandaba, tomé todo lo que había en el plato y me lo metí de un bocado: como era tan grande no podía ir atrás, ni adelante. Estando en este conflicto, entraron por la puerta dos caballeros armados con jacos, casquetes y rodelas: traía cada uno un pedreñal al lado, y otro en el arzón de la silla: apeáronse dando las mulas a un criado de a pie: dijeron al huésped si había algo que comer: él les dijo había muy buen recado y que entretanto que lo aderezaba, si sus mercedes se servían, podían entrarse en aquella sala. La vieja, que al ruido había salido a la puerta, entró con las manos en la cara, haciendo mil inclinaciones, como fraile novicio: hablaba por eco; retorcíase hacia una y otra parte, como si estuviera de parto, dijo lo más bajo y mejor que pudo: ¡perdidos somos! los hermanos de Clara, que éste era el nombre de la doncelluela, están en el portal: la mozuela comenzó a desgreñarse y mesarse, dándose tan grandes bofetadas, que parecía endemoniada. El galancete, que era animoso, las consolaba diciendo, no se afligiesen, que donde él estaba no había de que temer: yo, atisbando, con la boca llena de cabrito, cuando oí que aquellos valentones estaban allí, pensé morir de miedo, y lo hubiera hecho: mas como mi gaznate estaba cerrado, el alma se tornó a su lugar, por no hallar la puerta abierta. Entraron los dos Cides; y al punto que vieron a su hermana y a la alcahueta, dijeron gritando: aquí están, aquí las tenemos, aquí morirán. A los gritos fue tal mi espanto, que di en el suelo: con el golpe eché el cabrito que me ahogaba. Pusiéronse las dos detrás del caballerejo, como pollos debajo de las alas de la gallina, cuando huyen del milano: él con gentil ánimo metió mano a su espada, y se fue para ellos con tanta furia, que de espanto se quedaron hechos dos estatuas: helarónseles las palabras en la boca, y las espadas en las vainas. Pregunteles qué querían o qué buscaban, y diciendo esto arremetió al uno y le sacó la espada, poniéndosela en los ojos, y la otra al otro: a cada movimiento que él hacia con las espadas, temblaban como las hojas en el árbol. La vieja y la hermana que vieron tan rendidos a los dos Roldanes, se llegaron a ellos y los desarmaron: el ventero entró al ruido que todos hacíamos (porque ya yo me había levantado y tenía al uno de la barba). Pareciome aquello a los toros uncidos de mi tierra, que cuando los muchachos los ven huyen de ellos, mas poco a poco se les atreven, y conociendo que no son bravos, ni lo parecen, se les llegan tan cerca, que perdido el temor les echan mil estropajos. Como vi que aquellas madagañas no eran lo que parecían, me animé y acometí a ellos, con más ánimo que mi mucho temor pasado permitía. ¿Qué es esto? dijo el huésped, ¿en mi casa tanto atrevimiento? Las mugeres, el caballerete y yo comenzamos a gritar, diciendo eran ladrones que nos venían siguiendo para robarnos: el ventero que los vio sin armas, y a nosotros con la victoria, dijo: ¿ladrones en mi casa? y echó mano de ellos, y ayudándole nosotros los metió en un sótano, sin valerles razón que alegasen en contrario. El criado de los dos, que venía de dar recado a las mulas, preguntó por sus amos, y el ventero le puso con ellos: tomó sus maletas, cojines y porta-manteos, y los encerró; repartiéndonos las armas, como si fueran suyas, no nos pidió nada de la comida por que firmásemos la sumaria que contra ellos había hecho, en que como ministro de la Inquisición, que decía era, y como justicia de aquel pago, condenó a los tres a galeras perpetuas, y a doscientos azotes alrededor de la venta. Apelaron a la chancillería de Valladolid, adonde el buen mesonero con tres criados suyos los llevaron, y cuando los desdichados pensaron estar delante de los señores oidores, se hallaron delante de los inquisidores; porque el taimado ventero había puesto en el proceso algunas palabras, que ellos habían dicho contra los oficiales de la santa Inquisición (crimen imperdonable). Pusiéronlos en oscuros calabozos, de donde, como ellos pensaron, no pudieron escribir a su padre, ni avisar a persona alguna para que los ayudasen, y donde los dejaremos bien guardados para tornar a nuestro huésped, que lo encontramos en el camino. Díjonos cómo los señores inquisidores le habían mandado hiciese parecer ante ellos a los testigos que firmaban en el proceso; pero que él como amigo nos avisaba nos escondiésemos. La doncellita le dio una sortija que tenía en su dedo, rogándole hiciese de modo que no fuésemos a su presencia: prometióselo: el ladrón había dicho aquello por hacernos huir, porque si quisiesen oír los testigos no se descubriese su bellaquería (que no era la primera). Dentro de quince días se hizo auto público en Valladolid, donde vi salir entre los otros penitentes a los tres pobres diablos, con mordazas en las bocas, como blasfemos, que habían osado poner la lengua en los ministros de la santa Inquisición, gente tan santa y perfecta como la justicia que administran. Llevaban corazas y un sambenito cada uno, en que iban escritas sus maldades, y las sentencias que por ellas les daban: pesome de ver aquel pobre mozo de mulas, que pagaba lo que no debía: de los otros no tenía tanta lástima, por la poca que de mí habían tenido: confirmaron la sentencia del huésped, añadiendo a cada uno trescientos azotes, de manera que los dieron quinientos, y los enviaron a galeras, donde se les pasaron los fieros y bravatas. Yo busqué mi fortuna: muchas veces encontré en el prado de la Magdalena a las dos amigas, sin que jamás me hubiesen conocido, ni supiesen que yo las conocía. Al cabo de los pocos días vi a la doncellica de religiosa en la casa de poco trigo, donde ganaba para sustentar a su respeto y a ella: la vieja ejercitaba su oficio en aquella ciudad. Capítulo XIII Cómo Lázaro sirvió de escudero a siete mugeres juntas.      Llegué a Valladolid con seis reales en la bolsa, porque la gente que me veía tan flaco y descolorido, me daba limosna con mano franca y yo la recibía, no con escasa: fuime derecho a la ropería, donde por cuatro reales y un cuartillo, compré una capa larga de bayeta, que había sido de un portugués, tan raída como rota y descosida. Con ella, y con un sombrero alto como chimenea, ancho de ala, como de fraile Francisco, que compré por medio real, y con un palo en la mano me paseaba por el lugar: los que me veían se burlaban de mí; cada uno me decía su apodo: los unos me llamaban filósofo de taberna; otros: veis allí a San Pedro vestido en víspera de fiesta: otro: ¡ah señor ratiño! ¿quiere sebo para sus botas? No faltó quien dijese parecía alma de médico de hospital: yo hacía orejas de mercader y pasaba por todo. A pocas calles andadas, encontré con una muger de verdugado y chapines de más de marca, puesta la mano en la cabeza de un muchacho, un manto de soplillo, que lo cubría hasta los pechos: preguntome si sabía de un escudero: respondile no sabía de otro sino de mí, y que si le agradaba podía disponer como de cosa propia. Concerteme con ella en dame acá esas pajas; prometiome tres cuartillos de ración y quitación: tomé posesión del oficio dándole el brazo; arrojé el palo, porque no tenía de él necesidad, pues solo lo traía para mostrarme enfermo y mover a piedad. Envió el niño a casa mandándole dijese a la moza tuviese la mesa puesta y la comida aderezada: trújome más de dos horas de ceca en meca, y de zoca en colodra; a la primera visita que llegamos me advirtió la señora, que cuando ella llegase me había de adelantar a la casa adonde iba preguntando por la señora o señor de la casa, y decir: Juana Pérez, mi señora, que éste era su nombre, quiere besar a su merced las manos: advirtiome también que jamás me había de cubrir delante de ella, cuando estuviese parada en alguna parte: díjele que yo sabía la obligación de un criado, y así cumpliría con ella. Grande era el deseo que tenía de ver la cara de mi ama reciente; mas no podía por ir rebozada: díjome que no me podía tener sólo para ella; pero que buscaría algunas vecinas suyas a quien sirviese, entre las cuales me darían la ración que me había prometido, y que entretanto que todas no concurriesen, que sería con brevedad, ella me daría su parte. Preguntome si tenía donde dormir; respondile que no: no os faltará, dijo ella, porque mi marido es sastre y os acomodaréis con los mancebos: no podíais, prosiguió, hallar en la ciudad mejor comodidad, porque antes de tres días tendréis seis señoras, que cada una os dará un cuarto. Quedé medio atónito de ver la gravedad de aquella muger, que parecía por lo menos lo era de algún caballero Pardo, o de algún ciudadano rico: espantome también de ver que para ganar tres pobres cuartillos cada día, había de servir a siete mugeres; pero consideré que valía más algo que nada, y que aquel no era oficio trabajoso, de lo que yo huía como del diablo, porque siempre quise más comer berzas y ajos sin trabajar, que capones y gallinas trabajando. Diome el manto y los chapines en llegando a casa, para que los diese a la criada: vi lo que deseaba: no me dejó de agradar la mugercilla, era briosa morenica y de buen talle: sólo me desagradó que la relucía la cara como cazuela barnizada: diome el cuarto diciendo acudiese cada día dos veces, una a las ocho de la mañana, y otra a las tres de la tarde, para ver si ella quería salir de casa. Fuime a una pastelería, y con un pastel de a cuarto di fin a mi ración. Todo lo demás del día pasé como camaleón, porque ya había acabado la limosna, que en el camino me habían dado, y no osaba ponerme a pedirla, porque si mi ama lo supiera me comiera. Fui a su casa a las tres: díjome que no quería salir pero que me advertía que de allí adelante no me pagaría el día que no saliese, y que si no salía más de una vez al día no me daría más de dos maravedises: más me dijo: que pues ella me daba cama, la había de preferir a las demás, intitulándome por su criado. La cama era tal, que merecía bien esto y más; hízome dormir con los aprendices encima de una gran mesa, sin maldita otra cosa, que una manta raída para cubrirnos: pasé dos días con la miseria, que con cuatro maravedises podía comprar: al cabo de ellos entró en la cofradía la muger de un zurrador, que regateó más de una hora los dos ochavos. Finalmente en cinco días tuve siete amas, y de ración siete cuartos. Comencé a comer espléndidamente, bebiendo, no de peor; aunque no de lo más caro, por no tender la pierna más de hasta donde llegaba la sábana: las otras cinco dueñas eran una viuda de un corchete; la muger de un hortelano; una sobrina, que decía ser de un capellán de las Descalzas, moza de buen fregador; y una mondonguera, que era a quien yo más quería, porque siempre que me daba el cuarto me convidaba con caldo de mondongo: y antes que de su casa saliese, había embasado tres o cuatro escudillas con que pasaba una vida, que Dios nunca me la dé peor. La última era una beata; con ésta tenía más que hacer que con todas, porque jamás hacía sino visitar frailes, con quienes cuando estaba a solas, no había juglar como ella: su casa parecía colmena: unos entraban, otros salían, y todos le traían las mangas llenas, y a mí, porque fuese fiel secretario, me daban algunos pedazos de carne, que de su ración se metían en las mangas. ¡En mi vida he visto mayor hipócrita que ésta! Cuando iba por las calles, no alzaba los ojos del suelo, no se le caía el rosario de la mano, siempre lo rezaba por la calle: todas las que la conocían la pedían rogase a Dios por ella, pues que sus oraciones eran tan aceptas: ella las respondía era una grande pecadora; y no mentía, que con la verdad engañaba. Cada una de estas mis amas tenía su hora señalada: cuando me decían no querer salir de casa, iba a la otra, hasta que acababa mi tarea: señalábame el tiempo en que debía volver a buscarlas, y esto sin falta, por que si por males de mis pecados tardaba un poco, la señora delante de las que estaban en la visita me decía mil perrerías, y me amenazaba, que si continuaba en mis descuidos, buscaría otro escudero más diligente, cuidadoso y puntual. Quien la oía gritar y amenazar con tanto orgullo, sin duda creía, me daba cada día dos reales, y de salario cada año treinta ducados. Cuando iban por las calles, parecían la muger del presidente de Castilla, o por lo menos de un oidor de Chancillería. Sucedió un día, que la sobrina del capellán, y la corcheta, se encontraron en una iglesia, y queriéndose volver las dos a sus casas a un mismo tiempo, sobre a quien había yo de acompañar la primera, hubo una riña tan grande, que parecía estábamos en el horno (46) tiraba de mí, la una por un cabo la otra por otro, con tanta rabia que me despedazaron la capa. Quedé en pelota, porque debajo de ella maldita otra cosa tenía, sino un andrajo de camisa, que parecía red de pescar. Los que veían las carnes que por la desgarrada camisa descubría, reían a boca llena: la iglesia, parecía taberna. Los unos se burlaban del pobre Lázaro: los otros escuchaban a las dos damas, que desenterraban sus abuelos. Con la prisa que tenían de recojer los pedazos de mi capa, que de maduros se habían caído, no pude escuchar lo que se decían: solo oí decir a la viuda: ¿de dónde le viene a la piltrafa tanto toldo? ayer era moza de cántaro, y hoy lleva ropa de tafetán, a costa de las ánimas del purgatorio. La otra le respondía, ella la muy descosida la lleva de burato, ganada con un Deo gratias, y sea por amor de Dios, y si yo era moza de cántaro, ella lo es hoy de jarro. Los presentes las separaron, que se habían ya comenzado a asir de la melena. Acabé de recojer los pedazos de mi pobre herreruelo, y pidiendo dos alfileres a una que se halló allí, la acomodé como pude, con que cubrí mis vergüenzas: dejelas riñendo y fuime a casa de la sastresa, que me había mandado acudiese a acompañarla a las once, porque había de ir a comer a casa de una amiga suya. Cuando me vio tan mal tratado, me dijo gritando: ¿pensáis ganar mis dineros y venirme a acompañar como un pícaro? con menos de lo que os doy a vos, podría tener otro escudero con calzas atacadas, bragueta, capa y gorra; y vos no hacéis sino borrachear lo que os doy. ¡Qué borrachear, decía yo entre mí, con siete cuartos que gano el día que más! pasando muchos que mis amas por no pagar un cuarto no querían salir de su casa. Hízome hilbanar los pedazos de mi capa, y con la prisa que se daban, pusieron unos pedazos de abajo arriba: de aquella manera fui a acompañarla. Capítulo XIV Donde Lázaro cuenta lo que le pasó en un convite.      Íbamos a paso de fraile convidado, porque la señora temía que no habría harto para ella: llegamos a casa de su amiga, donde había otras mugeres de las convidadas: preguntaron a mi ama si era yo capaz para guardar la puerta: díjoles que sí: dijéronme, quedaos, hermano, que hoy sacaréis el vientre de mal año. Acudieron muchos galancetes, sacando cada uno de su faltriquera, cual una perdiz, cual una gallina; uno sacaba un conejo, otro un par de palominos: éste un poco de carnero: aquél un pedazo de solomo; sin faltar quien sacase longaniza, o morcilla: tal hubo que sacó un pastel de a real envuelto en su pañuelo: diéronlo al cocinero, y entretanto retozaban con las señoras y daban en ellas como asno en centeno verde: lo que allí pasó, no me es lícito decirlo, ni al lector contemplarlo. Acabada esta comedia, vino la comida: las señoras comieron los Kyries, y los galanes bebieron el Ite misa est. No quedaba nada en la mesa que las damas no metiesen en sus faltriqueras, envolviéndolo en sus mocadores: sacaron los postres los galanes de las suyas: unos manzanas, otros queso, aceitunas, y uno de ellos, que era el gallo, y el que se las daba con la sastresa, sacó media libra de confitura. Mucho me agradó aquel modo de tener la comida tan cerca de sí, para una necesidad, y propuse de allí adelante hacer tres o cuatro faltriqueras en las primeras calzas que Dios me deparase, y una de ellas de buen cuero bien cosida para meter el caldo, porque si aquellos caballeros, que eran tan ricos, y principales, lo traían todo en su faltriquera, y las señoras lo llevaban cosido en las suyas, yo que no era sino un escudero de piltrafas, lo podía bien hacer. Fuímonos a comer los criados, y maldita otra cosa había para nosotros sino caldo y sopas, que me espantó cómo aquellas damas no se las metieron en las mangas: no habíamos apenas comenzado, cuando oímos gran ruido en la sala donde estaban nuestros amos: disputaban quienes habían sido sus mugeres, y quienes eran los maridos de ellas: dejando atrás las palabras vinieron a las manos, y entre col y col lechuga, dábanse puñadas, bofetadas, pellizcos, coces, bocados; desgreñábanse, mezábanse y daban tantos mojicones, que parecían muchachos de aldea cuando van a procesión. La riña se comenzó, según pude entender, porque algunos de ellos no querían dar ni pagar nada a aquellas señoras: diciéndoles bastaba lo que habían comido. Sucedió que la justicia pasaba por la calle, y oído el ruido, llamaron a la puerta diciendo: abran a la justicia: oída esta palabra, huyeron los unos por aquí, los otros por allí: unos dejaban los herreruelos, los otros las espadas: ésta dejaba los chapines, aquélla el manto: de manera que todos desaparecieron escondiéndose cada uno lo mejor que pudo: yo, que no tenía por qué huir, estúveme quedo, y como era portero abrí, porque no me achacasen hacía resistencia a la justicia. El primer corchete que entró me asió de los cabezones diciendo fuese preso por la justicia: teniéndome asido cerraron la puerta, y fueron a buscar a los que hacían el ruido: no dejaron aposento, retrete, sótano, bodega, desván ni letrina que no registrasen. Como no hallaron a nadie, me tomaron el dicho, confesé de p a pa los que había en la compañía y lo que habían hecho: espantáronse que habiendo tantos como yo decía, no pareciese ninguno; si va a decir la verdad, yo mismo me espanté de ello, habiendo doce hombres y seis mugeres; con mi sencillez les dije (y aun lo creía) que pensaba fuesen trasgos todos los que allí habían estado y hecho aquel ruido: riéronse de mí, y el alguacil dijo a los que habían bajado a la bodega, si habían mirado bien todo: hizo encender una hacha y entrando por la puerta vieron rodar una cuba. Espantados los corchetes echaron a huir, diciendo: ¡por Dios quo es verdad lo que este hombre dice, que aquí no hay sino duendes! El alguacil, que era más astuto, los detuvo diciendo no temía al diablo: fuese a la cuba y destapándola halló dentro un hombre y una muger: no quiero decir cómo los halló, por no ofender las castas orejas del benigno y escrupuloso lector; sólo digo que la violencia de su acción había hecho rodar la cuba, y fue causa de su desgracia, y de mostrar en público lo que hacían en secreto: sacáronles fuera: él parecía a Cupido con su flecha, y ella a Venus con su aljaba. El uno y el otro desnudos como su madre los parió, porque cuando la justicia llamó estaban en una cama haciendo las paces, y con el alarma no habían tenido lugar de tomar sus vestidos, y por esconderse se habían metido en aquella cuba vacía donde proseguían su devoto ejercicio. Dejó admirados a todos la hermosura de los dos: echáronles dos capas, entregándolos a dos corchetes para que los guardaran: pasaron adelante a buscar a los otros; descubrió el alguacil una tenaja de aceite, donde halló un hombre vestido: el aceite le llegaba a los pechos: al punto que lo descubrieron quiso saltar fuera; mas no lo hizo tan diestramente que la tenaja y él no diesen en el suelo: saltó el aceite hasta los sombreros de los ministros de justicia, y sin respeto los manchó; renegaban del oficio y aun de la puta que se lo había enseñado: el aceitado que vio que ninguno le acometía, antes todos huían de él como de apestado, dio a huir; el alguacil gritaba: ténganlo, ténganlo, mas todos le hacían lugar: fuese por una puerta falsa meando aceite: de lo que sacó de su vestido hizo arder la lámpara de Nuestra Señora de las Congojas más de un mes. La justicia quedó bañada en aceite; renegaban de quien allí los había traído, y yo también, porque decían era el alcahuete, y como a tal me habían de emplumar; salieron como buñuelos de la sartén, dejando rastro por donde iban. Estaban tan enojados, que juraron a Dios y a los cuatro sacrosantos Evangelios, habían de hacer ahorcar a todos los que hallasen: temblábamos los presos; fueron a los alhorines a buscar otros: entraron dentro, y de encima de una puerta derramaron una talega de harina con que cegaron a todos los que dentro estaban; daban voces diciendo: ¡resistencia a la justicia! Si querían abrir los ojos al punto se los cerraban con agua y harina: los que nos tenían nos dejaron para ir a socorrer al alguacil que gritaba como un loco. Apenas habían entrado cuando les taparon los ojos con harina y agua, andaban como gallinas ciegas: encontrábanse los unos con los otros y se descargaban golpes, que se rompían las mejillas, dientes y muelas: como los vimos de vencida dimos todos en ellos, y ellos mismos en sí propios; tanto que de cansados cayeron en el suelo, donde llovían golpes sobre ellos y granizaban coces. Ni gritaban ni se meneaban, como si estuvieran muertos; si alguno quería abrir la boca para ello, al punto se la hinchían de harina embutiéndolos como a capones en caponera: atámosles las manos y pies, y arrastrando como puercos los llevamos a la bodega, echándoles en el aceite como peces a freír: revolcábanse como lechones en cenagal: cerramos las puertas yéndose cada uno a su casa: el de aquélla vino, que estaba en el campo, y hallando las puertas cerradas y que ninguno respondía, porque una sobrina suya que era la que había prestado su casa para hacer aquel convite, se había ido a la de su padre, por temer a su tío, hizo descerrajar las puertas, y cuando vio su casa sembrada de harina y untada de aceite, se enojó tanto que daba voces como un borracho: fue a la bodega donde halló su aceite derramado, y a la justicia que se revolcaba; con la rabia que tenía de ver su hacienda desperdiciada, tomó un garrote y dio tantos palos al alguacil y corchetes, que los dejó medio muertos: llamó a sus vecinos y entre todos los sacaron a la calle; donde los muchachos les tiraban lodo, estropajos y suciedades: estaban tan llenos de harina que nadie los conocía. Cuando tornaron en sí y se vieron en la calle libres, se fueron huyendo: entonces se podía decir: tengan a la justicia que huye: dejaron sus herreruelos, espadas y dagas, sin osar jamás volver por ellas, porque nadie supiese el caso. El amo de aquella casa se quedó con todo, por el daño que había recibido. Cuando yo salí para irme, encontré con una capa, no mala: dejó la mía y tomé aquélla: daba gracias a Dios que había salido medrado de aquella jornada (cosa nueva para mí) pues siempre iba con las manos en la cabeza: fuime a casa de la sastresa: hallé la casa revuelta, y al sastre su marido que la molía a palos, por haber venido sola, sin manto, ni chapines, corriendo por la calle, con más de cien muchachos tras ella. Llegué a buena hora, porque al punto que el sastre me vio dejó a su muger, y envistió conmigo dándome una puñada, con que me acabó de quitar los dientes que tenía. Diome diez a doce coces que me hicieron vomitar lo poco que había comido ¿Cómo, decía, bellaco alcahuete, no tenéis vergüenza de venir a mi casa? Aquí pagaréis la de antaño y las de ogaño: llamó a sus criados, y trayendo una manta me mantearon tan a su gusto, cuanto a mi pesar: dejáronme por muerto, y como estaba me pusieron en un tablero. Era ya noche cuando torné en mí y me quise menear: caí en tierra, rompiéndome de la caída un brazo: venido el día, poco a poco me fui a la puerta de la iglesia, donde con voz lastimosa pedía limosna a los que entraban. Capítulo XV Cómo Lázaro se hizo ermitaño.      Tendido en la puerta de la iglesia y haciendo alarde de mi vida pasada, consideraba los infortunios en que me había visto desde el día que comencé a servir al ciego hasta el punto en que me hallaba, y sacaba en limpio que por mucho madrugar no amanece más temprano, ni el mucho trabajar enriquece siempre; y así dice el refrán, más vale a quien Dios ayuda, que no quien mucho madruga: encomendeme a él para que el fin fuera mejor que había sido el principio y el medio. Estaba junto a mi un hermanuco venerable, barba blanca, báculo y rosario en la mano, en cuyo remate colgaba una calavera, tan grande como de conejo. Como el buen padre me vio aflijido, con palabras dulces y blandas me comenzó a consolar; preguntándome de dónde era, y que sucesos me habían traído a tal término. Contele con breves y sucintas razones el largo proceso de mi amarga peregrinación, quedó admirado de oírme, y con piedad y lástima que mostró tener de mí, me convidó con su ermita: acepté el partido, y como pude, que no fue con poca pena, llegamos al oratorio que estaba una legua de allí en una peña: pegado a él había un aposento como una alcoba y una cama: en el patio estaba una cisterna con fresca agua, de la cual se regaba un huertecillo, más curioso que grande. Aquí, dijo el buen viejo, ha veinte años que vivo fuera del tumulto e inquietud humana: éste es, hermano, el paraíso terrestre: aquí contemplo en las cosas divinas y aun humanas: aquí ayuno cuando estoy harto, y como cuando hambriento: aquí velo cuando no puedo dormir, y duermo cuando el sueño me acosa: aquí paso en soledad cuando no tengo compañía, y estoy acompañado cuando no solo: aquí canto cuando estoy alegre, y lloro cuando triste: aquí trabajo cuando no estoy ocioso, y lo estoy cuando no trabajo: aquí pienso en mi mala vida pasada, y contemplo la buena presente; aquí finalmente es donde todo se ignora, y todo se sabe. En el alma me holgaba de oír al chocarrero ermitaño, y así le supliqué me diese alguna noticia de la vida eremítica, porque me parecía la nata de todas; ¿cómo, respondió él, la mejor? ¡eslo tanto, que solo el que la ha gustado puede saberlo! mas la hora no nos da tiempo para más, porque se acerca la de comer. Roguele me curase mi brazo, que me dolía mucho: hízolo con tanta facilidad, que de allí adelante no me hizo más mal: comimos como reyes, y bebimos como tudescos; acaba la comida en medio del dormir de la siesta, comenzó a gritar mi bueno del santero, diciendo: ¡que me muero! ¡que me muero! levanteme y hallele que quería espirar. Viéndole de aquella manera, preguntele si se moría, respondiome sí, sí, sí; repitiendo si falleció dentro de una hora. Vime aflijido considerando que si aquel hombre se moría sin testigos podían decir que yo lo había muerto, y costarme la vida, que hasta entonces con tantos trabajos había sustentado, y para esto no eran menester muchos testigos, porque mi talle mostraba ser antes salteador de caminos que hombre honrado. Salí al punto de la ermita, por ver si parecía por allí alguno que fuese testigo de aquella muerte: mirando a todas partes vi un hato de ganado cerca de allí; fui allá presto (aunque con trabajo por estar molido de la refriega sastresca), hallé seis o siete pastores, y cuatro o cinco pastoras a la sombra de unos sauces junto a una fuente despejada y clara: ellos tañían y ellas cantaban: los unos bailaban y los otros tocaban: éste tenía de la mano a una, aquél dormía en el regazo de la otra: finalmente, pasaban el calor en requiebros y palabras regaladas llegué despavorido a ellos, rogándoles que sin dilación se viniesen conmigo porque el ermitaño se moría: vinieron algunos de ellos, quedando los otros a guardar el rebaño: entraron en la ermita y preguntaron al buen ermitaño si se quería morir: dijo que sí (y mentía porque él no lo quería, hacíanselo hacer contra su voluntad); como vi que estaba siempre en sus trece de decir que sí, díjele si quería que aquellos pastores sirviesen de albaceas y cabezaleros, respondió sí; preguntele si me dejaba por su único y legítimo heredero, dijo que sí; proseguí si confesaba que lo que poseía y de derecho podía poseer me lo debía por servicios y cosas que de mí había recibido, dijo otra vez sí; aquél quisiera hubiera sido el último cuento de su vida, mas como vi que aún le quedaba aliento, porque no lo emplease en daño, proseguí con mis preguntas, haciendo que uno de aquellos pastores sentase todo lo que decía: hízolo el pastor con un carbón en una pared, porque no había tintero, ni pluma; díjele si quería que aquel pastor firmase por él, pues que no estaba para ello, y murió diciendo sí, sí, sí. Dimos orden de enterrarlo, hicimos una sepultura en su huerto (todo con gran prisa porque temía que resucitase); convidé a merendar a los pastores, no quisieron admitirlo, por ser hora de repastar: fuéronse dándome el pésame: cerré bien la puerta de la ermita y di vuelta a todo: hallé una gran tenaja de buen vino, otra de aceite, y dos orzas de miel; tenía dos tocinos, mucha cecina y algunas frutas secas, todo esto me agradaba mucho, mas no era lo que buscaba: hallé sus arcas llenas de lienzo, y en un rincón de una un vestido de muger: esto me maravilló, y más de que hombre tan prevenido, no tuviese dineros: quise ir a la sepultura a preguntarle donde los había puesto: pareciome que después de habérselo preguntado me respondería: ignorante, piensas que estando en despoblado, sujeto a ladrones y malandrines, los había de tener en un cofre a peligro de perder lo que amaba más que a mi vida: esta inspiración, como si realmente la hubiera oído de su boca, me hizo buscar en todos los rincones, y no hallando nada, consideré, si yo hubiese de esconder aquí dineros, para que ninguno los hallase, donde los escondería: dije entre mí, en aquel altar; fui a él y levanté el delante altar de la peana, que era de barro y adobes: en un lado vi una rendija por donde podía caber un real de a ocho, la sangre me comenzó a bullir y el corazón a palpitar: tomé una azada, y en menos de dos azadonazos, eché la mitad del altar a tierra, y descubrí las reliquias que allí estaban sepultadas: hallé una olla llena de dineros: contelos y había seiscientos reales: fue tan grande el contento del hallazgo que pensé quedarme muerto: saquelo de allí, e hice un hoyo fuera de la ermita, donde los enterré, porque si me querían echar de allí, tuviese fuera lo que más amaba: hecho esto vestime los hábitos del ermitaño, y fui a la villa a dar noticia de lo que pasaba al prior de la cofradía, no olvidando de tornar a acomodar el altar como antes estaba; hallé juntos a los cofrades, de quienes dependía aquella ermita, que era de la advocación de San Lázaro, de donde conjeturé buen pronóstico para mí: como los cofrades me vieron ya cano y de ejemplar aspecto, que esto es lo que más importa para tales cargos; aunque hallaron una dificultad, y fue que no tenía barba, porque como había tan poco que me la había tundido, no me había aún nacido, mas esto no obstante, viendo por relación de los pastores, que el muerto me había dejado por su heredero, me dieron la tenencia de la capilla. Acuérdome a este propósito de barbas, de una cosa que me dijo una vez un fraile: que en una religión, de las más reformadas, no hacían superior a ninguno que no fuese bien barbado; y así sucedía que habiendo algunos capaces para ejercitar aquel cargo, lo escluían y ponían en él a otro con tal que tuviese lana (como si el buen gobierno dependiera de los pelos, y no del entendimiento, capacidad y madurez): amonestáronme viviese con el ejemplo y buena reputación que mi predecesor había vivido, siendo tal que todos le tenían por Santo. Prometiles vivir como un Hércules advirtiéronme que no pidiese limosna sino los martes y sábados; porque si la pedía otro día, los frailes me castigarían: prometiles hacer en todo lo que me ordenasen: particularmente porque no tenía gana de enemistarme con ellos, pues había gustado a lo que sabían sus manos. Comencé a pedir con un tono bajo, humilde y devoto, como lo había aprendido en la escuela del ciego: hacía esto, no por necesidad, sino porque es uso y costumbre de mendingantes, que cuanto más tienen piden más, y con más gusto. Las gentes que oían decir, den limosna para la lámpara del señor San Lázaro y no conocían la voz, salían a las puertas, y viéndome se espantaban: preguntábanme por el P. Anselmo, que así se llamaba el buen Arias; díjeles se había muerto los unos decían, ¡buen siglo le dé Dios, que tan bueno era! su alma está gozando de la bienaventuranza: otros: ¡bendito sea él, que tal vida hacía! en seis años no ha comido cosa caliente: aquellos, que se pasaba con pan y agua. Algunas piadosas mentecatas se hincaban de rodillas, invocando al P. Anselmo. Preguntome una que había hecho de su hábito: díjele que era el que yo llevaba: sacó unas tijeras, y sin decir lo que quería, comenzó a cortar un pedazo de lo que primero encontró, que fue de hacia la horcajadura. Como vi que acudía a aquellas partes, comencé a gritar: viéndome tan alborotado, dijo: no se espante, hermano, que no quiero dejar de tener reliquias de aquel bienaventurado, yo le pagaré el daño del hábito. ¡Ay! decían algunos, sin duda que antes de seis meses lo canonizarán, porque ha hecho muchos milagros. Acudió tanta gente a ver su sepulcro, que la casa estaba siempre llena, y así fue necesario sacarlo a un cobertizo que estaba delante de la ermita: de allí adelante no pedía para la lámpara de S. Lázaro; pero sí para la del bienaventurado Anselmo. Jamás he podido entender este modo de pedir limosna para alumbrar a los Santos, ni quiero, tocar esta tecla que sonará mal. No se me daba nada de no ir a la ciudad, porque en la ermita tenía todo lo que quería; mas porque no dijesen que estaba rico, y que por eso no pedía limosna, fui el día siguiente donde me sucedió lo que verá el que leyere. Capítulo XVI Cómo Lázaro se quiso casar otra vez.      Más vale fortuna, que caballo ni mula: al hombre desdichado la puerca le pare perros: muchas veces vemos muchos hombres levantarse del polvo de la tierra, y sin saber cómo se hallan ricos, honrados, temidos y estimados: si preguntáis ¿este hombre es sabio? deciros han que como una mula: ¿si es discreto? como un jumento: ¿si tiene algunas buenas perfecciones? como la hija de Juan Pito. ¿Pues de dónde le ha venido tanto bien? responderos han; de la fortuna. Otros por el contrario, que son discretos, sabios, prudentes, llenos de mil perfecciones, capaces para gobernar un reino, se ven abatidos, desechados, pobres y hechos estropajos del mundo; y si preguntáis la causa deciros han: la desdicha los persigue. Ésta pienso me seguía y perseguía, dando al mundo un ejemplo y dechado de lo que puede, porque desde que él se fundó no ha habido un hombre tan combatido de esta desdichada fortuna. Iba por una calle pidiendo como solía para el señor San Lázaro, porque en la ciudad no osaba pedir para el beato Anselmo: esto sólo era para los bozos y motolitas, que venían a tocar sus rosarios al sepulcro donde, según su dicho, se hacían muchos milagros. Llegué a una puerta, y haciendo lo que en otras, oí que de una escalera me decían: ¿por qué no sube Padre? suba, suba: ¿qué novedad es esta? Subí, y en medio de la escalera, que estaba un poco oscura, me asaltaron varias mugeres y niños. Unas se me colgaban del cuello, otras me trababan de las manos, metiéndome las suyas en las faltriqueras: todas me preguntaban la causa de no haberme visto en ocho días. Cuando hubimos acabado de subir la escalera, y que con la claridad de las ventanas me vieron, se quedaron mirando las unas a las otras hechas matachines: dieron en reír, que parecía lo habían tomado a destajo: ninguna podía hablar: el primero que lo hizo fue un niño, diciendo: ¡éste no es papá! Después que aquellas grandes crecidas de risa se mitigaron un poco, las mugeres, que eran cuatro, me pregruntaron, para quién pedía limosna; díjele que para San Lázaro: ¿cómo dijeron ellas, pedís vos? ¿El P. Anselmo está bueno? Bueno, le respondí yo; no le duele nada, porque hace ocho días que murió. Cuando esto oyeron dispararon a llorar, que si la risa era grande antes, los llantos era mayores después. Éstas gritaban: aquellas se mesaban los cabellos, y todas juntas hacían una música tan disonante, que parecían monjas encantaradas. Ésta decía, ¿qué haré, desdichada de mí, sin marido, sin amparo y sin consuelo? ¿a donde iré? ¿quién me amparará? ¡oh amarga nueva! ¿qué desdicha es ésta? Aquella lamentando entonaba: ¡oh yerno mío y mi señor! ¿cómo nos has dejado, sin despedirte de nosotras? ¡oh nietecitos míos huérfanos y desolados! ¿dónde está vuestro padre? Los niños llevaban el tiple de aquella mal acordada música: todos lloraban, todos gritaban: todo era lamentaciones y lástimas. Cuando las aguas de aquel gran diluvio cesaron un poco, se informaron de mí, cómo y de qué había muerto: contéselo, y el testamento que había hecho, dejándome por su legítimo heredero. ¡Aquí fue ello! las lágrimas se tornaron en rabias, los lloros en blasfemias y las lástimas en amenazas. Vos sois algún ladrón que lo habéis muerto por robarlo; mas no os alabaréis de ello, decía la más moza, que ese ermitaño era mi marido, y estos tres niños sus hijos, y si vos no nos dais toda su hacienda, os haremos ahorcar: y si la justicia no lo hace, puñales y espadas hay con que sacaros mil vidas, si mil vidas tuviereis. Díjeles como había buenos testigos, delante de quienes había hecho testamento. Todas esas, dijeron ellas, son marañas y embustes, porque el día que vos decís que murió, estuvo aquí, y dijo no tenía compañía. Como vi que el testamento no se había hecho por ante escribano, y que aquellas mugeres me amenazaban, y por la esperiencia que tenía de la justicia y pleitos, determiné hablarles con blandura, por si con ella podía acabar, lo que por justicia sabía había de perder, y también porque las lágrimas de la recién viuda me habían atravesado las telas del corazón; y así les dijo se sosegasen, que no perderían nada conmigo: que si había, aceptado la herencia había sido por creer que el muerto no era casado, no habiendo oído decir jamás que los ermitaños lo fuesen. Ellas, pospuesta toda tristeza y melancolía, se comenzaron a reír diciendo, que bien se echaba de ver ser nuevo y poco esperimentado en aquel oficio, pues no sabía que cuando decían un ermitaño solitario, no se entendía haberlo de estar de la compañía de mugeres, no habiendo ninguno que no tuviese una por lo menos, con quien pudiese pasar los ratos que le quedaban desocupados de su contemplación en ejercicios activos, imitando unas veces a Marta y otras a María, particularmente siendo gente que tenían más conocimiento de la voluntad de Dios, que quiere que el hombre no esté solo, y así ellos como hijos obedientes, tenían una o dos mugeres, que sustentaban, aunque fuese de limosna; y con especialidad aquel desdichado que sustentaba cuatro: a esta pobre viuda: a mí, que soy su madre: a estas dos, que son hermanas, y a estos tres niños, que son sus hijos, o a lo menos que el tenía por tales. Entonces la que decían era su muger dijo, que no quería la llamasen viuda de aquel viejo podrido, que no se había acordado de ella el día de su muerte, y que aquellos niños, ella juraría no ser suyos, y que desde entonces anulaba los capítulos matrimoniales. ¿Que contienen esos capítulos, le supliqué yo? La madre dijo: los capítulos matrimoniales que yo hice cuando mi hija se casó con aquel ingratos fueron los siguientes: que para decirlos es menester tomar el agua de atrás. Estando en una villa llamada Dueñas, seis leguas de aquí, habiéndome quedado estas tres hijas de tres diferentes padres, que según la más cierta conjetura, fueron un Monje, un Abad y un Cura, porque siempre he sido aficionada a la iglesia, me vine a vivir a esta ciudad, por huir y evitar las murmuraciones, que en lugares pequeños nunca faltan. Todos me llamaban la viuda eclesiástica; por que por mis pecados todos eran muertos, y aunque hubo luego otros que entraron en su lugar, eran gente de poco provecho de menos autoridad, y no queriéndose contentar con la oveja, acometían a las tiernas corderillas. Viendo pues el peligro evidente, y que la ganancia no nos podía pelechar, hice alto, y asenté aquí mi real, donde a la fama de las tres mozuelas, acudieron como mosquitos al tarugo; y de todos, a ninguno me incliné tanto como a los eclesiásticos, por ser gente secreta, rica, casera y paciente. Entre otros llegó a pedir limosna el Padre de San Lázaro, que viendo esta niña le hinchó el ojo, y con su santidad y sencillez me la pidió por muger: dísela con las condiciones y capítulos siguientes. Primera: que se obligaba a sustentar nuestra casa, y que lo que pudiésemos ganar, sería para vestirnos y ahorrar. Segunda: que si mi hija en algún tiempo tomase algún coadjutor, por ser él algo decrépito, que callaría como en misa. Tercera: que todos los hijos que ella pariese, los había de tener por propios, a quienes desde luego prometía lo que tenía y podía tener: y si mi hija no tuviese hijos, la hacía su legítima heredera. Cuarta: que no había de entrar en nuestra casa cuando viese a la ventana jarro, olla, u otra basija, que era señal que no había lugar para él. Quinta: que cuando él estuviese en casa y viniese otro, se había de esconder donde le dijésemos, hasta que el tal se fuese. Sexta y última: que nos había de traer dos veces a la semana algún amigo o conocido que hiciese la costa, dándonos un buen gaudeamos. Éstos son los artículos, prosiguió ella, con que aquel desdichado dio palabra a mi hija, y ella a él. El casamiento quedó hecho y acabado sin tener necesidad de ir al cura, porque él nos dijo no era menester, pues lo esencial de él consistía en la conformidad de voluntades, e intención mutua. Quedé espantado de lo que aquella segunda Celestina me decía, y de los artículos con que había casado a su hija. Estuve perplejo sin saber qué decir, mas ellas abrieron camino a mi deseo; porque la viudeja se me colgó del cuello diciendo: si aquel desdichado tuviera la cara de este ángel, yo le hubiera amado: y con esto me besó. Tras este beso me entró un no sé qué, que me comencé a abrasar. Díjele que si quería salir del estado de viuda y recibirme por suyo, guardaría no sólo los artículos del viejo, mas todos los que quisiere añadir. Contentáronse de ello diciendo, que sólo querían les entregase todo lo que en la ermita había, que ellas lo guardarían; prometíselo, con intención de encubrir el dinero para una necesidad. La conclusión del casamiento quedó para la mañana siguiente, y aquella tarde, enviaron un carro, en que se llevaron hasta las estacas: no perdonaron al lienzo del altar, ni a los vestidos del santo. Yo estaba tan picado, que si me hubieran pedido el ave Fénix, o las aguas de la laguna Estigia, se las hubiera dado. No me dejaron sino una pobre marraga, donde me echase como un perro. Como la señora mi muger futura, que vino con la carreta, vio que no había dineros, se enojó porque el viejo le había dicho que los tenía; mas no dónde. Preguntome si sabía donde estaba el tesoro: díjele que no. Ella como astuta me trabó de la mano para que lo buscásemos: llevome por todos los rincones y escondrijos de la ermita, sin dejar la peana del altar, y como vio que estaba recién acomodada, concibió mala sospecha. Abrazome y besome, diciendo: mi vida, dime donde están los dineros, para que con ellos hagamos una boda alegre. Yo lo negué siempre diciendo que no sabía de dineros: sacome de la mano e hizo diésemos una vuelta a la ermita mirándome siempre a la cara, y cuando llegamos donde yo los había escondido se me fueron los ojos hacia allá. Llamó a su madre diciendo cavase debajo de una hiedra que yo había puesto: topó con ellos y yo con mi muerte: disimuló diciendo: veis aquí con que nos daremos buena vida. Hízome mil caricias, y al punto, porque se hacía tarde se fueron a la ciudad, quedando convenidos que a la mañana yo iría a su casa, donde haríamos la más alegre boda que jamás se vio. ¡Plegue a Dios que orégano sea! decía yo entre mí. Estuvo toda aquella noche puesto entre la esperanza y el temor de que aquellas mugeres no me engañasen, aunque me parecía era imposible hubiese engaño en una tan buena cara. Esperaba gozar de aquella polluela, y así la noche me pareció un año. No era aún bien amanecido, cuando cerrando mi ermita me fui a casarme, como quien no decía nada: no me acordaba que lo era; llegué a hora que se levantaban: recibiéronme con tan grande alegría, que me tuve por dichoso, y pospuesto todo temor, comencé a hacer y deshacer en casa, como en propia: comimos tan bien y con tanto gusto, que me parecía estaba en un paraíso. Habían convidado a seis o siete de sus amigas: después de comer danzamos, y a mí, aunque no lo sabía hacer, me forzaron a ello. ¡Era verme bailar, con mis hábitos de ermitaño, cosa de risa! Venida la tarde, después de bien cenar y mejor beber, me entraron en un aposento no mal aderezado, donde había una buena cama. Mandáronme acostar en ella: entretanto que mi esposa se desnudaba, descalzome una criada, y dijo me quitase la camisa, porque para las ceremonias que se habían de hacer, era menester estar en cueros. Obedecí luego, entraron por el aposento todas las mugeres y mi esposa detrás vestida de ceremonia, trayéndole una la cola. Así que llegaron me asieron cuatro de los pies y de los brazos y con grande deligencia me echaron cuatro lazos corredizos, y atando las cuerdas a los cuatro pilares de la cama, quedé aspado, como un San Andrés. Comenzaron todas a reír al verme en aquella forma y trayendo una un caldero de agua del pozo, y otra una olla de agua hirviendo empezaron a echarme por todo el cuerpo jarros ya de fría, ya de caliente. Yo ponía con esto los gritos en el cielo: ellas me mandaron callar, amenazándome que de otro modo sería más serio el chasco; y que pensase para qué había nacido. Luego tomaron una gran vacía con agua muy caliente y me metieron en ella la cabeza; abrasábame, y lo peor era que si quería gritar me daban tantos repizcos y azotes con los chapines, que tomé por mejor partido sufrir y dejarlas hacer cuanto quisieran: peláronme las barbas, cejas, cabellos y pestañas. Paciencia decían ellas, que las ceremonias se acabarán presto y gozará de lo que tanto desea. Roguelas que me dejasen, pues el amor se me había pasado; pero sin hacer caso de mis lamentos, con el tizne de las sartenes me pusieron la cara y todo el cuerpo de modo que parecía el mismo demonio. Entonces una, la más vivaracha y desahogada, dijo a las demás: no sería malo llamar a Pierres el capador para que lo hiciese músico. Riyeron todas la ocurrencia, y en particular mi muger. Se preparaban a ponerlo por obra diciéndome: ¿creía el dómine ermitaño que no hay más que casarse, y que todo lo que le decíamos era el Evangelio? pues no era ni aun la epístola ¿De mugeres se fiaba? ahora verá el pago que lleva. Yo como me vi en un peligro tan inesperado, hice tales esfuerzos que rompí una cuerda con un pilar de la cama, y ellas temiendo acabase de romperla me desataron, y cogiendo las puntas de la manta sobre que estaba tendido, empezaron a mantearme con mucha alegría diciéndome: estas son las ceremonias con que comienza el casamiento: mañana si quiere volver acabaremos lo demás. Yo estaba tan rendido y quebrantado, que ni aun aliento tenía para hablar. Entonces envuelto en la misma manta me llevaron entre cuatros lejos de la casa, dejándome en medio de la calle, en donde me amaneció; y los muchachos me comenzaron a correr y hacerme tanto mal, que por huir de su furia me entró en una iglesia y puse junto al altar mayor donde cantaban una misa. Como los clérigos vieron aquella figura, que sin duda parecía al diablo que pintan a los pies de San Miguel, dieron a huir y yo tras ellos por libertarme de los muchachos. La gente de la iglesia gritaba: unos decían guarda el diablo; otros guarda el loco; yo también gritaba, que ni era diablo ni loco, sino un pobre hombre a quien sus pecados habían puesto así. Con esto se sosegaron todos: los clérigos tornaron a acabar su misa, y el sacristán me dio un bancal de una sepultura, con que cubrirme. Púseme en un rincón considerando los reveses de la fortuna y que por donde quiera hay tres leguas de mal camino, y así determiné quedarme en aquella iglesia para acabar allí mi vida, que según los males pasados no podía ser muy larga, y para escusar el trabajo a los clérigos de que me fuesen a buscar a otra parte después de mi muerte.      Ésta es, amigo lector, en suma la segunda parte de la vida de Lazarillo, sin añadir ni quitar, de lo que de ella oí contar a mi visabuela. Si te diere gusto me huelgo, y a Dios.